¿Qué asignación de activos resulta idónea en un periodo de incertidumbre radical?

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* Por Didier Saint-Georges, Miembro del Comité de Inversión Estratégica en Carmignac

En la actualidad, la evolución de los mercados despierta entre un gran número de observadores, tanto profesionales como particulares, un sentimiento de profunda perplejidad. Entre los esfuerzos realizados por los Gobiernos —y a este respecto el acuerdo que acaban de formalizar las potencias europeas sobre un plan común de reactivación económica constituye todo un hito—, las medidas de apoyo extraordinarias de los bancos centrales y la incertidumbre económica excepcional surgida a raíz de la onda expansiva provocada por la pandemia, cabría hacerse dos preguntas: en primer lugar, ¿a qué racionalidad pueden ceñirse las bolsas? y, en segundo lugar, ante unos mercados bursátiles en pleno repunte, pero asediados por las incertidumbres, ¿por qué asignación de activos decantarse en el contexto actual?

Antes que nada, cabe resaltar que tratar de justificar todo lo que sucede por la sempiterna «intervención de los bancos centrales» equivaldría a adoptar un enfoque ligeramente corto de miras y, con total sinceridad, un poco vago. Lo cierto es que nadie —y los bancos centrales no constituyen en modo alguno una excepción— conoce realmente las repercusiones exactas y, sobre todo, las consecuencias que, en última instancia, tendrá el recurso a la creación monetaria ilimitada para financiar unos déficits extraordinarios. Recordemos que cuando los bancos centrales se embarcaron por primera vez en la compra a gran escala de activos financieros en 2009, la inmensa mayoría de los economistas temía que esta política monetaria no convencional alimentara una deriva inflacionista. Estas preocupaciones no se materializaron y, en cambio, los tipos de interés protagonizaron una reducción vertiginosa durante una década, lo cual dice mucho de hasta qué punto, ya entonces, nadie dominaba el conjunto de los procesos económicos y de mercado activados por esta política innovadora.

Diez años después, cuando a todo ello se le suma la incógnita que plantea una amenaza viral a escala mundial, es necesario mostrarse humilde ante lo desconocido y evitar efectuar pronósticos perentorios que, inevitablemente, tienen los pies de barro.

Afortunadamente, para afrontar esta incertidumbre radical, los inversores disponen de una máxima: no todos los activos son frágiles. Algunos de ellos no solo se muestran resistentes ante la incertidumbre, o incluso ante el caos, sino que prosperan en este tipo de coyunturas. Son lo que el ensayista Nassim Taleb denomina «activos antifrágiles». Debemos centrarnos en este tipo de activos, en lugar de tratar de prever lo imprevisible. Con esto en mente, solo falta identificarlos.

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En las circunstancias actuales, los valores tecnológicos y el oro constituyen activos de esta índole, lo que explica su evolución bursátil.

Para comprenderlo, es necesario remontarse a hace una década. Al hacerlo, observamos que la única inflación que ha generado la creación monetaria desde 2009 es la del precio de los activos financieros. Ello se explica con facilidad por el hecho de que todos los recursos monetarios implementados, que tendrían que haber conllevado la inflación de los precios al consumo, se quedaron cortos frente a las poderosas fuerzas deflacionistas que así lo impedían, como pueden ser el endeudamiento excesivo, que lastra la demanda; la globalización, que refuerza la competencia a través de los precios; el envejecimiento de la población, que refuerza la tasa de ahorro; o incluso los avances tecnológicos, que se traducen en un incremento de la productividad. Así, la «potencia inflacionista» de la creación monetaria se materializó, por defecto, únicamente en el precio de las acciones y los bonos.

Por consiguiente, los grandes beneficiarios de que la crisis económica se remediase gracias a la aplicación de medidas monetarias fueron los inversores, especialmente aquellos que estaban posicionados en los sectores más vinculados a estas imparables tendencias deflacionistas, como el sector tecnológico, lógicamente, al no estar endeudado e incluso contar con una capacidad considerable de generación de flujos de efectivo; el de salud, que aprovecha el envejecimiento de la población; o los grandes grupos integrados a escala internacional, heraldos de unas cadenas de suministro globalizadas. En paralelo, los valores de los sectores industrial y bancario, que necesitan una actividad económica sólida para generar márgenes de explotación e invertir a largo plazo, no prosperaron. La principal consecuencia de esta polarización de los desempeños bursátiles ha sido que los sectores denominados «cíclicos», que reflejan la dinámica de la economía, tienen ahora un peso sumamente reducido en los grandes índices bursátiles. Por el contrario, los valores tecnológicos o de la salud, cuyas valoraciones no reflejan el vigor de la economía, sino su languidez deflacionista, están ahora excesivamente representados. Así, cabría preguntarse qué nos indica la evolución alcista de los mercados bursátiles. Sencillamente, que los inversores se benefician de su posicionamiento a favor de un panorama macroeconómico poco halagüeño.

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En 2020, se ha sumado una pieza adicional a este rompecabezas: una pandemia cuya evolución futura nadie conoce y que no solo refuerza las tendencias deflacionistas ya existentes, sino que también modifica, quizás a largo plazo, los hábitos de los consumidores. ¿Cómo se han adaptado los mercados a este grado adicional de incertidumbre? Por un lado, como es lógico, los inversores reforzaron su posicionamiento en los sectores que se ven favorecidos por las presiones deflacionistas, alimentadas por la incertidumbre económica. Posteriormente se concentraron, en el seno de estos sectores antifrágiles, en las empresas para las que los cambios en los hábitos de los consumidores repercuten positivamente y de forma explícita en el crecimiento de sus beneficios (facilitación del teletrabajo, videojuegos, informática en la nube, comercio electrónico, soluciones medioambientales, etc. Por último, tomaron en cuenta los niveles de incertidumbre sin precedentes alcanzados (respecto al ciclo, la inflación, la política, la geopolítica y las divisas) al orientar el resto de su patrimonio hacia el otro activo antifrágil: el oro, que constituye una póliza de seguro multirriesgo tradicional. Así, las dos apuestas —que no son tales— que mejor evolución han registrado desde principios de año han sido el índice Nasdaq de los grandes títulos tecnológicos, que se ha revalorizado un 25 %, y el índice bursátil de las minas de oro, que se anota una progresión del 35 %. Los inversores han definido por su cuenta en qué consiste una asignación de activos óptima en un periodo de incertidumbre radical, en un momento en el que basarse en previsiones económicas sería ilusorio.

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