Camilo Furlan

Los costes energéticos de las imágenes -Ghibli- en tendencia

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Tras el “boom” de las imágenes estilo Estudio Ghibli generadas por la inteligencia artificial de OpenAI “ChatGPT”, se han erguido opiniones tanto positivas como negativas, yendo desde la fascinación por el salto cualitativo en generación de imagen por I.A hasta denuncias por plagio y uso excesivo de recursos como la electricidad y el agua en el proceso de elaboración de las imágenes.

La novedad, o bien el salto que logró la empresa, no yace en haber conseguido una mejoría significativa en la calidad de imágenes que es capaz de generar, sino en la facilidad con la que estas pueden ser creadas. Antes debias de especificar cada detalle deseado en la imagen que fueras a crear con la I.A a través de lo que se conoce como “Prompt”, creando así incluso carreras académicas como la ingeniería en prompts, ya que elaborar estos mensajes de forma correcta era la única manera de obtener buenos resultados con la I.A en general. Hoy, basta con que promptees “hace una imagen en la que aparezca Donald Trump tomando mate al estilo estudios ghibli” para que la respuesta sea más que satisfactoria.

El dilema aparece si nos sumergimos un poco más en ¿Cuál es el costo energético de hacer una imagen? Si bien es posible crearlas de forma gratuita, se debe aclarar que crear una imagen a través de estos sistemas requiere inmensas cantidades de cómputos complejos, pues recordemos que, en última instancia, todo lo informático son “ceros y unos” o “encendidos y apagados de millones de circuitos a la vez”. Se estima que para generar una imagen de I.A son necesarios al menos tres kilovatios/hora de electricidad, lo que equivale a encender un foco led durante tres horas o cargar un teléfono celular al 50%. Así mismo, debido al calentamiento de las placas al procesar tantos parámetros, se requiere de refrigeración, la cual es llevada a cabo mediante el uso de agua potable, exactamente entre 5 y 50 litros por imagen generada.

Sam Altman, CEO de OpenAI, tuiteó lo siguiente en respuesta a las críticas por el derroche energético de su empresa: “Me encanta especialmente cuando el grupo anti-IA inventa cosas sobre nuestro uso de agua mientras come una hamburguesa”. Entonces ¿Cuánto cuesta hacer una hamburguesa de 150g? Pues se estima que, en términos de electricidad equivale a unas 6.000 imágenes generadas por I.A, mientras que, en términos de agua, equivale a no menos de 60.000 imágenes “estudio ghibli”. Pero eso no es todo, veamos qué pasa si escalamos el uso de la herramienta de OpenAI de forma anual, teniendo en cuenta que actualmente se pueden generar 3 imágenes por día en la versión gratuita.

Generar tres imágenes diarias con inteligencia artificial (1.095 al año) consume entre 5.475 y 54.750 litros de agua y unos 3 kWh de electricidad anuales. En comparación, una hamburguesa diaria requiere aproximadamente 876.000 litros de agua al año, entre 16 y 160 veces más que el agua necesaria para generar esas imágenes, y hasta 7.300 kWh, casi dos millones de veces más energía. Un jean, considerando su uso durante dos años, consume anualmente entre 1.900 y 5.000 litros de agua, entre 0,3 y 0,9 veces lo que implican las imágenes, y hasta 12,5 kWh, es decir, hasta 4.000 veces más. Una remera anual requiere unos 2.700 litros, aproximadamente entre 0,05 y 0,5 veces el consumo anual de las imágenes, y unos 2,1 kWh, alrededor de 700 veces más energía. Un smartphone con vida útil de tres años implica anualmente 333 litros, entre 0,006 y 0,06 veces lo que requiere generar imágenes, y 23 kWh, hasta unas 7.600 veces más. Finalmente, producir un kilo de chocolate demanda 17.000 litros, entre 0,3 y 3 veces el consumo anual de imágenes, y 30 kWh, unas 10.000 veces más energía. Aunque generar imágenes con IA conlleva impactos ambientales, estos resultan considerablemente menores que los asociados a muchos productos cotidianos físicos.

Estos datos no Justifican a OpenAI, en última instancia es más importante comer y vestirse que ver a Donald Trump tomando mate, pero si nos hablan de que el problema del consumo excesivo de recursos vitales para uso “lúdico” es un problema serio. Más allá de eso, estos datos nos hablan, no de la creación de bienes esenciales, sino de productos que se volvieron de consumo habitual debido a la industrialización de necesidades básicas y mediante el impulso de la propaganda. Es decir, no necesitamos comer chocolate ni hamburguesas para no pasar hambre, no necesitamos vestir de jeans para estar abrigados, no necesitamos de los smartphones para ser seres sociales funcionales y no necesitamos de las colmenas de cemento para tener un refugio.

