Diez días para aprender a sobrevivir al apocalipsis
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Por J Wortham, New York Times. El primer día oficial de mi entrenamiento de supervivencia, me di cuenta de un error crucial: olvidé llevar una cuchara. Me moría de vergüenza. Me había asegurado de llevar dos cuchillos, camisetas con protección UV, botas que se podían meter al agua salada y cuerda de paracaídas, pero no tenía ningún utensilio para comer. Con un tono suave, que espero que disimulara mi bochorno, mencioné casualmente este descuido a mi profesor, Amós Rodríguez.
“Ah, no pasa nada”, respondió alegremente. “¡Puedes hacer una!”. Rodríguez se adentró unos metros en la selva, se subió a un árbol y saltó en algunas ramas para encontrar una que pudiera sacrificar para mis fines. Tras hallarla, la partió por la mitad y arrojó un segmento a mis pies. Nuestra sesión de carpintería se convertiría en mi primera lección de campo. La llamó el abc de la supervivencia: Always Be Craftin’, que se traduce en español como “siempre hay que estar haciendo cosas a mano”.
Me mostró algunas técnicas sencillas y nos sentamos en cubetas volteadas a trabajar. El sonido de nuestros cuchillos raspando la corteza era meditativo. Al cabo de unos 15 minutos, Rodríguez había tallado su rama áspera y astillada hasta convertirla en un elegante instrumento. Sacó un carbón del fuego y lo colocó en el centro del delgado extremo ovalado que había fabricado, haciendo surgir el cuenco de la cuchara con el ardor. Parecía algo por lo que pagarías 45 dólares en un mercadillo de antigüedades. Mi creación parecía más bien el dibujo de una cuchara, hecho por un niño que nunca había usado una. “Quizá”, comentó Rodríguez amablemente, “puedas usarla como… ¿palillos?”. Tenía más en común con una pala, y como era demasiado grande para caber en mi boca, así fue como la utilicé: intimidaba a la comida hasta que abordaba de mala gana la abultada cabeza del utensilio y luego la arrojaba hacia mi cara. Que apenas funcionara no importaba: la capacidad de improvisar, de crear algo de la nada, era estimulante en sí misma.
Nuestro curso intensivo de supervivencia de 10 días tuvo lugar en la bahía de Chetumal, México, y consistió en una serie de talleres de aprendizaje de habilidades, primero en un pequeño albergue y luego en campo, en una franja de tierra firme en medio del agua. Llegué con una mezcla de desesperación y determinación, además del cansancio que ocasionan las notificaciones de alarmantes noticias acerca de todo: incendios forestales, tiroteos en escuelas, decisiones federales desastrosas, retiradas del mercado de alimentos, fenómenos meteorológicos extremos. El constante doomerism o catastrofismo en internet y el deterioro de la infraestructura social fuera de él me habían sumido en una especie de cetosis espiritual. Repasar mis habilidades de supervivencia me pareció una posible respuesta.
La palabra “preparacionista”, o prepper en inglés, suele traer a la mente a un hombre blanco y barbado, vestido de pies a cabeza con camuflaje de Realtree, que se anticipa a la próxima guerra civil guarecido en un búnker, rodeado de armas automáticas, palés de Dude Wipes y comida deshidratada. Pero en los últimos años, la idea ha virado desde los márgenes: personas con todo tipo de antecedentes ideológicos están haciendo planes para enfrentarse a un futuro incierto.
He visto el cambio en mis propios círculos sociales. Amigos y conocidos se están haciendo de grandes terrenos, obteniendo licencias de armas y capacitándose en reanimación cardiopulmonar y en el protocolo de la Asociación Nacional de Desintoxicación por Acupuntura, un régimen desarrollado para ayudar a la gente a recuperarse de la adicción. Una mujer que conozco trasladó a su familia de Boston a Nueva Zelanda, y me dijo que quería vivir en un lugar que no existiera en un eje geopolítico de influencia: “un lugar hermoso”, dijo, “para sortear el fin del mundo”. A finales del año pasado, un libro titulado A Navy Seal’s Bug-In Guide estaba rotando considerablemente en la plataforma de comercio electrónico de TikTok; durante las vacaciones, lo vi en casa de mi madre y hojeé sus páginas. En una de ellas se daban consejos para explicar la posesión de grandes cantidades de alimentos enlatados: “Mi esposa/esposo se acaba de volver aficionado a los cupones”.
