Marek Chmielarski escalando en las Tatra. Chmielarski es parte del equipo que intentará ascender el K2 el próximo invierno. Se gana la vida pintando plataformas petroleras. Credit Max Whittaker para The New York Times

Marek Chmielarski escalando en las Tatra. Chmielarski es parte del equipo que intentará ascender el K2 el próximo invierno. Se gana la vida pintando plataformas petroleras. Credit Max Whittaker para The New York Times

Escalar la montaña más letal del mundo, en pleno invierno

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New York Times. La montaña se alza reluciente desde una base de glaciares en el extremo más lejano de la cordillera del Karakórum. Con forma de pirámide y una conexión solemne con la eternidad, el K2 queda solamente detrás del Everest en altura… pero es más mortífero. Sus muros son vertiginosos por donde se les quiera ver.

Solo los más experimentados han intentado escalarlo, y por cada cuatro que llegan a rastras hasta su cumbre, muere uno.

Hay catorce montañas en la Tierra que superan los 8000 metros de altura; los montañistas han alcanzado la cima de 13 de ellos durante el invierno. El K2 es la excepción prohibida. Diez polacos esperan poder escalar hasta su cumbre en la próxima temporada y hacer historia.

Estos hombres tendrán la nieve hasta las rodillas en su camino hasta el campamento base que se encuentra a 5683 metros. Desde las cascadas de hielo que rodean las pendientes prácticamente verticales del K2 caen trozos del tamaño de un automóvil. Los vientos en la cima alcanzan la fuerza de un huracán y las temperaturas pueden alcanzar -26 grados centígrados.

Los escaladores podrían quedarse hasta dos meses en sus tiendas de campaña, con la esperanza de que se suavicen los vendavales por unos días. No hay margen de error: el K2 asesina de forma rutinaria a quienes quedan atrapados en sus laderas.

Quizá el distintivo de los escaladores polacos, cuya historia y cultura les han otorgado la reputación de ser los mejores escaladores del Himalaya durante el invierno, es que son prisioneros de sus sueños.

Janusz Golab es un escalador de largas extremidades cuyo pelo rizado va de aquí para allá cual aureola. Tiene 49 años, una edad que aún lo posiciona en la plenitud para ser un gran escalador, y será uno de los diez que intentarán llegar a la cima del K2 el próximo invierno. Conversamos mientras se encontraba en el ático oscuro de una cabaña ubicada en el valle de Morskie Oko en Polonia, y anudaba una cuerda morada como preparación para un ascenso de entrenamiento bajo cero en las montañas Tatra.

Escalar el K2 en invierno no es una locura cualquiera para Golab. Tiene hijos y una novia; parece estar lleno de amor por la vida. Pero resulta que disfruta los retos mortales que le plantea su existencia. Ha escalado en la Antártica, Groenlandia y el Himalaya. “El invierno es la mejor estación”, dice y se encoge de hombros. “Es más desafiante. Por supuesto que es la mejor época”.

Hay tanto que decir sobre este ascenso a la cima más hostil del planeta: una montaña de 8611 metros de altura que se encuentra en la cordillera del Karakórum, en la frontera de Pakistán y China. Hay desafíos técnicos, estratégicos y la labor de escoger un equipo de escaladores de grandes alturas. Durante meses, estos hombres vivirán y trabajarán en las peores condiciones posibles. Cada uno sabe que podría no regresar.

Cuatro escaladores harán el último tramo a la cima sin oxígeno. Todos han perdido a compañeros en ascensos.

Una historia a lo alto

Hay que tomar en cuenta la historia que recae sobre los polacos: después de la Segunda Guerra Mundial y sus masacres, los comunistas impusieron un régimen controlador. Las montañas ofrecían liberarse de todo eso.

Los polacos con ese anhelo acudían en parvadas a los picos oscuros y dentados de las montañas Tatra, las cuales se alzan en la frontera sur de Polonia con Eslovaquia. Hombres y mujeres escalaban sus muros de granito en el calor veraniego y en pleno invierno.

Los clubes de escaladores de Polonia comenzaron a estar repletos de miembros. El más famoso estaba en Katowice, un pueblo acerero ubicado a unas horas en auto de las Tatra.

