La asistencia social en el contexto capitalista

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La asistencia social ha estado históricamente ligada a la problemática de la pobreza, de la desigualdad. Pero la pobreza (tanto en su generación como en la eventual atenuación de la misma) no pertenece al campo de la asistencia social, sino al campo de la economía. Y la economía expresa el proyecto político que se despliega en un período determinado. En consecuencia, resulta necesario hacer alguna referencia al capitalismo.

Y es que el capitalismo es el modelo político-económico que predomina en el funcionamiento de nuestros países. Su lógica y “racionalidad” se centra irreductiblemente en la búsqueda denodada del lucro y la acumulación, sobre la base de la expoliación de la productividad del trabajo de otros. Un modelo bien distinto tendríamos si los objetivos de la producción no fueran la mera ganancia, sino la satisfacción de las necesidades sociales.

El funcionamiento capitalista genera y construye, por su propia lógica, una permanente conflictiva social de muy complejo abordaje. De todas maneras, las propias sociedades capitalistas igualmente fueron desarrollando instituciones sociales de protección, que contuvieron parcialmente los conflictos a partir de garantizar ciertas seguridades a quienes vivían de su trabajo.

Sabemos que en las últimas décadas del siglo XX el fundamentalismo neoliberal arrasó con muchas de esas protecciones y destruyó buen parte de los derechos sociales, dando lugar a un fuerte proceso de degradación social, que acarreó innumerables y graves secuelas que llevará muchos años poder mitigar y reparar.

Cabría igualmente un par de reconocimientos: a) el capitalismo ha contribuido al desarrollo de la sociedad, aunque simultáneamente condujo a reproducir desigualdades estructurales; y b) nuestros países han venido padeciendo un doble sufrimiento, por la presencia del capitalismo y también por la falta de desarrollo capitalista.

Por ejemplo, el carácter parasitario y ocioso de nuestra tradicional oligarquía, que se constituyó como una suerte de “clase capitalista no burguesa”, obstaculizó el desarrollo industrial del país, manteniendo en muchos casos relaciones de tipo cuasi feudal. La enorme riqueza, obtenida por las grandes extensiones de campos y por la renta diferencial de la tierra, condujo a estos sectores a evidenciar un comportamiento exento de “dinamismo burgués” y anti industrialista. Con semejantes ganancias, los terratenientes no estaban interesados en reinvertir sus beneficios.

Tal vez, de este origen “naturalmente perezoso”, nuestras “burguesías nacionales” hayan encontrado una suerte de modelo productivo a imitar, ligado a la búsqueda de ganancias desmedidas, con un mínimo de riesgo e inversión o bien aprovechando protecciones, prebendas, abusos y saqueos sobre el Estado para que respaldara sus intereses privados, por sobre el bienestar del conjunto de la sociedad. Con frecuencia, esta violación de la esencia misma del funcionamiento capitalista, ligada a la inversión y al riesgo, constituye una conducta obstinada: quieren ganar fortunas -y además en el menor tiempo posible- sin correr prácticamente ningún tipo de riesgos.

De todos modos este capitalismo, aún escuálido y atrasado, genera cierto desarrollo aunque -a la par, por supuesto- habilita el mantenimiento de la pobreza y la desigualdad. Si la acumulación por parte de un sector social se basa en la apropiación diferenciada de la riqueza y en una distribución desigual, la construcción y cristalización de sectores ricos y pobres se transforma en algo “natural”, inherente a las propias características del modelo de funcionamiento social. De ello deriva la existencia de sociedades duales, con polos opuestos de altísima concentración de riqueza por un lado y de enorme concentración de exclusión y pobreza por el otro. 

Pero el carácter esencialmente antidemocrático del capitalismo se puede (y se debe) atenuar o neutralizar políticamente por la acción del Estado, mediante el derecho laboral y las políticas sociales.

Se requiere, entonces, de un Estado que, aún capitalista, opere decididamente como regulador y garante pleno del interés general de la sociedad, y en particular de los sectores más vulnerados, por sobre el interés privado de los sectores del capital.

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En suma, un Estado que, aún sin trastocar de raíz la lógica central del capitalismo, pueda sentar las bases para ir construyendo una democracia sólida con derechos sociales extendidos, lo cual configurará estratégicamente otro tipo de sociedad, otro tipo de sistema social, que no tenga que apelar al infame e inmoral asistencialismo.

La asistencia social opera como instrumento mediador entre la economía y los efectos y resultados del modelo económico en vigencia.

Para el Trabajo Social, repensar la asistencia como derecho y recuperación de lo perdido o de lo que nunca se tuvo, conduce a un cauce fructífero de potenciación de las distintas dimensiones de la profesión. Lo asistencial, lo educativo, lo promocional, lo organizacional deben fundirse en una práctica totalizante al servicio de los sectores populares.

Las políticas de asistencia social pueden cumplir básicamente dos funciones: de cobertura inmediata y también de prevención.

Son asistenciales precisamente en relación con la problemática que debe ser reparada inmediatamente: satisfacer necesidades de alimentación, salud, alojamiento, abrigo; y son, a la vez, preventivas del deterioro a que lleva el sufrimiento y la carencia y que devienen en otras problemáticas sociales difíciles de reparar, tales -por ejemplo- como el abandono de hogar por parte de los adultos responsables o de los niños que pierden toda contención, la deserción escolar, la drogadicción, la delincuencia. Para tomar cualquier ejemplo corriente: si un niño no tiene zapatillas, no sólo carece de calzado, sino que puede dejar de asistir a la escuela, lo cual agrava su problemática.