En la actualidad, un tercio de los estadounidenses afirman dedicar parte del presupuesto de su hogar a la preparación. Un análisis de los datos de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias de Estados Unidos indicó recientemente que unos 20 millones de estadounidenses se identifican como “preparacionistas”. Alrededor del 7 por ciento de todos los hogares, aproximadamente el doble que en 2017, están “trabajando activamente para ser autosuficientes”. Ahora el miedo es un gran negocio: lo llaman el doom boom, el auge de la catástrofe. Hay consultorías para desastres, decenas de escuelas de preparación, guías y pódcast y canales de YouTube donde puedes aprender a construir un refugio con despojos del bosque o a curtir un cuero. Se puede conseguir un “tiempo compartido” en una fortaleza para personas obsesionadas con las catástrofes (donde puedes vacacionar hasta que llegue el apocalipsis) por 20.000 dólares. Si eres ultrarico, puedes hacer tus propios preparativos: Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, ha estado acumulando armas, oro, antibióticos, baterías, agua y máscaras de gas, y dice que tiene “un gran terreno en Big Sur al que puedo volar”. Mark Zuckerberg y Rick Ross son algunos de los magnates y famosos que están construyendo complejos multimillonarios, de los que tienen piscinas techadas, centros de wellness y túneles de escape subterráneos que también funcionan como pistas de karts.
Mi propio despertar a la preparación para una catástrofe llegó en 2012, tras el paso del huracán Sandy por Nueva York. Las semanas siguientes estuvieron marcadas por largos cortes de electricidad, metros inundados y escasez de combustible. Trabajé como voluntaria con un grupo que llevaba suministros y agua a los residentes de Red Hook que se habían quedado varados en la parte superior de viviendas de interés social. La noche de Halloween, dos días después de que azotara la tormenta, un amigo y yo cruzamos el puente hacia un Bajo Manhattan sin electricidad y en un silencio inquietante, donde la gente estaba cocinando en hogueras y congregándose en bares a la luz de las velas. Fue suficiente para que me apuntara a un taller en el que un exbombero con atuendo paramilitar me enseñó los principios básicos para preparar una mochila de emergencia y cómo escapar de la ciudad a pie.
Desde entonces, he tomado clases de defensa personal, costura y fermentación. Me he capacitado en estrategias de intervención de testigos y he participado en ayuda mutua. Aprendí a navegar, no solo porque me encanta estar en el agua, sino por si alguna vez necesitara escapar por mar. Mi madre, que mantenía un abundante huerto para complementar nuestra despensa, me enseñó técnicas básicas de cultivo, compostaje y conservación. Repasé mi fitoterapia y aprendí sobre sistemas sépticos, carpintería y cableado eléctrico. Pero incluso después de años de estudio, las habilidades básicas se me escapaban: no tenía ni idea de cómo encender un fuego, encontrar comida y agua, construir refugios. Paso la mayor parte del tiempo en Nueva York, donde se puede acceder a casi todas las comodidades de la vida moderna en una esquina cercana o a través de una aplicación. Aún tengo cicatrices de un viaje para acampar de hace una década, cuando un grupo de queers de Bushwick nos amontonamos en un vehículo rentado y condujimos unas horas al norte del estado, a un campamento junto a un lago resplandeciente. Calculamos mal las temperaturas de principios de primavera y tuvimos que compartir un único saco de dormir mientras los mapaches invadían nuestro suministro de comida.
Cuando estaba investigando otras opciones de entrenamiento, encontré una frase en la descripción del curso de Rodríguez en México que me llamó la atención. “También haremos mucho hincapié”, escribió, “en la filosofía y la psicología de la supervivencia, que es lo que puede llevar al éxito o al fracaso a una persona en una situación de supervivencia”. Yo quería las herramientas para sobrevivir, pero también tenía la sensación de que la supervivencia implicaría un aclimatamiento a una nueva forma de orientarme en el mundo. Rodríguez parecía entenderlo. Había sido un feroz concursante en un reality show llamado Solos, en el que se deja a los concursantes en remotas zonas silvestres del norte, desafiándolos a enfrentarse al frío extremo, el hambre y los depredadores. Rodríguez no ganó, pero tampoco se desmoronó tan rápidamente como otros, incluso después de que los lobos rodearan su campamento o cuando su refugio se incendió. “La naturaleza no está en tu contra”, me diría más tarde. “Simplemente está ocurriendo a tu alrededor. Nos hemos separado tanto de ella que se ha convertido en un monstruo”.