El escudo de armas del club de Katowice tiene un águila y una piqueta para hielo. Todas las noches había varios escaladores que hablaban de las montañas, de la vida, de más montañas; cantaban y bebían vodka. Para ser admitido en esa época, un escalador joven tenía que demostrar su destreza técnica, dormir en una saliente conocida como vivaque, aprobar exámenes escritos y dominar la historia, el arte y la literatura del montañismo.

 

 

Krzysztof Wielicki, de 67 años y uno de los mejores escaladores del Himalaya, guiará el ascenso al K2. Credit Max Whittaker para The New York Times
Krzysztof Wielicki, de 67 años y uno de los mejores escaladores del Himalaya, guiará el ascenso al K2. Credit Max Whittaker para The New York Times

 

Krzysztof Wielicki, un escalador de ojos azules que a sus 67 años es uno de los mejores alpinistas del Himalaya, será el guía de la expedición al K2. Es ágil, vivaz; ha escalado tres picos del Himalaya en invierno, entre ellos el Everest.

Le brillan los ojos ante una pregunta sobre su espíritu juvenil. “Escalamos aquí, allá y acullá”, recuerda. “Y si eras bueno, decían: ‘Bien, pasaste el verano en las Tatra. Ahora debes pasar el invierno’”.

Cuando los escaladores polacos de ese entonces obtuvieron el permiso para escalar los picos de Europa Occidental, descubrieron otro problema: era aterradoramente caro.

Una noche de enero, mientras estaba en el pueblo, fui a la casa de Janusz Majer, un hombre fornido de 70 años que está trabajando para obtener los 335.000 dólares de financiamiento gubernamental y privado que se necesitan para asegurar el asalto al K2. Nos acompañó su amigo y también escalador, Wojciech Dzik.

Con salami, queso y una gran cantidad de vino, hablamos de sus aventuras de montañismo. En la década de 1970, después de escalar en las Dolomitas, vieron un letrero que anunciaba capuchinos. Dzik, quien es matemático, hizo la conversión a su moneda. “¡Era la décima parte de mi salario!”, relata. “Después de eso, vivimos como Jesús, solo con pan y vino”.

Los polacos entonces recurrieron a las montañas de Asia, donde el desafío técnico era de una magnitud mayor pero los costos eran menores. Para juntar el dinero entraban a las oficinas de las fábricas en Katowice, señalaban a lo alto hacia las chimeneas industriales y ofrecían pintarlas a mitad de precio. Los gerentes de las fábricas hacían una mueca y les decían que un andamio costaba más de lo que cobraban. Entonces los escaladores respondían que lo harían al estilo alpino. En breve había ingenieros, matemáticos y electricistas haciendo rapel de sol a sol por las chimeneas.

Después se subían a camionetas viejas, todos a lo Jack Kerouac, y se iban al Hindú Kush. No llevaban equipo sofisticado, patrocinios o publicidad, solo el afán de liberarse de las restricciones de vida en Polonia. “En aquel entonces, no había problema si dejabas tu trabajo”, comenta Wielicki. “Apenas ganábamos 50 dólares al mes, así que les decíamos adiós”.

Para cuando los polacos llegaron en grandes cantidades a Asia, los escaladores de otras naciones ya habían coronado todos los picos de 8000 metros. Los polacos decidieron buscar la fama al estilo Tatra y escalaron los picos en invierno o por rutas nuevas y riesgosas.

La audacia de sus ascensos se volvió legendaria. De sus filas salió la primera mujer en alcanzar la cima del K2, Wanda Rutkiewicz, y el primer hombre en escalar tres picos gigantes en invierno, Jerzy Kukuczka. Este y un compañero escalaron el K2 en verano por una ruta tan peligrosa, incluso suicida —pasaba debajo de crestas inestables de hielo—, que nadie lo ha vuelto a intentar. Hasta el día de hoy, se le conoce como la “Línea polaca”.

En la década de 1980, Ryszard Pawlowski, un reconocido escalador polaco, solía ganar dinero pintando chimeneas para irse a sus expediciones.
En la década de 1980, Ryszard Pawlowski, un reconocido escalador polaco, solía ganar dinero pintando chimeneas para irse a sus expediciones.

