Mi última columna: la esperanza en una era de resentimiento

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Esta es mi última columna para The New York Times, donde empecé a publicar mis opiniones en enero de 2000. Me retiro del Times, no del mundo, así que seguiré expresando mis opiniones en otros lugares. Pero me parece una buena ocasión para reflexionar sobre lo que ha cambiado en estos últimos 25 años.

Lo que me sorprende, echando la vista atrás, es lo optimistas que eran entonces muchas personas, tanto aquí como en gran parte del mundo occidental, y hasta qué punto ese optimismo ha sido sustituido por ira y resentimiento. Y no me refiero solo a los miembros de la clase trabajadora que se sienten traicionados por las élites; algunas de las personas más enojadas y resentidas de Estados Unidos en estos momentos —personas que parece muy probable que tengan mucha influencia con el gobierno de Trump entrante— son multimillonarios que no se sienten suficientemente admirados.

Es difícil transmitir lo bien que se sentían la mayoría de los estadounidenses en 1999 y principios de 2000. Las encuestas mostraban un nivel de satisfacción con la dirección del país que hoy parece surrealista. Mi sensación de lo que ocurrió en las elecciones de 2000 fue que muchos estadounidenses daban por sentadas la paz y la prosperidad, por lo que votaron al tipo que parecía más divertido para pasar el rato.

También en Europa las cosas parecían ir bien. En particular, la introducción del euro en 1999 fue ampliamente aclamada como un paso hacia una integración política y económica más estrecha, hacia unos Estados Unidos de Europa, por así decirlo. Algunos de nosotros, los desagradables estadounidenses, teníamos dudas, pero al principio no eran muy compartidas.

Por supuesto, no todo eran cachorritos y arcoíris. Por ejemplo, durante los años de Clinton ya había en Estados Unidos un buen número de teorías conspirativas del tipo proto-QAnon e incluso casos de terrorismo doméstico. Hubo crisis financieras en Asia, que algunos de nosotros vimos como un presagio potencial de lo que estaba por venir; publiqué un libro en 1999 titulado El retorno de la economía de la depresión, en el que argumentaba que cosas similares podrían ocurrir aquí; publiqué una edición revisada una década después, cuando ocurrieron.

Aun así, la gente se sentía bastante bien respecto al futuro cuando empecé a escribir para este periódico.

¿Por qué este optimismo se agrió? Tal y como yo lo veo, hemos sufrido un colapso de la confianza en las élites: el público ya no tiene fe en que las personas que dirigen las cosas sepan lo que hacen, o en que podamos suponer que son honestas.

No siempre fue así. En 2002 y 2003, quienes sosteníamos que la invasión de Irak era fundamentalmente fraudulenta recibimos muchas críticas de quienes se negaban a creer que un presidente estadounidense pudiera hacer algo así. ¿Quién diría eso ahora?

De otra manera, la crisis financiera de 2008 minó cualquier fe que el público tuviera en que los gobiernos sabían cómo gestionar las economías. El euro como moneda sobrevivió a la crisis europea que alcanzó su punto álgido en 2012, que llevó el desempleo en algunos países a niveles de la Gran Depresión, pero la confianza en los eurócratas —y la creencia en un futuro europeo brillante— no.

No solo los gobiernos han perdido la confianza de los ciudadanos. Es asombroso echar la vista atrás y ver cuánto más favorablemente se veía a los bancos antes de la crisis financiera.

Y no hace tanto tiempo que los multimillonarios de la tecnología eran ampliamente admirados en todo el espectro político, al grado de que algunos alcanzaron el estatus de héroes populares. Pero ahora ellos y algunos de sus productos se enfrentan a la desilusión y a cosas peores; Australia incluso ha prohibido el uso de las redes sociales a los menores de 16 años.

Lo que me lleva de nuevo a mi argumento de que algunas de las personas más resentidas de Estados Unidos en estos momentos parecen ser multimillonarios enojados.

Ya hemos visto esto antes. Tras la crisis financiera de 2008, que se atribuyó ampliamente (y con razón) en parte a los tejemanejes financieros, cabía esperar que los antiguos Amos del Universo mostraran un poco de arrepentimiento, quizá incluso gratitud por haber sido rescatados. Lo que obtuvimos en su lugar fue la “ira contra Obama”, la furia contra el 44.º presidente por sugerir siquiera que Wall Street podría haber tenido parte de culpa en el desastre.