Un año más tarde, ya que nuestras agendas coincidieron por fin para un entrenamiento, Rodríguez me envió una lista de equipo. Fui a una tienda REI unos días más tarde, que resultó ser el día después de Navidad. Los compradores se agolpaban en estanterías llenas de ropa de neopreno y paquetes envasados al vacío de curry de coco deshidratado y crème brûlée. La pura cantidad de equipamiento me asombró: luces parpadeantes alimentadas por energía solar, relojes GPS, generadores de energía portátiles, infinitas opciones de tentempiés, catres de lujo, kayaks plegables y botines de plumas. Ninguno de los empleados de la tienda podía creer que el equipo que necesitaba fuera para mí; de algún modo, yo no figuraba en su imaginación postapocalíptica.
Hay una línea difusa entre los pasatiempos al aire libre y el entrenamiento extremo para el que me estaba preparando. Pero al mirar a mi alrededor, me di cuenta de que para mucha gente, sobre todo en este país, la supervivencia es una categoría de estilo de vida. Todo era escandalosamente caro, y yo necesitaba mucho de todo. Parecía presentar una paradoja estadounidense: puedes aprender a vivir, si puedes costearlo.
En enero, Rodríguez y yo nos reunimos en Tulum, México, para comenzar nuestro entrenamiento. El sur de California estaba empezando a arder, y la incomprensible devastación añadió una mayor sensación de urgencia a nuestro trabajo. En persona, Rodríguez tenía una sonrisa brillante —que mostraba las explosiones de líneas alrededor de sus ojos— y el tipo de energía resuelta y a la vez ilimitada que siempre parecen poseer las personas que llevan zapatos con dedos. El chongo en la cima de su cabeza rebotaba alegremente al compás de sus pasos.
Cargamos nuestros equipos en un vehículo rentado y condujimos cuatro horas hacia el sur, pasando señales de cruce de jaguares cuando dábamos vuelta para adentrarnos más. Cada vez que veíamos animales atropellados, Rodríguez sacaba la cabeza por la ventanilla para intentar identificar la especie. Llegamos a un pequeño albergue de pesca con mosca en la costa del pueblo de Xcalak, donde Rodríguez había organizado un itinerario repleto de talleres sobre refugios, fuego, rastreo, pesca y caza.
A la mañana siguiente, tras un desayuno de huevos revueltos y aguacate fresco, nos acomodamos alrededor de una gran mesa de madera en el patio exterior, desde el que podíamos ver palmeras y la plácida cuenca cerúlea de la bahía. Rodríguez comenzó con la que dijo que era la lección más importante de la supervivencia: comprender la respuesta psicológica del cuerpo a las amenazas. “Tanto si se te descompone el coche en pleno invierno como si llega el apocalipsis, se trata de una situación de supervivencia”, dijo, “y tu respuesta al estrés dicta lo que ocurre a continuación, lo cual no siempre es bueno”. Una vez que puedas reconocer e identificar las señales —pensamientos acelerados, corazón palpitante, respiración rápida—, puedes preguntarte: ¿Estoy pensando y actuando racionalmente?
El siguiente paso, dijo, es hacer un poco de respiración controlada para empezar a calmar el sistema nervioso central. Nos sentamos por unos instantes, inhalando y exhalando. En un momento dado, caminamos por el patio para practicar la conciencia de nuestro entorno. Él hizo una demostración de cómo caminar despacio, con el cuerpo encorvado para no alertar a los depredadores, mientras examinaba el suelo en busca de comida y chasca, y el cielo en busca del parloteo de los pájaros o de vuelos repentinos, que pueden indicar amenazas como depredadores o cambios en el tiempo. El objetivo, dijo Rodríguez, era mantener tu “burbuja de conciencia más grande que tu burbuja de perturbación”.
