Las comunidades mbyá guaraní desde una mirada de género

Ana María Gorosito Kramer, antropóloga, investigadora y profesora emérita de la UNaM, quien analiza la situación de las comunidades de Misiones desde una perspectiva de género.

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Por Ana María Gorosito* – Del 19 al 25 de abril se conmemora la Semana de los Pueblos Indígenas, una fecha que invita a reflexionar acerca de los derechos de las comunidades y su valioso aporte a la diversidad cultural.

Resulta bastante complicado presentar un panorama general sobre la posición de la mujer y las diversidades en la sociedad guaraní actual, no sólo en la provincia de Misiones sino en todo el gran territorio que ocupan desde tiempos inmemoriales. Y esta dificultad proviene del hecho de que se trata de un pueblo en transición y crisis, afectado por los grandes cambios a los que se ha visto sometido su modo de vida en las décadas recientes, cambios que no siempre son deseables y muy pocas veces controlados por su propio modelo organizacional. 

De modo inadvertido en el modo habitual de expresión en Misiones, es el referirse exclusivamente a los Mbyá, un recorte que excluye la existencia también real de otros guaraníes que no se reconocen Mbyá, que son designados por estos como Mbyá’i, y que en Brasil reciben el nombre de Kayová, Kayowá y otras variantes similares. Hablar de los Guaraníes en Misiones como si fueran exclusivamente Mbyá, implica que usamos modos expresivos que son manifestaciones o efectos del proceso de dominación sobre este pueblo originario. 

El conocimiento de la lengua, la cultura y los modos de organización guaraní en nuestras respectivas sociedades nacionales es fragmentario, difuso, cargado de errores de apreciación y muy a menudo, informados por una visión segregacionista y racial que no termina de reconocerse ni, en consecuencia, de corregirse. Hay un modo instalado de acercamiento y comprensión influido por una perspectiva occidental, urbana, de clase media, con sesgo moralista, que no sólo impide el deseado diálogo intercultural, sino que lo obstruye.

Una categoría de pensamiento y lucha dentro de los movimientos feministas, de cuño relativamente reciente, es el patriarcado como símbolo de un conjunto complejo de violencias que se han ejercido históricamente sobre la condición femenina. y que se extiende hacia las diversidades sexuales en la medida que estas han ido adquiriendo visibilidad y un progresivo potencial organizativo y demandante de derechos.

Sin embargo, ¿puede hablarse de patriarcado cuando intentamos aplicar esta categoría de denuncia y de acción colectiva, a los pueblos originarios en su totalidad? Una pequeña anécdota quizás sea útil aquí para indicar el rumbo de mi pensamiento: ocurrió hace poco tiempo, en una audiencia en la que se me invitó a testimoniar sobre un caso en el que una joven guaraní había sido sometida sin mayor análisis a los criterios de una justicia claramente patriarcal. El drama que se había abatido sobre esa muchacha mostraba desde un nuevo perfil la espesura de las formas de dominación que se ejercen sobre ese pueblo, y sobre las mujeres vulnerables en general. Al terminar, fui rodeada por un conjunto de mujeres que querían comentar o ampliar los duros hechos que se habían presentado. Ya en el momento de irme, una joven no indígena y evidentemente muy bien informada y militante de las buenas causas feministas, me planteó: “Ahora, Ana, hay que comenzar a plantear el patriarcado entre los guaraníes”. Respondí confusamente: estaba agotada después de una larga jornada, asentí y seguí mi camino.

Sin embargo, la cuestión siguió rondando en mis pensamientos. Porque, en efecto, hay síntomas de intentos de predominio patriarcal en las recientes condiciones de vida entre los guaraníes y no sólo en Misiones, pero, ¿se inscriben en una tradición patriarcal inmemorial? ¿O son efectos de esa crisis del modo de ser en el mundo que ese pueblo experimenta y está muy claramente expuesta en las manifestaciones de sus líderes? O bien, finalmente, ¿son apenas una muestra más de la intromisión de nuestros propios modos de organizar la jerarquía entre las personas y los seres vivientes, alterando concepciones de otro orden?

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Revisé mis propias experiencias de diálogo e intercambio de ideas en las comunidades, más intensas y continuadas en mis años juveniles, más esporádicas y cada vez más ricas en los tiempos actuales de mi vejez. En aquellos no tan lejanos tiempos (si en lugar de considerar el corto ciclo de la vida humana consideramos los ciclos medianos o largos de las sociedades), las grandes comunidades, con sus sembrados, sus grandes patios centrales y sus construcciones ceremoniales se alzaban solitarias en medio de los montes, alejadas del contacto frecuente con la población no guaraní, y el protocolo de acceso era riguroso y claramente establecido. Yo nunca ingresaba sola, sino con algún miembro de la comunidad que residía en otra aldea, y era precedida por los yvyraí´ja, quienes me presentaban al tuvichá del lugar. Con el tiempo y la frecuentación insistente, dejaban de considerarme una juruá más (una extraña “blanca”) y pasé a ser presentada como la kuñá karaí, mujer con poder, en este caso el de preguntar sobre sus reclamos y transmitirlos a quienes correspondiera (con escaso éxito, por cierto, ya que la autoridad de una mujer antropóloga era meramente simbólica en mi propia sociedad). Al pasar del tiempo, el protocolo también cedía: mis interlocutores ya no eran solamente las autoridades masculinas, sino las mujeres, que mientras me enseñaban a tejer cestería iban contándome sus preocupaciones y deseos, de sus familias lejanas, se interrumpían brevemente para dar órdenes a los más jóvenes y amamantaban a sus hijos en tanto proseguía nuestra conversación.