Estos días se ha debatido mucho sobre el giro a la derecha de algunos multimillonarios de la tecnología, desde Elon Musk hacia abajo. Yo diría que no deberíamos darle demasiadas vueltas y sobre todo no deberíamos tratar de decir que esto es de algún modo culpa de los liberales políticamente correctos. Básicamente, se reduce a la mezquindad de los plutócratas, quienes solían disfrutar de la aprobación pública y ahora descubren que todo el dinero del mundo no puede comprar el amor.

Así pues, ¿hay alguna forma de salir del sombrío lugar en el que nos encontramos? Lo que yo creo es que, aunque el resentimiento puede llevar al poder a gente mala, a largo plazo no puede mantenerla en él. En algún momento, el público se dará cuenta de que la mayoría de los políticos que despotrican contra las élites en realidad son élites en todos los sentidos importantes, y empezará a pedirles cuentas por no cumplir sus promesas. Y en ese momento el público estará dispuesto a escuchar a quien no intente argumentar desde la autoridad, no haga falsas promesas, sino que intente decir la verdad lo mejor que pueda.

Puede que nunca recuperemos el tipo de fe en nuestros dirigentes —la creencia en que las personas en el poder suelen decir la verdad y saben lo que hacen— que solíamos tener. Tampoco deberíamos. Pero si nos enfrentamos a la caquistocracia —el gobierno de los peores— que está surgiendo en estos momentos, puede que con el tiempo encontremos el camino de vuelta a un mundo mejor.

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Por qué algunos quieren traicionar a Ucrania

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Así que el gobierno federal no se cerró durante el fin de semana, aunque puede que tengamos que volver a pasar por todo este drama dentro de seis semanas. Kevin McCarthy, el presidente de la Cámara de Representantes, acabó haciendo lo obvio: presentar un proyecto de ley de financiación que sólo podría aprobarse con los votos demócratas, porque los de línea dura de su propio partido no aceptarían nada factible. Y el proyecto de ley no incluía ninguno de los recortes de gastos que los republicanos han estado exigiendo, excepto una cosa grande y mala: un recorte de la ayuda a Ucrania.

Los demócratas parecen haber aceptado este proyecto de ley porque esperan conseguir una votación separada sobre la ayuda a Ucrania; el presidente Biden ha indicado que cree que tiene un acuerdo con McCarthy a tal efecto. Espero que tengan razón.

Pero, ¿por qué las cosas han salido así? Michael Strain, del derechista (pero en su mayoría no MAGA, Make America Great Again) American Enterprise Institute, ha llamado a la confrontación fiscal el “cierre ‘Seinfeld’”, es decir, un cierre por nada. Es una buena frase, pero si vamos a hacer referencias a la cultura popular, creo que sería mejor llamarlo el cierre “Red”, como en la gente que grita “¡Estoy enfadadísimo, y no voy a aguantar más!”.

Nada menos que un golpe de estado puede satisfacer esta rabia incipiente. Pero McCarthy evidentemente pensó que podría reducir la reacción contra su acuerdo con los demócratas traicionando, o al menos fingiendo traicionar, a Ucrania. Eso es claramente algo que MAGA quiere. Pero, ¿por qué?

A pesar de lo que puedan pretender voces anti-Ucrania como Elon Musk, no se trata de dinero.

Los partidarios de la línea dura de la derecha, tanto en el Congreso como fuera de él, afirman estar molestos por la cantidad que estamos gastando en apoyar a Ucrania. Pero si realmente les importara la carga financiera de la ayuda, harían el mínimo esfuerzo necesario para que las cifras fueran correctas. No, la ayuda a Ucrania no está socavando el futuro de la Seguridad Social, ni imposibilitando la seguridad de nuestras fronteras, ni consumiendo el 40% del PIB de Estados Unidos.

¿Cuánto estamos gastando realmente en apoyar a Ucrania? En los 18 meses posteriores a la invasión rusa, la ayuda estadounidense ascendió a 77.000 millones de dólares. Puede parecer mucho. Es mucho comparado con las ínfimas sumas que solemos destinar a la ayuda exterior. Pero el gasto federal total asciende actualmente a más de 6 billones de dólares al año, o más de 9 billones cada 18 meses, por lo que la ayuda a Ucrania representa menos del 1% del gasto federal (y menos del 0,3% del PIB). La parte militar de ese gasto equivale a menos del 5 por ciento del presupuesto de defensa de Estados Unidos.