Todo esto parecía mucho más sencillo que la preparación de alta tecnología del auge de la catástrofe. Las películas nos condicionan a imaginar la supervivencia como respuesta a un único acontecimiento calamitoso: un virus pandémico, una invasión zombi, un accidente aéreo, extraterrestres, el colapso del gobierno. Pero es más realista imaginar que ya estamos viviendo en medio de un cataclismo que se despliega lentamente y cuyos efectos encontramos uno tras otro, como las olas de un océano. Si lo imaginamos así, hay una especie de estabilidad serena en el trabajo de supervivencia; no es tan diferente del trabajo ordinario de vivir.
Siempre me había llamado la ludificación de la supervivencia, sobre todo a través del reality show pionero Survivor. Me atraían sus agotadores desafíos de inmunidad y sus peligrosas carreras de obstáculos con colores que parecían de golosinas, sí, pero también su “juego social”, la sutil manipulación entre los jugadores a medida que construían alianzas. Parte del entretenimiento consistía en imaginarte a ti mismo en cada situación, preguntándote cómo te iría durmiendo a la intemperie, negociando para obtener arroz, compitiendo por influencia. (Llegué a convencerme, como tantos otros que miraban con bocadillos desde sus sofás, de que podía dominar los elementos y el juego). Cuando unos amigos me recomendaron Solos, sentí escepticismo; me imaginaba a gente durmiendo dentro de cadáveres de animales y bebiendo su propia orina. Pero los concursantes de Solos hablaban de vivir en armonía con la tierra y de la gratitud que supone depender de ella. A diferencia de Survivor, que utiliza el lugar donde se graba sobre todo como un magnífico telón de fondo natural, parecían humildes ante la naturaleza, con todo lo que amenaza y asombra en ella. Se interesaban por ser autosuficientes sin salivar ante la perspectiva del apocalipsis o el desorden civil. Yo quería ser así: con la preparación para adaptarme a un futuro caótico, en lugar de fetichizar el propio caos.
En Solos, Rodríguez hablaba a menudo de su infancia en El Salvador durante la brutal guerra entre el gobierno respaldado por Estados Unidos y las guerrillas políticas de izquierda. Los robos a punta de pistola o con cuchillo eran habituales, al igual que las redadas y detenciones. Su madre fue retenida por los militares, sufrió agresiones sexuales y torturas, y luego fue encarcelada durante un año. Después de ser liberada, la familia escribió a las iglesias para ver si alguna podría patrocinar los estudios de Rodríguez en el extranjero. Fue aceptado en el Manchester College de Indiana, donde estudió Bellas Artes, a partir de 2000. Empezó a acampar en la campiña del Medio Oeste, y cada vez se llevaba menos cosas. Después de la universidad, comenzó a aprender habilidades como el tiro con arco y la caza. De vez en cuando compartía sus hazañas en las redes sociales, y en 2019 fue reclutado por los cazatalentos de Solos, quienes se habían topado con una foto suya en Facebook, en la que aparecía con un ciervo que había matado utilizando un arco fabricado por él. Durante su temporada en el programa, construyó un acogedor refugio con una zanja para sacar el aire frío de su área para dormir, calentó piedras por la noche para entibiar su cama, capturó pescado en una red y lo ahumó para construir su propio almacén de alimentos.
En México, me describió el orden sagrado de la supervivencia: las cosas que necesitas para mantenerte con vida. La mayoría de la gente piensa que tener un refugio es lo primordial, pero su filosofía era dar siempre prioridad al fuego, lo que incluía conocer varias formas de encenderlo. “Puede que necesites comida”, dijo, “pero si no consigues resguardarte de los elementos y mantenerte caliente…” Se detuvo y extendió las manos en el aire como si demostrara la evaporación de la esencia de la vida. “El fuego te mantendrá caliente, cocinará tu comida, limpiará tu agua y te mantendrá a salvo”.
Decidí intentar hacer fuego por fricción. Recogimos fibras de coco y las apretamos con las manos para formar pequeños nidos de pájaros. Me senté en el suelo, cogí su taladro de arco (que él había hecho) con su cuerda de piel de ciervo (que él había secado) y lo ajusté con un suave huso de cedro. El objetivo era utilizar el arco para mover el huso sobre una tabla plana con la suficiente velocidad y presión para crear una especie de carbón, encenderlo y formar una pequeña brasa. Al principio me resultaba imposible mover el arco, pero al final, cuando se movía, se bamboleaba locamente sobre su eje. Rodríguez sujetó mi mano con la suya para estabilizarlo. “Velocidad alta durante 20 segundos”, ordenó. Me corría el sudor por la cara y jadeé por el esfuerzo. Pero, efectivamente, nació un diminuto zarcillo de humo fragante. Me detuve para recuperar el aliento antes de recogerlo en mi nido de chasca. Lo levanté, como me había indicado Rodríguez, y dejé que la brisa alimentara la chispa. Me sentí como Neo en Matrix cuando abre los ojos y dice: “Ya sé kung-fu”. Fue un milagro.