Algunos escaladores eran artistas que se especializaban en ascensos libres, usando la menor cantidad de equipo posible. Otros eran genios expedicionarios que planeaban los ascensos como asaltos militares. Los periódicos polacos hacían crónicas de estos sucesos como los periódicos estadounidenses lo hacen con el béisbol.

Estar con los alpinistas polacos, viejos y jóvenes, permite escuchar historias de camellos que cargan provisiones, del coqueteo con fascinantes mujeres locales y de los negocios que hicieron con mecánicos que usan turbantes para poder sacarle más kilómetros a las camionetas destartaladas. Recuerdan comer bolas de masa hervida en Silesia, tomar vodka en los campamentos base, los vivaques a 6700 metros, los cerebros congelados y las alucinaciones (no utilizan oxígeno cuando ascienden). Siempre había otras visiones del mundo.

“Cuando estás allá arriba, de noche, puedes escuchar cómo paren los glaciares: bum, bum, bum. Dios mío”, recuerda Dzik, el matemático canoso. “Yo era solamente un pobre académico aburrido en Polonia. Era como ir al cielo”.

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Otro visitante que los ha acompañado es la muerte. La tasa de mortalidad de los grandes escaladores es aterradora. Muchos se quedaron atrapados en tempestades turbulentas; murieron del mal de altura; se resbalaron y cayeron en el abismo. No hay una rama de logro atlético en la que la muerte cabalgue en tus hombros de manera tan insistente.

Habría que preguntarse si estos hombres tienen un romance con dos amantes: la vida y la muerte.

 

De izquierda a derecha, Marek Chmielarski, Wilku Wilczynski, Martin Koziol, Pearl Mazur y Janusz Golab, en la cabaña Morski Oko junto a las Tatra. Credit Max Whittaker para The New York Times
De izquierda a derecha, Marek Chmielarski, Wilku Wilczynski, Martin Koziol, Pearl Mazur y Janusz Golab, en la cabaña Morski Oko junto a las Tatra. Credit Max Whittaker para The New York Times

 

Wielicki, el líder de la próxima expedición, era famoso por sus ascensos en solitario de los picos del Himalaya. Su resistencia no tenía igual (para el ascenso al k2 se quedará en el campamento base, como deben hacer los líderes de las expediciones). Le pregunté si lo seducía la muerte y negó con la cabeza. Siempre ha querido vivir, incluso cuando tuvo que enfrentarse al filo de un cuchillo. Mencionó un axioma del alpinismo: un escalador joven corre más peligro, porque no sabe lo suficiente como para preocuparse. Agregó otro: un escalador viejo no debe confiarse demasiado porque domina la técnica, que puede ser un escudo frágil.

“Se necesita suerte”, dice. “Cualquiera puede cometer un error”.

Antes de ascender cuesta conciliar el sueño: un escalador se aferra a un muro que se derrumba, otro ve a un amigo que le pasa al lado mientras cae. Hay otro que siente que hay criaturas que le jalan los pies.

Ya en la montaña, los escaladores se refugian en una concentración tan pura como la del repose de un monje. La vida se convierte en detalles: meter y sacar la cuerda de los mosquetones; asegurar los crampones de las botas y buscar puntos de apoyo. Se escucha un golpe de la piqueta para hielo, después otro y otro más. Escalan rompecabezas de 8000 metros. A veces los escaladores pasan uno o dos días sin comer; en ocasiones es porque no se dan cuenta de que no lo hicieron.