Es clave entender que vivimos en un sistema que hace caro comer sano, vestirnos de forma digna y vivir en paz. Entonces, si bien Sam Altman intenta eximirse comparando su industria, él sabe que no es ningún santo.

En resumen, si bien no está mal criticar el derroche energético de OpenAI, es responsabilidad de dicho crítico entender al sistema en su conjunto como un derroche injusto de bienes como el agua o la energía. Asimismo, una postura como la decrecentista nos haría entender que debemos usar la tecnología que poseemos para combatir de manera equivalente al sistema que hoy lleva a la extinción del ser humano. En última instancia, la portada de este artículo costó quizás 50 litros de agua potable, por tanto espero haya valido lo que dicho artículo intenta comunicar.

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El título que me falta

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Ayer me crucé con mis excompañeros de trabajo en una despensa del pueblo. Mientras charlábamos para ponernos al día, me preguntaron cómo iban mis proyectos y yo como iba su trabajo. Pero hubo un comentario en particular que me quedó dando vueltas y me impulsó a escribir este artículo:

“Tendrías que terminar tus estudios, así podés seguir trabajando con nosotros. Tenemos demasiado trabajo en la semana y los salarios no alcanzan para mucho.”

A principios del año 2024 fui invitado a trabajar como profesor, algo que me sorprendió porque no cuento con título secundario y ese, según creía yo, era un requisito excluyente. A inicios del año 2025 hubo cambios estructurales en el lugar donde trabajaba, lo cual convirtió al título en un requisito obligatorio. Al principio intenté rendir mi materia pendiente para alcanzar mi título y poder abrir legajo, pero un cambio administrativo en mi colegio secundario hizo que no solo me faltara una materia, sino un año entero de cursado. Esto hizo que me cuestionara seriamente si valía la pena hacer sexto año de secundaria con mis casi 20 años, y poco a poco fui perdiendo el interés. Comencé proyectos propios, tuve tiempo tanto para el ocio como para trabajar duro, y con los meses, haber tomado distancia del trabajo formal me hizo replantear cuestiones estructurales sobre cómo nos relacionamos como sociedad con el trabajo, los títulos y la administración de nuestro tiempo de vida.

Pepe Mujica una vez dijo: “Inventamos una montaña de consumos superfluos, que hay que tirar y hay que vivir comprando y tirando. Y lo que estamos gastando es tiempo de VIDA. Porque cuando comprás algo, no lo comprás con plata sino con el tiempo de vida que tuviste que gastar para tener esa plata. Pero con esta diferencia… la única cosa que no se puede comprar es la VIDA. La VIDA se gasta. Y es miserable gastar la VIDA para perder la LIBERTAD.”

Esta mañana llegó a mi cabeza esa frase del, según Google, “agricultor y expresidente de Uruguay”, mientras arreglaba mi camioneta. Pensé: “Si siguiera en mi trabajo, estaría cuatro horas al día en un lugar que no es mi casa, trabajando para hacer dinero y poder pagarle a alguien que arregle mi camioneta porque yo no tendría tiempo.” Actualmente aún tengo un trabajo, que es escribir el artículo que estás leyendo, el cual se publica una vez a la semana. Lo que gano lo uso para levantar mi futura casa y para replicar y difundir el proyecto “Auto a basura” del Ing. Edmundo Ramos. No estoy en contra del trabajo ni mucho menos de la educación, sino del sistema que transformó al trabajo y a la educación en medios que, disfrazados de libertad, terminan explotando a las personas.

Si hoy perdiera también este trabajo, elegiría mil veces seguir mi camino sin resignar mi ignorancia—perdón, mi falta de títulos. Y antes que volver a insertarme en el sistema educativo tradicional, tomaría una montaña de libros y después de leerlos los usaría para crear un nuevo sistema educativo. Y si no funciona, al menos lo habré intentado.

La estupidización acelerada que estamos viviendo me recuerda esta frase de Charles Darwin: “La progresiva degeneración de la especie humana se percibe claramente en que cada vez nos engañan personas con menos talento.”