Rodríguez había contratado a un capitán de barco para que nos transportara al sur y luego al noroeste, hacia un archipiélago de una reserva marina en la frontera con Belice. Era hora de poner en práctica las habilidades que había pasado los últimos días adquiriendo. Había aprendido a hacer un “bastón arrojadizo” para abatir una ardilla o un conejo. Había practicado cómo hacer trampas con alambre de acero inoxidable para cazar animales pequeños. (Parecía bastante fácil, pero cada vez que Rodríguez examinaba mi trabajo, me hacía empezar de nuevo). Habíamos hablado de hacer una brújula con una hoja, una aguja y un imán y de cómo abrir un coco sin herramientas. Habíamos pasado horas pescando con cordel, utilizando solo las manos, un sedal suelto y un anzuelo, lo que Rodríguez demostró que podía hacerse con un señuelo tradicional de colores o, en caso de necesidad, con un trozo de hueso y una lombriz.
Cargamos nuestro equipo en una panga, una pequeña embarcación de madera, y su motor nos adentró en el azul. Rodríguez y el capitán iban completamente cubiertos, con mangas largas, sombreros y bufandas tubulares, de modo que solo quedaban al descubierto sus gafas de sol polarizadas. Tras meses de invierno en Nueva York, yo codiciaba vitamina D, así que me puse una camiseta sin mangas, pero en el agua comprendí rápidamente que había sido un error de cálculo. El entorno idílico estaba revelando sus aristas más duras: los rayos de sol tenían musculatura; el agua salada, refrescante al principio, empezó a resecarme la cara. A medida que la sociedad se alejaba, era fácil imaginar que estábamos en una emergencia real, huyendo de algo desastroso, buscando refugio.
El mundo se disolvió en una interminable paleta de azules: el aciano empolvado del cielo al mediodía, el aguamarina y el verde azulado de las olas lechosas por el revoltijo de arena y sal, el añil de los orbes que indicaban un cenote subterráneo de agua dulce. Era hipnótico. Este planeta debería llamarse Agua, pensé. Finalmente comenzamos a ver tierra: un denso follaje verde interrumpido por minúsculas franjas de arena blanca. Dimos vueltas a bordo de la panca durante unas horas, evaluando los lugares. Un lugar tenía suficiente playa para dormir, pero demasiada vegetación, que podía ocultar tarántulas y otras cosas venenosas. Otro lugar tenía demasiadas plantas marinas. Los cocoteros podían significar comida, grasa, agua y combustible, si tenían frutos maduros. Los agujeros en el coral que bordeaba la orilla podían significar peces, o incluso langosta espinosa del Caribe. Al cabo de unas horas, encontramos una isla que parecía adecuada, con abundantes cocoteros y amplias zonas de arena aisladas.
Ramón, el capitán, dirigió la embarcación lo más cerca que pudo de la orilla, y nos metimos en el agua hasta las rodillas para empezar a descargar las mochilas y el equipo. Rápidamente montamos refugios —hamacas básicas con mosquiteras— mientras Ramón amarraba la barca. Unos pinzones de color amarillo brillante revoloteaban sobre nuestras cabezas. Los agujones se lanzaban fuera del agua. Cuando estabamos retirando hojas de palmera caídas, descubrimos espirales de grandes escorpiones negros que dormían la siesta entre sus pliegues. Luego nos pusimos a inspeccionar el terreno, como habíamos practicado. Rodríguez identificó algunos árboles de chechén, que tienen un efecto similar al de la hiedra venenosa, y señaló caminos pisoteados que indicaban el movimiento de mapaches o ciervos. Siempre podíamos cazar iguanas, dijo, e identificamos algunos árboles donde podría gustarles tomar el sol. Habíamos traído jarras de agua para estar seguros, pero también pegamos dos botellas, boca con boca —una vacía, otra llena de agua de mar— y las pusimos inclinadas al sol para que destilaran.