Kacper Tekieli instala el rapel en las Tatra. “Quiero seguir encontrando caminos hermosos en las montañas”, dice, pero “no estoy seguro si necesito ir al K2 en invierno”. Credit Max Whittaker para The New York Times
Kacper Tekieli instala el rapel en las Tatra. “Quiero seguir encontrando caminos hermosos en las montañas”, dice, pero “no estoy seguro si necesito ir al K2 en invierno”. Credit Max Whittaker para The New York Times
Marek Chmielarski escalando en las Tatra. Chmielarski es parte del equipo que intentará ascender el K2 el próximo invierno. Se gana la vida pintando plataformas petroleras. Credit Max Whittaker para The New York Times
Marek Chmielarski escalando en las Tatra. Chmielarski es parte del equipo que intentará ascender el K2 el próximo invierno. Se gana la vida pintando plataformas petroleras. Credit Max Whittaker para The New York Times

 

Kacper Tekieli tiene rizos oscuros y una sonrisa traviesa; es un licenciado en filosofía de 32 años con una gran pasión por la literatura sobre montañismo. Habla de la particular concentración que se necesita para alcanzar la cima de un pico del Himalaya en las fauces del invierno. El universo se encoge un par de metros. “Hay algo místico. Lo importante no es la montaña; ella está inerte. Eres tú. Es lo que descubres de ti mismo en todas esas horas de concentración”.

Sangre, sudor y estrategia

Es una tarde de enero, y seis escaladores del K2 están reunidos en un gimnasio de Varsovia bajo la mirada de Karol Hennig, un entrenador que trabaja con institutos estatales de salud. La edad de los escaladores va desde los treinta y tantos hasta los 63, y la mayoría tiene una musculatura modesta. Llenan mochilas con barras de hierro y se suben a las escaladoras. Se torturan haciendo levantamientos y dominadas en barras.

Retienen un tercio más de oxígeno que un adulto con buena condición. Después del ejercicio, su ritmo cardiaco regresa a la normalidad con la misma facilidad de un elevador que desciende de un piso a otro.

Piotr Tomala trabaja duro en una escaladora mientras carga una mochila con peso. Se espera que sea parte del ascenso al K2. Credit Max Whittaker para The New York Times
Piotr Tomala trabaja duro en una escaladora mientras carga una mochila con peso. Se espera que sea parte del ascenso al K2. Credit Max Whittaker para The New York Times

Marek Chmielarski, de 40 años, estará en el equipo del K2. Trabaja en plataformas petroleras desde el mar del Norte hasta Azerbaiyán. Le da risa cuando se le menciona la capacidad que tienen para retener el oxígeno: “Y eso que Janusz tiene de las calificaciones más bajas. Ha llegado a la cima del K2 y es el mejor escalador de Polonia”.

Los escaladores también monitorean los niveles de vitamina D y de hierro, los cuales les ayudan a prevenir la hipoxia hipobárica, el proceso mediante el cual la baja cantidad de aire priva al cuerpo del reabastecimiento de oxígeno.

Nadie sabe realmente cómo reaccionará un cuerpo en la cima del mundo. En el campamento base del K2, el aire tiene la mitad del oxígeno que al nivel del mar. A 7900 metros, los escaladores entran a la “zona de la muerte”: es muy complicado respirar y el corazón se esfuerza para bombear la sangre. Cuando los escaladores lleguen a la cima, su respiración será un jadeo veloz y superficial. Vomitarán, sufrirán de deshidratación y comenzarán a alucinar.

Lukasz Debowska practica en el club de escaladores de Katowice, el más famoso de Polonia. Credit Max Whittaker para The New York Times
Lukasz Debowska practica en el club de escaladores de Katowice, el más famoso de Polonia. Credit Max Whittaker para The New York Times

Wielicki, el líder de la próxima expedición, recordó una noche en la que alcanzó algo más allá del agotamiento durante un ascenso que hizo solo al Himalaya. Se acurrucó en una diminuta tienda de campaña e hizo té para dos: él y su acompañante, cuya presencia no fue menos intensa por ser imaginaria. “Lo sentí ahí”, dice. “Y, claro, no lo estaba”.

El K2 es un solitario ubicado al norte; se encuentra a casi 1300 kilómetros al noroeste de los grandes picos del Himalaya en Nepal y está expuesto a vientos que resoplan desde el círculo polar ártico. En febrero, sus paredes son frías y el viento las golpea más que las del Everest.

Todo lo anterior vuelve primordial tener la estrategia apropiada para escalar. El estilo de montañismo preferido en la actualidad es el alpino, es decir, ir solo o con un compañero, y sin cuerdas fijas. Se premia a las rutas audaces o a la velocidad del ascenso.