En ese proceso, había ocurrido algo extraordinario en la comunicación: al comienzo, en el “período protocolar”, sólo dialogaban conmigo los hombres, mientras las mujeres en una especie de coro poco alejado, conversaban animadamente en su idioma, se reían, comentaban: se expresaban con un acento y un ritmo diferente al de los varones, y con el tiempo percibí que, mientras ellos dialogaban conmigo en una mezcla del castellano y del guaraní del Paraguay rural, ellas usaban un estilo diferente –mucho tiempo después y gracias a los consejos de Bartomeu Meliá, comprendí que en realidad era una lengua diferente, el mbyá eté-.

Cada tanto, alguna de ellas alzaba la voz. Cuando esto ocurría, la persona que mantenía el diálogo conmigo se interrumpía, miraba al grupo de las mujeres y después de un corto momento, se rectificaba o ampliaba lo que me había dicho. Es decir, ellas cumplían una función de fiscales de lo que se le decía a “la extranjera” y aparentaban no entender el castellano cuando les dirigía la palabra, pero habían seguido con vigilante atención lo que allí hablábamos. Corregían, reprendían o tomaban a risa muchas de las declaraciones. Cuando finalmente abrieron para mí las puertas de su cultura, o al menos me dejaron avistar algunos de sus rasgos, descubrí que entendían perfectamente mi lengua y se expresaban con la misma dificultosa corrección que sus pares masculinos.

En la vida cotidiana, los vi trabajar juntos y a la par: mi sensación era que estaba ante una relación muy colaborativa entre géneros, que sólo daba paso a una predominancia masculina cuando se trataba de conducir la relación con los juruá, fuera en la venta de las artesanías para los acopiadores, fuera en el viaje a los pueblos para consultas médicas o para aprovisionarse, o en las tarefas, carpidas, cosechas del tung y otros trabajos rurales que asumía la familia en su conjunto.

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Podría yo pensar, en mis primeros tiempos, que la transmisión del apellido por línea masculina a los hijos era un síntoma de predominio patriarcal. Pero más tarde, al profundizar de qué manera las relaciones de parentesco incidían en la construcción de los liderazgos, descubrí que eran justamente las mujeres las que podían definir, a través de las alianzas o sus rupturas, el destino “político” de un hombre en su comunidad. Y me llevó bastante tiempo descubrir que esos nombres y apellidos criollos eran apenas una suerte de capa protectora y secundaria, necesaria para socializar en el mundo no indígena, el “nombre de documento” que ocultaba el “nombre verdadero”, el cual designa otros lazos de pertenencia en los que los géneros se diluyen en una concepción del ser perturbadora y maravillosamente diferente a la que forma parte de nuestras propias creencias e ideología.

Los tiempos han variado en un lapso relativamente breve, como ya he anunciado: es evidente que ese estilo cultural hoy presenta fisuras, muchas muy parecidas a lo que ya sabemos distinguir como control patriarcal sobre las mujeres y disidencias: hay casos de violencia familiar, mujeres golpeadas, abusadas, a veces seriamente lastimadas, mujeres entregadas a la justicia juruá en casos que podrían haberse resuelto al modo tradicional en las propias comunidades. No son casos numerosos, pero su registro puede ser ya un signo de alarma, empezando para las propias comunidades donde estos sucesos han ocurrido.

Y también surgen con mayor frecuencia mujeres líderes, poderosas y valientes interlocutoras que expresan con claridad su disconformidad sobre los modos como nuestra sociedad y nuestro orden estatal introduce el desorden, el hambre, las enfermedades y las adicciones químicas en sus familias. Son las Kuñá Karaí de una sociedad que, consciente de la crisis a las que los hemos sometido, se vuelven poderosas defensoras de su propio sistema de vida: alzan la voz en castellano y participan con la misma contundencia en las asambleas o aty, son respetadas y su prédica es escuchada con atención por todos y todas, dentro de las comunidades y por todos aquellos que quieran escucharlas, en los medios de comunicación y en las redes sociales.

Si volviera hoy a cruzarme con la muchacha de la anécdota, le diría: “creo que tenemos que atender primero a nuestras formas de dominación y penetración en los modos de vida y pensamiento de los mbyá e intentar corregirlas. Creo que el patriarcado, la propiedad privada y el concepto de la selva como fuente de renta y apropiación individual, es lo que primero deberíamos poner en cuestión. Creo que el modo como opera la Justicia sobre los conflictos internos de los guaraníes, los clasifica y condena, es algo que también deberíamos revisar. Creo que en el caso que vine a denunciar, la muchacha nunca fue considerada sujeto de derechos como miembro de un Pueblo Originario, sino que fue clasificada, rotulada y considerada como una “mala madre”, al igual que tantas mujeres vulnerables no indígenas en nuestro país. Creo que es por esos patriarcados donde debemos comenzar”.


Ana María Gorosito*: antropóloga, investigadora y profesora emérita de la UNaM

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