Una vez instalados, me recompuse e hice un escaneo corporal. Deseaba desesperadamente tumbarme, pero hacía demasiado calor para subirme a la hamaca. Rodríguez, tan enérgico como siempre, propuso un curso intensivo improvisado de medicina de urgencia en zonas silvestres. Abrió su organizador de lona y me mostró sus productos, que estaban organizados por niveles de lesiones. Nivel 1: rasguños, picaduras de insectos y quemaduras, fáciles de tratar con vendas y pomadas. Nivel 2: laceraciones y heridas, que pueden requerir suturas. Nivel 3: incapacitación. Sacó un tubo endotraqueal y me demostró cómo, si él estuviera inconsciente y con dificultades para respirar, debía inclinarle la cabeza hacia atrás, despejarle las vías respiratorias e introducirle el dispositivo de plástico. Asentí con la cabeza, tomando notas. Por dentro, empecé a sentir pánico. Rodríguez se dio cuenta de mi expresión y se disculpó por asustarme. Nuestra ayuda más cercana era una base de la marina que estaba a dos horas en barco. La realidad de nuestra lejanía se impuso.
A la mañana siguiente, salimos a buscar comida. Esta se convertiría en nuestra principal preocupación durante los cuatro días siguientes. Rodríguez nos habló mucho de las matemáticas de la supervivencia: ser conscientes de no gastar más energía de la que consumiríamos. Podíamos pasarnos cuatro horas pescando y solo conseguir la comida suficiente para que cada uno de nosotros probara algunos bocados. Dejé de anticipar las comidas porque sabía que no las había. Intelectualmente me había preparado para esto, pero no comprendía —no podía comprender— por completo lo duro que sería, cuántas horas pasaríamos en busca de sustento. La tierra lo tenía en abundancia, pero los animales son más listos de lo que la gente cree. No se dejaban engañar fácilmente por nuestras trampas y sedales.
Practicamos la pesca a la vista, en la que buscábamos ligeras ondulaciones en la superficie que indicaran que había actividad debajo. (Rodríguez lo llamaba “agua nerviosa”). Ramón maniobró lentamente la embarcación, permitiéndonos lanzar nuestras líneas a masas de agua más oscuras. El calor aumentaba a nuestro alrededor. Me asomé por el borde de la barca y consideré la posibilidad de saltar al agua para refrescarme, sin importar los peces carnívoros y los cocodrilos. Justo en ese momento, una gran sombra pasó junto a nuestra proa: un par de enormes rayas en su silencioso vuelo submarino, sus colas envenenadas como látigos detrás de ellas. Aquel primer día tuvimos suerte: sacamos dos pescados de tamaño mediano, y luego nos dirigimos a un arrecife donde buceamos en busca de caracolas rosas, que estaban en temporada. El botín fue glorioso. Cada vez que sacábamos algo, los tres vitoreábamos. La perspectiva de tener comida en la barriga me aliviaba los dolores en mis músculos y las articulaciones que me daban tirones en la espalda.
Al mismo tiempo, empecé a ver el impacto de nuestra presencia en la isla. La playa estaba formada en su mayor parte por un sedimento blando y fangoso, y los agujeros de nuestras pisadas se endurecían, dejando constantes recordatorios de nuestras acciones. Podía ver los desechos de nuestras comidas, nuestras botellas de agua vacías, nuestra ropa secándose con la brisa. Una mañana temprano, me deslicé de la hamaca y caminé en silencio hasta la playa para hacer mis necesidades. El cielo bullía con el color dorado del amanecer. Sin darme cuenta, tropecé con una nube de libélulas que bailaban somnolientas bajo el resplandor de las constelaciones. Huyeron, perturbadas. Me invadió la aflicción.
La buena suerte de nuestro primer día resultó ser una anomalía. Un día fuimos en kayak a una laguna, pasamos cinco horas recorriendo otros tantos kilómetros, y volvimos solo con un pescado de unos 100 gramos para los tres. Me puse a fabricar trampas para iguanas; Rodríguez se levantó temprano la mañana siguiente para buscar ciervos.