En febrero, nada de esto funcionará en el K2.

Los polacos desarrollaron una maestría para el estilo de expedición preferido hace medio siglo. Se requiere de una disposición especial para minimizar al ego como parte del colectivo. Si es un equipo de diez escaladores, seis tendrán la función de abejas obreras: colocarán pitones, cuerdas y tiendas de campaña en los campamentos que se encuentran en lo alto de la montaña.

Estos hombres escalarán riscos de granito a 7620 metros, aunque el K2 amenace con provocar una lluvia de avalanchas. El equipo de la cima jalará esas cuerdas y dormirá en esas tiendas. Cuando estén a 900 metros de la cima, seguirán adelante sin oxígeno.

La manera de prepararse enciende el debate.

Adam Bielecki es un hombre alto de rastas con un entusiasmo infantil, tiene 33 años, está casado con un niño y tiene otro bebé en camino; comenzó a escalar cuando era adolescente. Desborda ambición y le irrita la vieja escuela. Bielecki prefiere enviar a los escaladores de la cima a Chile, donde es verano cuando en el hemisferio norte es invierno, a que escalen un pico andino de 6700 metros. Que se queden ahí hasta que los cuerpos se ajusten a los niveles bajos de aire y vuelen a Paquistán para llegar rápido al campamento base.

“Lo único que necesitamos son tres días de buen clima y llegaremos a la cima del K2”, afirma. “Puede ser una revolución en el montañismo de grandes alturas”.

Bielecki intentó esa estrategia durante un ascenso invernal al Nanga Parbat, una montaña de 8125 metros que se encuentra en Paquistán y se le conoce por un sobrenombre que se explica solo: “Montaña asesina”. Los escaladores llegaron aclimatados, pero descendió un frente tormentoso y no se fue.

La generación más joven de escaladores cree que la estrategia de Bielecki es una buena apuesta. Cuando le pregunté a Wielicki, se nota que la vieja leyenda no está convencida. “Se necesita tener una gran cantidad de suerte para ir desde Sudamérica y encontrar el clima de tu agrado”, dice Wielicki. Sonríe ligeramente. “No es posible depender de una gran cantidad de suerte”.

Escaladores polacos, incluido Artur Hajzer, en el Nanga Parbat durante una expedición invernal entre los años 2006 y 2007. Ese pico del Himalaya está entre los más altos del mundo y lo llaman la “Montaña asesina”. Credit Artur Hajzer, vía Janusz Majer
Escaladores polacos, incluido Artur Hajzer, en el Nanga Parbat durante una expedición invernal entre los años 2006 y 2007. Ese pico del Himalaya está entre los más altos del mundo y lo llaman la “Montaña asesina”. Credit Artur Hajzer, vía Janusz Majer

 

La muerte y la nueva generación

Las expediciones polacas al Himalaya prácticamente terminaron en 1989. Su mejor escalador, Jerzy Kukuczka, murió en una caída, y una avalancha en el Everest se llevó a otros cinco reconocidos alpinistas polacos.

El gobierno comunista colapsó. Mientras se reconstruía aquella nación herida, comenzó una época de empresarios. La vida de alpinistas vagabundos parecía frívola.

Artur Hajzer fue de los que se retiraron de manera prematura. Hajzer fue compañero del famoso Kukuczka. Después de que murió su amigo, no pudo enfrentarse a más montañas. Abrió una cadena de tiendas de alpinismo y para los amantes de los deportes al aire libre.

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Pero surgió la inquietud; anhelaba el Himalaya. Creó, junto con Wielicki, un manifiesto: los alipinistas polacos que son “jóvenes, iracundos y ambiciosos” deben acoger el “sufrimiento positivo” y volver a escalar el Himalaya en invierno.

Ofrecieron entrenamiento tradicional: invierno en las Tatra, después en los Alpes y luego en el Himalaya. Su obsesión era muy polaca: conquistar el K2.