Por cierto, Estados Unidos no está soportando en absoluto la carga de ayudar a Ucrania en solitario. En el pasado, Donald Trump y otros se han quejado de que las naciones europeas no gastan lo suficiente en su propia defensa. Pero en lo que respecta a Ucrania, los países e instituciones europeos han asumido colectivamente compromisos de ayuda sustancialmente mayores que los nuestros. En particular, la mayor parte de Europa, incluyendo FranciaAlemania Gran Bretaña, ha prometido una ayuda que es mayor como porcentaje del PIB que el compromiso de Estados Unidos.

Pero volvamos a los costes de la ayuda a Ucrania: teniendo en cuenta lo pequeña que es una partida presupuestaria de ayuda, las afirmaciones de que la ayuda a Ucrania de alguna manera hace que sea imposible hacer otras cosas necesarias, como asegurar la frontera, no tienen sentido. Los tipos de MAGA no son conocidos por hacer bien sus números o, para el caso, por preocuparse de si hacen bien sus números, pero dudo que incluso ellos crean realmente que los costes monetarios de ayudar a Ucrania son inasumibles.

los beneficios de ayudar a una democracia asediada son enormes. Recordemos que, antes de la guerra, Rusia era considerada una gran potencia militar, que la mayoría de los estadounidenses veía como una amenaza crítica (y cuyo ejército no despierto algunos republicanos exaltaban). Ahora esa potencia se ha visto humillada.

El inesperado éxito de la resistencia ucraniana a la agresión rusa también ha puesto sobre aviso a otros regímenes autocráticos que podrían haberse visto tentados a emprender guerras de conquista de que las democracias no son tan fáciles de invadir. No es por exagerar, pero los fracasos de Rusia en Ucrania seguramente han reducido las posibilidades de que China invada Taiwán.

Por último, lo que incluso los republicanos solían llamar el mundo libre se ha visto claramente reforzado. La OTAN ha estado a la altura de las circunstancias, confundiendo a los cínicos, y está sumando miembros. Las armas occidentales han demostrado su eficacia.

Estos son grandes beneficios para unos gastos que son una pequeña fracción de lo que gastamos en Irak Afganistán, y no olvidemos que los ucranianos están luchando y muriendo. ¿Por qué, entonces, los políticos de MAGA quieren aislar a Ucrania?

La respuesta es, por desgracia, obvia. Digan lo que digan los republicanos de línea dura, quieren que gane Putin. Consideran que la crueldad y la represión del régimen de Putin son características admirables que Estados Unidos debería emular. Apoyan a un aspirante a dictador en casa y simpatizan con dictadores reales en el extranjero.

Así que no prestes atención a todas esas quejas sobre cuánto estamos gastando en Ucrania. No están justificadas por el coste real de la ayuda, y a la gente que dice estar preocupada por el coste no le importa realmente el dinero. Lo que son, básicamente, es enemigos de la democracia, tanto en el extranjero como en casa.

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La población de China se redujo. ¿Por qué es un problema?

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La población china disminuyó el año pasado por primera vez desde las muertes masivas asociadas con la desastrosa campaña del Gran Salto Adelante de Mao Zedong en la década de 1960. O tal vez sería más preciso decir que China ha anunciado que su población disminuyó. Muchos observadores están escépticos frente a los datos chinos. He estado en conferencias en las que, cuando China divulga, por ejemplo, nuevos datos sobre crecimiento económico, mucha gente no responde preguntando “¿Por qué el crecimiento fue del 7,3 por ciento?”, sino más bien: “¿Por qué el gobierno chino quiso decir que fue del 7,3 por ciento?”.

En todo caso, queda claro que la población de China está o pronto estará en su punto máximo; lo más probable es que la población lleve varios años en picada. Sin embargo, ¿por qué considerarlo un problema? Después de todo, en las décadas de 1960 y 1970, a mucha gente le preocupaba que el mundo se enfrentara a una crisis de sobrepoblación y China era uno de los mayores orígenes de esa presión. Además, el propio gobierno chino intentó limitar el crecimiento de la población con su famosa política del hijo único.

Entonces, ¿por qué el descenso de la población no es una buena noticia, un indicio de que en China y en el mundo en general habrá menos personas exigiendo los recursos de un planeta finito?

La respuesta es que el declive de la población crea dos grandes problemas para la gestión económica. Estos problemas no son irresolubles, pues hay claridad intelectual y voluntad política. Pero ¿China estará a la altura del desafío? Eso no está nada claro.