Nada funcionaba. Había colgado mi hamaca lo más cerca posible del agua —y, desafortunadamente, de los cocodrilos—, lo que también significaba que tenía una vista perfecta de la luna que salía cada noche y me despertaba con el milagro del sol. Mi gratitud por esto me ayudó a aceptar las partes más duras del viaje: la escasez de comida, el agotamiento, las picaduras de mosquito, la acidez de la sal en mis mejillas.
Una tarde, volteamos y vimos una iguana tomando el sol en una rama. Ya había esquivado mi trampa tres o cuatro veces, empujándola fuera de su camino —imaginé que lo hacía divertida— al entrar y salir de un agujero en el tronco del árbol. Ahora la veíamos caminar hacia la luz del sol. Rodríguez cogió su arco y me dio una pala. Nos agachamos hasta tocar el suelo y avanzamos lentamente. Más temprano ese día, una mancha de carbón apareció en el horizonte, y a mediodía estaba oscureciendo la isla; los árboles azotaban el aire con tanta fuerza que parecían gritar. Ramón levantó las manos al cielo, preocupado, gritando en español. No podía seguir las veloces frases, pero su urgencia era clara: si no nos marchábamos pronto, quizá no podríamos hacerlo. Pero también necesitábamos comer, aunque solo fuera para tener energía suficiente para echar nuestras cosas en la barca y sacarla de las aguas poco profundas.
Rodríguez siguió adelante. Con el corazón latiéndome con fuerza, lo seguí. Durante toda la semana me había contado historias de cuando, de adolescente, cazaba iguanas, y lo deliciosas que sabían fritas en aceite de coco y el consomé que preparaba su abuela con los restos. Llevábamos 24 horas sin comer proteínas. Rodríguez preparó el arco. Pedimos perdón.
Avanzamos hacia el animal y atacamos. Tengo la sensación de que lo que ocurrió después pertenece a ese momento y a quienes estábamos allí. Pero una vez consumado el hecho, nos retiramos a partes separadas de la playa para hacer ofrendas privadas de agradecimiento. A continuación, Rodríguez desolló y limpió al animal mientras yo observaba, y me ordenó que le llevara puñados de sal para conservar la piel. La convertiríamos en pulseras a juego, para honrar el costo de nuestras vidas en las demás. Encendimos el fuego para cocinar la carne. Tenía demasiadas náuseas para disfrutarla. Aún estaba conciliando que nuestra brutalidad contra el animal fuera un intercambio justo por mis necesidades. Pero la verdad era que cada segundo de mi existencia costaba algo precioso, a costa de otra cosa igualmente preciosa. La diferencia es que en mi vida moderna en la ciudad, eso suele ocultarse de nuestra vista.
Mientras los tres comíamos con pocas ganas —Rodríguez con más entusiasmo—, el tiempo se despejó casi místicamente. Era hora de volver al albergue.
Tres días después, estaba en casa: de vuelta en Brooklyn con mi congelador lleno de carnes del mercado de productores locales, mi batidor para matcha y mi bañera profunda. La experiencia permaneció enroscada en mi interior. Mientras paseaba por los parques congelados de la ciudad, me sentía más en sintonía con mi entorno. Notaba cuando los pájaros levantaban vuelo por un sobresalto, las huellas de animales que quedaban en la nieve. Una noche, en casa, oí un ruido extraño en la parte trasera del departamento. No había dejado de cargar mis cuchillos —había llegado a amar mi nueva familiaridad con ellos y su peso tranquilizador contra mis caderas—, así que desenvainé uno rápidamente, arrastrándome por las habitaciones. El ruido resultó ser el chisporroteo de la sal y el agua burbujeando en una sartén de hierro fundido que estaba siendo limpiada. Pero sentí la calma, la rapidez, la práctica, la firmeza. Sentí que tenía preparación. Y menos miedo de lo desconocido.
Una tarde cuando estaba en Xcalak, tras una lección sobre proyectiles, Rodríguez y yo estábamos fatigados por el calor empalagoso del día. Decidimos dar un paseo. Mientras deambulábamos, iba señalando plantas comestibles como madreselvas y almendros, trozos de basura que se podían reutilizar, árboles con corteza como de papel que podrían indicar venas subterráneas de agua. Uno de los primeros pasos para sobrevivir en un lugar nuevo, me dijo, era conocer a tus vecinos, familiarizarte con las plantas, los animales y la tierra. Identificó una suculenta de agave y cortó un tentáculo. “Es genial para reparar la ropa o una tienda de campaña, cualquier cosa”, me dijo mientras golpeaba el trozo contra el tronco de un árbol para liberar las fibras de su interior.