A la izquierda, Janusz Majer con Jerzy Dudala en las Tatra en la década de 1970. Escalar se volvió popular en Polonia durante la Guerra Fría como un modo de escape, al menos temporal, del control del régimen político. Credit Jacek Wiltosinski, vía Janusz Maje
A la izquierda, Janusz Majer con Jerzy Dudala en las Tatra en la década de 1970. Escalar se volvió popular en Polonia durante la Guerra Fría como un modo de escape, al menos temporal, del control del régimen político. Credit Jacek Wiltosinski, vía Janusz Maje

 

Bielecki, el hombre de rastas de 33 años, buscó a Hajzer y lo convenció de que fungiera como su mentor. “Se enojaba muy rápido. Nunca se disculpaba, pero era justo”, confiesa Bielecki de su maestro. “Éramos huérfanos generacionales y él nos presentó el alpinismo en el Himalaya”.

Surgieron las tensiones generacionales. Los escaladores más jóvenes habían entrenado menos y alcanzaron la mayoría de edad en una época donde los logros individuales tenían mayor primacía. Cuando los discípulos volvían de una incursión en el Himalaya con heridas provocadas por el frío, los escaladores veteranos se burlaban del grupo de “jardín de niños”.

El éxito llegó a paso trepidante, pero también la tristeza. En el invierno de 2013, Bielecki y otros tres escaladores se dispusieron a ascender el Broad Peak, o K3, de 8051 metros. Dos quedaron exhaustos cerca de la cima y Bielecki se percató de que caería la noche y que se avecinaba un frío aplastante; dijo que tal vez debían regresar. Los demás no estuvieron de acuerdo. Bielecki y su compañero lograron regresar a sus tiendas, con heridas graves por el frío. La otra pareja no lo logró.

“Cuando estás en la cima de una montaña en invierno en el Karakórum, no hay palabras para tu estado mental”, explica Bielecki. “Estás más allá de lo que la gente llama fatiga”.

Era una decisión mortal quedarse a esperar a que llegaran los otros a una altura de 7620 metros y una temperatura de -31 grados centígrados. Se forma hielo en las fosas nasales y las gafas. El agua y el gel energético se congelan. Las manos, los pies y los brazos se entumecen. Se forma una tumba a tu alrededor. Aún así, un comité de montañismo polaco acometió a Bielecki por haber violado la hermandad de las cuerdas al dejar atrás a sus compañeros.

Las muertes en la montaña son como fichas de dominó: una sigue a la otra. Poco tiempo después, Hajzer voló al Himalaya para intentar encontrar la paz escalando. Una tormenta se enrolló como serpiente alrededor de la montaña. El veterano perdió de vista a su compañero más joven y descendió rápido para buscarlo. Perdió el equilibrio y cayó hacia su muerte. Tenía 51 años. Su cuerpo sigue estando en alguna grieta del Himalaya.

“Fue la última lección de Artur”, dijo un escalador en su funeral, el cual tuvo lugar en 2013 en la gran catedral de Katowice. “La gente muere en las montañas, hasta los mejores”.

Wielicki es el maestro que queda. Debe escoger entre sus hijos escaladores y es implacable. Para la cima debe elegir a los mejores de entre los mejores.

Está Golab, y otra opción lógica es Bielecki, quien tiene una resistencia fuera de este mundo cuando está cerca de la cima. Sin embargo, su hambre de fama es una hoguera, y eso le preocupa al viejo. Wielicki defendió al escalador joven después de las muertes en el Broad Peak, pero es claro que tiene dudas.

“Es un escalador muy bueno, pero ha escalado para él mismo”, asegura el veterano. “Tal vez sería un poco extraño que esté en nuestro equipo porque todos debemos trabajar juntos”.

Si se acerca una tormenta o si desciende la oscuridad, los escaladores deben volver, aunque la legendaria cima esté a la vista. “Si yo digo, ‘no, bajemos’, me tienen que hacer caso”, dice Wielicki. “Todos quieren ser el mejor y así es como podemos morir”.

Aunque reconoce la ambición de los jóvenes. “La lógica compite con las emociones. Todos quieren escribir su propia historia”.

¿Hasta la cima?