El primer problema es que una población que disminuye también es una población que envejece y en todas las sociedades que conozco dependemos de los jóvenes para mantener a las personas mayores. En Estados Unidos, los tres grandes programas sociales son la seguridad social, Medicare y Medicaid; los dos primeros están dirigidos explícitamente a las personas de la tercera edad e incluso el tercero gasta la mayoría de su dinero en los estadounidenses mayores y las personas con discapacidad.

En cada uno de los casos, el financiamiento de estos programas a final de cuentas depende de los impuestos que pagan los adultos en edad de trabajar y la preocupación por el futuro fiscal a largo plazo de Estados Unidos se debe en su mayor parte al aumento en la tasa de dependencia de la tercera edad, es decir al aumento de la proporción de adultos mayores con respecto a los que están en edad de trabajar.

La red de seguridad social de China está relativamente poco desarrollada en comparación con la de Estados Unidos, pero aun así los chinos de la tercera edad dependen de la ayuda del gobierno, en especial de la pensión estatal. Además, en China, la tasa de dependencia de la tercera edad se está disparando. Esto significa que China tendrá que depositar mucha carga económica en sus mayores, aumentarles los impuestos de manera dramática a los ciudadanos más jóvenes o ambas cosas.

El otro problema es más sutil, pero también es grave. Para mantener el empleo pleno, una sociedad debe tener un gasto total que sirva para mantener la capacidad productiva de la economía. Podría pensarse que la disminución de la población, lo cual reduce la capacidad, facilitaría esta tarea. Sin embargo, la caída de la población —en especial de la población en edad de trabajar— tiende a reducir algunos tipos importantes de gasto, en particular el gasto en inversión. Después de todo, si disminuye la cantidad de trabajadores, hay menos necesidad de construir fábricas, edificios de oficinas, etcétera; si el número de familias disminuye, no hay mucha necesidad de construir viviendas.

El resultado es que una sociedad en la que hay un declive en la población en edad de trabajar —y en la que todo lo demás se mantiene igual— tiende a experimentar una debilidad económica persistente. Japón es un buen ejemplo. Su población en edad de trabajar alcanzó su punto máximo a mediados de la década de 1990 y, desde entonces, el país ha tenido dificultades con la deflación, a pesar de haber vivido décadas con tasas de interés extremadamente bajas. Hace no tanto tiempo, otros países ricos con demografías que empezaron a parecerse a la de Japón comenzaron a enfrentar problemas similares, aunque estos problemas han quedado al margen —yo diría que de manera temporal— a causa del estallido de la inflación que ocasionaron las respuestas políticas contra la COVID-19.

Para ser justos con los japoneses, se puede decir que han manejado bastante bien el problema del descenso de la población, pues han evitado el desempleo masivo en parte apuntalando su economía con un gasto deficitario. Esto ha producido altos niveles de deuda pública, pero no ha habido ningún indicio de que los inversionistas estén perdiendo la fe en la solvencia japonesa.

Sin embargo, ¿China —con una población en edad de trabajar que ha estado en picada desde 2015— podrá gestionar las cosas igual de bien? Hay buenas razones para ser escépticos.

Desde hace mucho tiempo, China ha tenido una economía muy desequilibrada. Por razones que admito no comprender del todo, los formuladores de políticas han sido reacios a permitir que todos los beneficios del crecimiento económico pasado lleguen a los hogares, lo cual ha provocado una demanda de consumo relativamente baja.

En cambio, China ha sostenido su economía con tasas de inversión muy altas, muy superiores incluso a las que prevalecieron en Japón en la parte más alta de su infame burbuja de finales de la década de 1980. Invertir en el futuro suele ser bueno, pero cuando una inversión muy alta choca con una población en declive, es inevitable que una gran parte de esa inversión produzca rendimientos decrecientes.

De hecho, en este momento la economía de China parece depender de un sector inmobiliario increíblemente inflado, lo cual sin duda luce como una crisis financiera en ciernes.

Sería ingenuo suponer que China no puede hacerles frente a sus problemas demográficos. Después de todo, si consideramos el largo plazo, China ha sido una historia de éxito increíble, pues se transformó de una nación pobre y en desarrollo a una superpotencia económica en tan solo unas décadas.

Por otro lado, tengo la edad para recordar cuando todos los libros de negocios parecían presentar un guerrero samurái en la portada y prometían enseñar los secretos de gestión que estaban convirtiendo a Japón en el líder económico mundial.