En una modernidad llena de problemas, es difícil comunicar algo que emerja de entre ellos como algo distinto. Mi generación tiene cientos de problemas económicos, mentales, físicos y espirituales, y quizás a la siguiente le toquen cosas peores. Pero también tenemos el increíble superpoder de las redes sociales y su “libertad de expresión”, que censura las bombas cayendo pero enaltece a quienes las lanzan. Sin embargo, estas mismas redes son una excelente y eficiente herramienta del sistema que nos permiten combatirlo sin violencia, porque si buscamos crear algo distinto, no puede ser con sus mismas balas, pero sí con sus algoritmos.

Necesitamos ser inteligentes, leer mucho, porque es necesario entender historia, geopolítica, economía, ciencias exactas y psicología para ser capaces al menos de ver lo que está pasando y desde ahí hacer lo que dijo Einstein: “Quien tiene el privilegio de saber, tiene la obligación de actuar.” Personalmente me declaro ignorante, considero que debo leer mas, al menos veinte minutos al día que es mucho menos de lo que paso scrolleando.

Cierro con la frase del movimiento Orgullo Loco: “Necesitamos cambiar el mundo, no que nos mediquen para soportarlo”, que aboga por una transformación del sistema de salud mental y denuncia la medicalización excesiva como respuesta al malestar psíquico.

En calles y pantallas saturadas de ruido y luces, no podemos abandonar al ser humano, con sus alegrías, creatividad, esperanza y valentía. Es nuestra responsabilidad resistir frente a todo aquello que intente arrebatarnos estas virtudes. Quizás podamos grabarnos leyendo un libro durante esos 15 minutos que permite Instagram. Puede que mis ideas no merezcan un Nobel ni que mi talento alcance un Grammy, pero sí tengo un sueño: que estas líneas signifiquen algo para alguien con ese talento y que ese alguien logre transformar el mundo para mejor, y no lo empeore aún más.

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Adolescencia 

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Netflix nos lanza a una historia que incomoda porque no tiene respuestas, solo preguntas incómodas.

El pasado 13 de marzo se estrenó en Netflix la miniserie británica Adolescence (Adolescencia), que se volvió viral en cuestión de días. Cautivó a la audiencia global no solo por la interpretación cruda e inquietante de su joven protagonista, de apenas 13 años, sino también por el tema que plantea, incómodo y urgente, en torno a uno de los grandes tabúes contemporáneos.

La premisa es sencilla: Adolescence narra la vida de Jamie (Owen Cooper), un chico de 13 años arrestado tras ser acusado del asesinato de una compañera de su escuela. La serie impacta desde el primer momento no solo por su trama, sino por sus técnicas cinematográficas. Cada capítulo está rodado en un único plano secuencia, lo que genera una experiencia inmersiva y casi asfixiante. No hay cortes, no hay escapatoria: somos arrastrados al mundo de Jamie como si estuviéramos ahí, encerrados con él en esa realidad que se vuelve cada vez más tensa, más hostil.

A partir del segundo capítulo, la serie se mete de lleno en el entorno del aparente victimario. Vemos, en carne viva, el caos cotidiano en las escuelas públicas británicas y en el reformatorio donde Jamie espera su juicio. La violencia —verbal, física, simbólica— se respira en cada pasillo. Los vínculos entre estudiantes y docentes están marcados por el abandono, la frustración y la desconfianza. Ahí, entre gritos y empujones, se va moldeando el personaje de Jamie: un joven que, pese a su apariencia infantil, carga con una agresividad explosiva, casi inexplicable.

En el capítulo final, sin juicios morales explícitos ni certezas judiciales, la serie nos empuja a mirar más allá del caso. No se confirma si Jamie es culpable o no. Eso pasa a segundo plano. Lo que importa es lo que representa: un chico como cualquier otro, que podría ser tu hijo, tu hermano o tu amigo. Y sin embargo, está ahí, frente a una acusación terrible. La madre de Jamie, en una escena clave, le dice al padre: “Los criamos a ambos por igual”, en referencia a su hija, aparentemente más estable. ¿Qué falló entonces?

Lo inquietante de la serie no es solo la violencia explícita, sino la normalidad con la que está rodeada. La familia Miller no es disfuncional, el hogar no es un infierno; no hay golpes, ni gritos, ni abandono, todo parece dentro de lo aceptable. Quizás incluso mejor que el entorno de otros chicos. Y sin embargo, algo explotó. Adolescence no nos da respuestas fáciles. Más bien nos deja una pregunta clavada como astilla: ¿Jamie es una excepción trágica o un síntoma de una sociedad entera que está criando a sus hijos al borde del abismo?