La expedición del K2, arriesgar todo por hacer historia, es un peso que cae de manera desigual sobre los hombros de estos hombres. Marek Chmielarski, que trabaja en las plataformas petroleras, va a ir, aunque se preocupe su esposa, quien es maestra de escuela. “Creen que estamos locos”, afirma. “Por supuesto que tienen razón”.

Golab también aceptó: “A veces me pregunto por qué lo estoy haciendo. No me gusta relacionar el nacionalismo con el montañismo, pero son mis amigos y estamos en una misión”.

Kacper Tekieli, el otro alpinista que estuvo en las Tatra en esta ocasión, podría unirse al grupo de cuatro que irán a la cima del K2. Esa montaña mítica, malhumorada y mortal lo consumió alguna vez.

“Me tenía cautivado”, explica. “Sabía que sufrir es la especialidad de los polacos”.

Tekieli trabaja de medio tiempo en un café. Aunque es de los mejores alpinistas polacos y tiene patrocinios, no le es suficiente para costear vivir y los viajes de escalar. Credit Max Whittaker para The New York Times
Tekieli trabaja de medio tiempo en un café. Aunque es de los mejores alpinistas polacos y tiene patrocinios, no le es suficiente para costear vivir y los viajes de escalar. Credit Max Whittaker para The New York Times

El verano pasado, Tekieli perdió a un amigo en el lado indio del Himalaya: vio cómo se resbalaba cuando se acercaban los rescatistas. “Estaba muy cerca cuando se cayó”, dice. Tekieli parpadea y señala hacia su anillo de bodas, el cual cuelga de una cuerda alrededor de su cuello. “Seguiré escalando, pero creo que aún no conozco el resultado” de haber presenciado eso.

¿Y el K2? Se encoge de hombros y responde: “Las montañas son muy importantes para mí: es el mundo original, un lugar apasionante. Quiero seguir encontrando caminos hermosos en las montañas”. Luego hace una pausa y añade: “No estoy seguro de si necesito ir al K2 en invierno”.

Unos días más tarde, Wielicki, la vieja leyenda, dijo que reconoce que su época de ascensos invernales podría estar por terminar. El peligro le pesa como no lo hacía hace décadas. Su esposa es adepta en el alpinismo, pero él se crispa cuando ella se acerca a una roca. Le da gusto que sus hijos no hayan heredado su pasión. Sin embargo, ¡qué montaña!

“No solo está el problema de la gente del club de Katowice, sino de la gente de Polonia. Siempre me preguntan: ‘¿Vas a ir? ¿Por qué no? Deberías escribir algo histórico. Termina tu historia’”.

 

La sombra de la bestia

Aquellos que se paran debajo de la sombra de ese monolito en invierno describen una sensación similar a haber llegado a un mundo extraterrestre. Todo es blanco, negro y gris, con destellos vivaces y regulares del cielo azul y del sol. El K2 se encuentra a 112 kilómetros del pueblo más cercano, al final de un sendero que se enhebra a través de los glaciares Baltoro y Godwin-Austen. Periódicamente, estos caudales de hielo devuelven los huesos de escaladores muertos.

La fortaleza del K2 es tan completa que no recibió un nombre por parte de las tribus bálticas, las cuales no supieron de su existencia durante milenios. Un geógrafo británico que estaba realizando una evaluación trigonométrica es quien le dio el nombre a la montaña.

Los montañistas polacos llegarán a finales de diciembre y se quedarán esperando días, semanas y meses con la esperanza de que los vientos incesantes no desgarren sus tiendas. Por aquí y por allá, escalarán esa montaña fantásticamente empinada y tenderán sus cuerdas en sus laderas.

Después se meterán en sacos de dormir a temperaturas de -34 a -40 grados centígrados. Actualizarán las páginas de la expedición en Facebook y enviarán correos electrónicos a sus esposas, novias e hijos. Rogarán por tener un descanso de ese clima.

¿Por qué lo escalan? le pregunté a Bielecki. “Escalar es placer y es dolor; en invierno se pierde ese equilibrio”, dice. “No hay placer en estar en el Karakórum durante el invierno. Te sientes incómodo cada minuto de cada día. Pero la gran emoción de hacer historia, de lograr lo que nadie ha logrado, es inmensa, casi espiritual”.

 

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