El asunto es que para las economías, al igual que para los fondos de inversión, el rendimiento pasado no es ninguna garantía de resultados futuros. No sabemos hasta qué punto los retos demográficos de China la harán tropezarse, pero hay buenas razones para estar preocupados. He oído a pesimistas que describen la situación de China como si fuera similar a la del Japón posterior al auge, sin el mismo alto nivel de cohesión social que les permitió amortiguar la caída al gobierno y a la sociedad.

Ah, además, China es una superpotencia con un líder autoritario que parece errático. No creo que sea alarmista preocuparse de cómo reaccionará el país si le va mal a su economía.

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Elon Musk y el peligroso poder de los multimillonarios inseguros

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Elon Musk no cree que los visionarios como él deban pagar impuestos como lo hace una persona común. Después de todo, ¿por qué entregar su dinero a burócratas aburridos? En Estados Unidos, solo lo despilfarrarán en planes insignificantes como… rescatar a su empresa, Tesla, en un momento crucial de su desarrollo. Musk tiene la vista puesta en cosas más importantes, como llevar a la humanidad a Marte para “preservar la luz de la conciencia”.

Verán, los multimillonarios tienden a estar rodeados de gente que les dice lo maravillosos que son y nunca, jamás, sugerirían que están haciendo el ridículo.

Pero no te atrevas a burlarte de Musk. El dinero de los multimillonarios les da mucha influencia política, la suficiente para que, en este país, logren bloquear los planes del Partido Demócrata de financiar un muy necesario gasto social con un impuesto que solo afectaría a unos cuantos cientos de personas en una nación de más de 300 millones. Ahora imagina lo que podrían hacer si creen que la gente se ríe de ellos.

De cualquier modo, la decidida y hasta ahora exitosa oposición de los estadounidenses increíblemente ricos a cualquier esfuerzo por gravarlos como personas normales plantea un par de preguntas. La primera: ¿hay algo de cierto en su insistencia en que cobrarles impuestos privaría a la sociedad de sus contribuciones únicas? La segunda: ¿por qué las personas que tienen más dinero del que cualquiera puede realmente disfrutar están tan decididas a quedarse con cada centavo?

En cuanto a la primera pregunta, la derecha siempre ha argumentado que gravar a los multimillonarios los disuadirá de hacer todas las cosas maravillosas que hacen. Por ejemplo, Mitt Romney ha sugerido que gravar las ganancias de capital hará que los ultrarricos dejen de crear puestos de trabajo y en su lugar compren ranchos y cuadros.

¿Hay, sin embargo, alguna razón para creer que los impuestos harán que los ricos se vuelvan como John Galt y nos priven de su genialidad?

Para los no iniciados, “volverse como John Galt” es una referencia a la novela La rebelión de Atlas de Ayn Rand, en la que los impuestos y la regulación motivan a los generadores de riqueza a retirarse a una fortaleza oculta, lo cual provoca el colapso económico y social. Resulta que la obra magna de Rand se publicó en 1957, durante la larga secuela del Nuevo Acuerdo, cuando el Partido Republicano y el Demócrata aceptaban la necesidad de una tributación muy progresiva, una fuerte política antimonopolio y un poderoso movimiento sindical. Por lo tanto, el libro puede verse en parte como un comentario sobre el Estados Unidos de Harry Truman y Dwight Eisenhower, una época en la que los impuestos a la actividad empresarial eran más del doble de lo que son ahora y la tasa impositiva máxima de las personas era del 91 por ciento.

Entonces, ¿los miembros productivos de la sociedad se pusieron en huelga y paralizaron la economía? No. De hecho, los años de la posguerra fueron una época de prosperidad sin precedentes; los ingresos familiares, ajustados a la inflación, se duplicaron en el transcurso de una generación.

Y en caso de que se lo pregunten, los ricos no consiguieron esquivar todos los impuestos que se les imponían. Como documentó un fascinante artículo de Fortune de 1955, el estatus de los ejecutivos de las empresas había decaído bastante comparado con el de antes de la guerra. Pero, de algún modo, siguieron haciendo su trabajo.

Así que los superricos no se pondrán en huelga si se les obliga a pagar algunos impuestos. ¿Pero por qué les preocupan tanto?

No es que tener que prescindir, digamos, de 40.000 millones de dólares tenga un impacto visible en la capacidad de un Elon Musk o un Jeff Bezos para disfrutar de los placeres de la vida. Es cierto que muchas personas muy ricas parecen considerar que ganar dinero es un juego, en el que el objetivo es superar a sus rivales; pero la clasificación en ese juego no se vería afectada por un impuesto que todos los jugadores tuvieran que pagar.