Aquel día se celebraban en el pueblo los 15 años de la hija menor de una pareja local con la que Rodríguez trabajaba a menudo. Los invitados estaban reunidos bajo un toldo rojo con cortinas de luces parpadeantes, y adornos de rosas cubrían todas las superficies libres. Repartieron grandes botellas de refresco y platos de tacos. Nos sentamos, contoneándonos al ritmo de la música. A medida que pasaban los minutos y luego las horas, me preguntaba qué hacía allí, qué relación tenía con nuestras clases. Rodríguez me contó que la primera vez que viajó a Xcalak fue hace 20 años. La última página de su guía Lonely Planet mencionaba el diminuto pueblo de pescadores, y por capricho se subió a un autobús para ir a verlo. El padre de la cumpleañera era un hombre que conoció en aquella primera visita. Rodríguez señaló a otras personas del pueblo que había llegado a conocer a lo largo de los años.
Durante toda la semana, Rodríguez reiteró sus lecciones sobre la comunidad: las plantas, los árboles y los animales, pero, sobre todo, las personas. Un aterrizaje de emergencia en una playa, como el que hicimos nosotros, era el escenario menos probable. Descubrir cómo trabajar con amigos y desconocidos no solo era más realista, sino inevitable. En quién confiar, con quién construir una comunidad, con quién no hacerlo… Estos eran los factores que probablemente determinarían si podrías sobrevivir al fin de los días.
La palabra “apocalipsis” nace del griego apokálypsis, que significa revelación o conocimiento oculto. La etimología sugiere una retribución ordenada por algo divino, un desenlace con castigo, un Día del Juicio en el que todo será revelado. Conlleva la idea de que alguna moralidad poderosa impondrá orden a nuestra locura y justicia sobre todas las cosas horribles que presenciamos y que parecen no tener consecuencias terrenales. Cuando me fui de la isla, pensé en que hay un millón de apocalipsis que ya están ocurriendo a nuestro alrededor todo el tiempo: genocidios, extinciones, inundaciones, incendios, deportaciones, personas sin hogar, la negación de atención médica a las personas trans. Y luego están los que son más difíciles de ver: químicos ubicuos, cánceres, enfermedades dentro de nuestros propios cuerpos. El significado de sobrevivir está cambiando rápidamente, todo el tiempo. Cada día es un apocalipsis para alguien.
Todavía tengo todo mi equipo, e incluso algunas comidas deshidratadas, bien guardado en un armario de mi apartamento. Pero la estrategia de supervivencia que vive en lo más profundo de mí proviene de aprender a rendirme ante la aterradora imprevisibilidad de la vida. El catastrofismo puede ser seductor: permite la seguridad de una conclusión inevitable, y bajo su fe en que el final es ineludible subyace una sutil nota de satisfacción. Incluso al asistir al taller de Rodríguez estaba intentando manejar mi temor, en lugar de sentirlo y aceptarlo. Pero el futuro sin mediaciones no funciona así: no nos corresponde conocerlo ni intentar controlarlo.
Pensé en una artista de Los Ángeles con la que hablé unas semanas después de mi viaje, quien me dijo que parte de su respuesta a los incendios forestales consistía en aprender la ecología indígena del fuego, negociar la tensa paz entre la vida que esperamos preservar y el futuro que estamos creando. Gran parte de lo que consideramos “preparación” consiste en alistarse para el fin repentino del mundo tal como lo conocemos, acumulando alimentos y equipo en búnkeres para poder seguir viviendo, sin vernos afectados, en una burbuja, aunque el resto del mundo arda a nuestro alrededor. La supervivencia que llegué a conocer en este viaje tenía que ver con algo completamente distinto. Se trataba, por encima de todo, de dejarse afectar por el mundo cambiante que te rodea. No solo sortearlo, sino adaptarte, mudar de piel. No sucumbir al lujo de la desesperación, sino mantener un punto de apoyo en la posibilidad. No apartar al mundo, sino dejarlo entrar.
