Adolescencia 

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Netflix nos lanza a una historia que incomoda porque no tiene respuestas, solo preguntas incómodas.

El pasado 13 de marzo se estrenó en Netflix la miniserie británica Adolescence (Adolescencia), que se volvió viral en cuestión de días. Cautivó a la audiencia global no solo por la interpretación cruda e inquietante de su joven protagonista, de apenas 13 años, sino también por el tema que plantea, incómodo y urgente, en torno a uno de los grandes tabúes contemporáneos.

La premisa es sencilla: Adolescence narra la vida de Jamie (Owen Cooper), un chico de 13 años arrestado tras ser acusado del asesinato de una compañera de su escuela. La serie impacta desde el primer momento no solo por su trama, sino por sus técnicas cinematográficas. Cada capítulo está rodado en un único plano secuencia, lo que genera una experiencia inmersiva y casi asfixiante. No hay cortes, no hay escapatoria: somos arrastrados al mundo de Jamie como si estuviéramos ahí, encerrados con él en esa realidad que se vuelve cada vez más tensa, más hostil.

A partir del segundo capítulo, la serie se mete de lleno en el entorno del aparente victimario. Vemos, en carne viva, el caos cotidiano en las escuelas públicas británicas y en el reformatorio donde Jamie espera su juicio. La violencia —verbal, física, simbólica— se respira en cada pasillo. Los vínculos entre estudiantes y docentes están marcados por el abandono, la frustración y la desconfianza. Ahí, entre gritos y empujones, se va moldeando el personaje de Jamie: un joven que, pese a su apariencia infantil, carga con una agresividad explosiva, casi inexplicable.

En el capítulo final, sin juicios morales explícitos ni certezas judiciales, la serie nos empuja a mirar más allá del caso. No se confirma si Jamie es culpable o no. Eso pasa a segundo plano. Lo que importa es lo que representa: un chico como cualquier otro, que podría ser tu hijo, tu hermano o tu amigo. Y sin embargo, está ahí, frente a una acusación terrible. La madre de Jamie, en una escena clave, le dice al padre: “Los criamos a ambos por igual”, en referencia a su hija, aparentemente más estable. ¿Qué falló entonces?

Lo inquietante de la serie no es solo la violencia explícita, sino la normalidad con la que está rodeada. La familia Miller no es disfuncional, el hogar no es un infierno; no hay golpes, ni gritos, ni abandono, todo parece dentro de lo aceptable. Quizás incluso mejor que el entorno de otros chicos. Y sin embargo, algo explotó. Adolescence no nos da respuestas fáciles. Más bien nos deja una pregunta clavada como astilla: ¿Jamie es una excepción trágica o un síntoma de una sociedad entera que está criando a sus hijos al borde del abismo?

La miniserie de Jack Thorne y Stephen Graham y dirigida por Philip Barantini incomoda porque no nos deja refugiarnos en problemas superficiales. No hay villanos claros ni familias rotas que justifiquen el horror. Lo que muestra es mucho más perturbador: un entramado social que educa en la indiferencia, en la hostilidad cotidiana, en el ejercicio de la fuerza como única forma de vínculo. Jamie no es un monstruo, pero tampoco es inocente. Es el resultado de un sistema que falla desde todos sus frentes: el educativo, el afectivo, el institucional y el cultural.

También resuena, inevitablemente, con nuestra propia realidad. ¿Qué pasa en nuestras escuelas, nuestras casas, nuestras calles? ¿Cuántos Jamie hay caminando entre nosotros, formados por contextos que nunca los escucharon, que los ridiculizaron por llorar, que los empujaron a la competencia antes que a la cooperación? La serie no es una advertencia futurista, es un espejo. Uno que, si nos animamos a mirarlo sin parpadear, nos devuelve la imagen de una generación al borde del colapso emocional, creciendo entre pantallas, discursos de odio y una total falta de sentido.

Al final, Adolescence no busca cerrar una historia, sino abrir una herida. Y esa es su mayor virtud. Nos arrastra a ese dolor adolescente que todos preferimos ignorar, porque nos obliga a repensar qué clase de adultos estamos siendo. No es Jamie el que debería estar solo en el banquillo. Es toda una sociedad la que debería reconocerse corrompida. 

En palabras del mismísimo Stephen Graham, durante una entrevista realizada por Rolo Gallego a él y a Owen: “Se necesita un pueblo para criar a un niño”, citando un proverbio de origen africano.

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