Lo que sospecho, aunque no puedo probarlo, es que lo que en realidad mueve a alguien como Musk es un ego inseguro. Quiere que el mundo reconozca su grandeza inigualable; hacer que pague impuestos como un “tipo acartonado de Wall Street que gana 400.000 dólares al año” (mi frase favorita de la película Wall Street) sugeriría que no es un tesoro único, que tal vez no se merece todo lo que tiene.

No sé cuántos recuerdan la “ira contra Obama”, la furiosa reacción de Wall Street contra el entonces presidente Barack Obama. Si bien fue en parte una respuesta a los cambios reales en la política fiscal y regulatoria —en efecto, Obama les aumentó bastante los impuestos a los que más ganaban—, lo que hizo enfurecer a los financieros fue su sensación de haber sido insultados. Porque ¡incluso llamó a algunos de ellos peces gordos!

¿Acaso los muy ricos son más mezquinos que el resto de nosotros? En promedio, tal vez sí; después de todo, pueden permitírselo y los cortesanos y aduladores atraídos por las grandes fortunas sin duda facilitan que alguien pierda el piso.

Pero lo importante es que la mezquindad de los multimillonarios viene acompañada de un gran poder. Y el resultado es que todos nosotros acabamos pagando un precio muy alto por su inseguridad.

Paul Krugman ha sido columnista de Opinión desde 2000 y también es profesor distinguido en el Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de New York. Ganó el Premio Nobel de Ciencias Económicas en 2008 por su trabajo sobre comercio internacional y geografía económica. @PaulKrugman

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Los errores que condujeron a la crisis argentina, según Paul Krugman

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Paul Krugman, premio Nobel de economía y uno de los economistas que ha seguido de cerca a la Argentina desde Estados Unidos, dijo que el gobierno de Mauricio Macri cometió errores similares a los que hubo entre 1998 y la debacle de 2001, y criticó el rol del Fondo Monetario Internacional (FMI) en la actual crisis económica.

Macri debió debió devaluar y recortar el déficit fiscal más rápido el lugar de emitir deuda, pero “no pudo o no quiso”, indicó Krugman en un hilo en Twitter.

“Lo que es sorprendente para aquellos de nosotros que hemos pasado mucho tiempo en estas crisis es que esto es increíblemente cercano al guión de 1998-2001; sin ley de convertibilidad, pero aún errores de política similares, y una habilitación similar de esos errores por parte del FMI”, escribió Kurgman.

Krugman consideró que la respuesta “de libro de texto” para resolver el problema de los déficits gemelos que heredó Macri del gobierno de Cristina Kirchner -déficit comercial y déficit fiscal- es una “consolidación fiscal más la depreciación de la moneda”, de modo que una mejora en las exportaciones permita compensar la caída de la demanda interna.

“Pero Macri no pudo o no quiso morder la bala, no estaba dispuesto a soportar el rechazo de los grandes recortes presupuestarios”, señaló el economista. “Y tampoco a permitir una rápida depreciación del peso, tanto por el impacto inflacionario en un país con historial de inflación, como por la deuda en dólares. En cambio, recurrió a más préstamos extranjeros”, explicó Krugman.

Durante los primeros años de su gestión, el gobierno de Macri recurrió al “gradualismo” para cerrar el déficit y corregir los desequilibrios que heredó del gobierno de Cristina Kirchner, para lo cual se recostó en el financiamiento externo, primero de los mercados, y luego del Fondo Monetario Internacional (FMI). El Gobierno justificó esa estrategia en la falta de respaldo político para hacer el ajuste más rápido. Krugman indicó que Macri pudo aprovechar una “luna de miel” con los mercados.

“Pero al final todo lo que hizo fue cavar un pozo más profundo, con un gran aumento de la deuda externa y desacreditando a los reformadores neoliberales”, apuntó.

Krugman cerró su hilo con una crítica a Lagarde, que se encamina a dirigir el Banco Central Europeo (BCE): “Esto me hace preocuparme más por Lagarde en el BCE. Todos los involucrados realmente, realmente deberían haber sabido mejor”, señaló.

Krugman ha mostrado un cercano interés por la economía argentina, y ha escrito en reiteradas oportunidades durante los últimos años sobre el país desde su columna en The New York Times. Krugman obtuvo el premio Nobel de economía en 2008. En Estados Unidos es considerado un economista progresista, o “liberal”, en el sentido estadounidense de la palabra. Es un crítico acérrimo del presidente Donald Trump. Dio clases en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, según sus siglas en inglés) y en la Universidad Princeton.

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