La asistencia es un derecho. Toda sociedad que, por las características que adopta para su funcionamiento, primero pauperiza y excluye a buena parte de sus miembros, debe asumir maduramente su responsabilidad por el daño ocasionado y disponerse a adoptar profundas medidas reparatorias. Y debería hacerlo por la vía del derecho pleno, o bien -mientras tanto- mediante políticas sociales que tiendan a neutralizar el deterioro de las condiciones de vida de la población, a la par de ir creando las condiciones para contribuir a la consolidación de un orden social más justo y equitativo.

El derecho a la asistencia, no cambia la naturaleza de las relaciones sociales vigentes en la sociedad. Pero sí debilita la lógica de quienes defienden la continuidad de sociedades inequitativas, y -a la vez- ética y estratégicamente contribuye a la reparación de los problemas sociales, en la perspectiva de ir construyendo alternativas más sólidas para un funcionamiento social más digno y más humano.

Reconocer el derecho a la asistencia implica la aceptación de que las personas a ser asistidas, básicamente carecen -por las condiciones del funcionamiento social- de posibilidades para un adecuado despliegue de sus potencialidades que, entre otras cosas, les permita satisfacer autónomamente sus necesidades. Familias sin los medios suficientes para la reproducción de su vida, con problemas de empleo, con ingresos degradados, con problemas habitacionales, de salud, de escolaridad, no pueden más que tender a repetir esas condiciones en las generaciones siguientes.

Interferir e interrumpir ese proceso social negativo, constituye una responsabilidad ética impostergable, pero -además- implica asumir una imprescindible opción de fortalecimiento de la democracia, en tanto una verdadera democracia no puede reconocerse como tal con graves niveles de pobreza y exclusión.

Además, las propias contingencias de la vida pueden conducir a cualquier persona a padecer accidentes que le generen discapacidades puntuales, cuya atención y protección posterior es menester que sea asumida por las instituciones específicas de todo Estado moderno.

Las políticas de asistencia son insuficientes, pero hay algo mucho más insuficiente aún: la ausencia de políticas de asistencia. Desconocer el derecho a la asistencia es precisamente el posicionamiento que asumen los gobiernos conservadores, que tienden a recortar los recursos destinados a la acción social, desertando de esta responsabilidad estatal o bien transfiriéndola hacia modalidades de beneficencia y de voluntariado, optativas y además escasas, a ser encaradas por sectores privados (empresariales, religiosos, filantrópicos).

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Sabemos que la asistencia social cumple funciones diferentes según responda a la política general desplegada por gobiernos populares o por gobiernos antipopulares. Representa, de este modo, diferentes sentidos, según la naturaleza y los intereses de clase de los distintos gobiernos.

En el caso de gobiernos populares que propendan al desarrollo de las fuerzas productivas, a la defensa y ampliación de las fuentes de trabajo, a la expansión del consumo, la asistencia opera en la reparación de problemáticas y carencias puntuales que presenten los sectores más vulnerados de la sociedad, representando -simultáneamente- una manera indirecta de preservación salarial (o distribución secundaria de la riqueza) por la vía de servicios y subsidios destinados a mejorar la calidad de vida de la gente.

En ese sentido adquiere un carácter complementario del rumbo general de la política económica, fortaleciendo la perspectiva de derechos y de la necesaria vigencia de la justicia social.

Pero en el caso de gobiernos antipopulares, como el del ex presidente Mauricio Macri, que reducen el empleo, contraen los salarios, restringen los derechos laborales y generan marcada pobreza y exclusión, las políticas asistenciales apenas implican un alivio limitado y selectivo para las situaciones más críticas, mientras se mantienen férreamente los objetivos de evidente concentración de riqueza a favor de ciertos sectores sociales y en perjuicio de la búsqueda de la necesaria igualdad social que transforme en digna la vida humana.

De ahí que la asistencia, en el marco y perspectiva de los gobiernos antipopulares, confronta con el paradigma de derechos, transitando hacia modalidades caritativas o filantrópicas que robustecen la lógica asistencialista.

Sin atacar ni atenuar siquiera las causales estructurales de la obscenidad del sistema capitalista, la labor asistencial se transforma en puro asistencialismo en la línea del control social y del disciplinamiento para contrarrestar el reclamo de la población por los derechos. En definitiva, el asistencialismo es una excrecencia propia del sistema capitalista.

En síntesis, sobre esta cuestión de la asistencia, el aspecto clave a enfrentar será cómo seguir reivindicando el conjunto de los derechos (es decir, trabajo formal, salarios dignos y políticas sociales universales), sin dejar de lado -mientras tanto- la asistencia: porque la asistencia, reafirmamos, también es un derecho de la gente.

Defender la idea de la asistencia como derecho, exige también diferenciar esta concepción de aquellas alternativas que, con lamentable frecuencia, transforman la asistencia en un recurso para la construcción de relaciones clientelistas, generando dependencia y sumisión. Toda persona o grupo que recibe algo (por la vía del no derecho), siempre queda en deuda con el que se lo da. En ese caso, el que recibe debe a quien da. Por el contrario, los derechos implican el reconocimiento de ciudadanía plena para toda la población, fortaleciendo la autonomía y neutralizando la discriminación y la diferenciación social.

Comprender esta ecuación, nos debe impulsar a revalorizar la concepción de derechos, que es la que construye democracia en serio. Y nos podrá ayudar a alejarnos de la desgraciada descripción que contiene aquel proverbio africano, que afirma que “la mano que recibe está siempre debajo de la mano que da.”

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