La miniserie de Jack Thorne y Stephen Graham y dirigida por Philip Barantini incomoda porque no nos deja refugiarnos en problemas superficiales. No hay villanos claros ni familias rotas que justifiquen el horror. Lo que muestra es mucho más perturbador: un entramado social que educa en la indiferencia, en la hostilidad cotidiana, en el ejercicio de la fuerza como única forma de vínculo. Jamie no es un monstruo, pero tampoco es inocente. Es el resultado de un sistema que falla desde todos sus frentes: el educativo, el afectivo, el institucional y el cultural.

También resuena, inevitablemente, con nuestra propia realidad. ¿Qué pasa en nuestras escuelas, nuestras casas, nuestras calles? ¿Cuántos Jamie hay caminando entre nosotros, formados por contextos que nunca los escucharon, que los ridiculizaron por llorar, que los empujaron a la competencia antes que a la cooperación? La serie no es una advertencia futurista, es un espejo. Uno que, si nos animamos a mirarlo sin parpadear, nos devuelve la imagen de una generación al borde del colapso emocional, creciendo entre pantallas, discursos de odio y una total falta de sentido.

Al final, Adolescence no busca cerrar una historia, sino abrir una herida. Y esa es su mayor virtud. Nos arrastra a ese dolor adolescente que todos preferimos ignorar, porque nos obliga a repensar qué clase de adultos estamos siendo. No es Jamie el que debería estar solo en el banquillo. Es toda una sociedad la que debería reconocerse corrompida. 

En palabras del mismísimo Stephen Graham, durante una entrevista realizada por Rolo Gallego a él y a Owen: “Se necesita un pueblo para criar a un niño”, citando un proverbio de origen africano.

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Bahía Blanca y la necesidad de soberanía decrecentista

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Con no menos de 300 milímetros de precipitaciones en un período inferior a 6 horas –lo equivalente a lo que debería llover en seis meses–, Bahía Blanca registra lo ocurrido el 7 de marzo como un evento sin precedentes que marca un antes y un después en términos de catástrofes climáticas. Tras una cifra récord de 16 personas fallecidas y 1.450 evacuadas, el municipio bonaerense se ve obligado a replantear por completo sus medidas estructurales y no estructurales para la prevención de estos fenómenos climatológicos. ¿Qué pasó realmente? ¿Qué moraleja nos deja este evento para el resto del mundo?

Se sabe que gran parte del desastre ocasionado por el aguacero se debió a la saturación de los canales de alivio, como fue el caso del Canal Maldonado, que atraviesa la parte oeste de la ciudad, y del arroyo Napostá, por el este. Esto ocurrió porque la organización de los canales y alcantarillados no está diseñada para soportar eventos superiores a 30 milímetros por hora, lo cual equivale a la mitad del caudal registrado el 7 de marzo. El profesor de Hidrología de la Universidad Nacional de La Plata, Dr. Ing. Pablo Romanazzi, explicó: “No hay ciudad en el planeta capaz de soportar ese caudal de agua en tan poco tiempo. Todas las obras hidráulicas se hacen para tormentas ordinarias; ningún diseño contempla el tipo de tormenta del viernes pasado”.

En términos más precisos, las herramientas de prevención de catástrofes climáticas se clasifican en dos categorías:

– Estructurales: aquellas que comprenden la distribución de alcantarillados, canales y demás obras hidráulicas destinadas a organizar el caudal de la lluvia.

– No estructurales: caracterizadas por lo que se conoce como “mapas de riesgo”, los cuales evalúan las zonas inundables y buscan concientizar a las personas potencialmente afectadas, mediante la realización de planes de evacuación, planes de contingencia y el establecimiento de sistemas de alerta temprana.

Un ejemplo son las cátedras libres de hidráulica comunitaria dictadas en La Plata para concientizar a la población vulnerable, implementadas tras la precipitación de 400 mm de lluvia en 2 horas en esa ciudad, el 2 de abril de 2013, un récord histórico de precipitaciones en la capital provincial. Si bien los daños materiales ocasionados por estos eventos climáticos son inevitables, las medidas no estructurales contribuyen a la prevención de pérdidas humanas.

Pero, ¿qué hay de la reconstrucción de la ciudad? ¿Tomó el gobierno cartas en el asunto?

Más allá del escepticismo respecto a conceptos como el “cambio climático”, que caracteriza al actual gobierno nacional, las medidas de apoyo hacia los afectados por este fenómeno sin precedentes han sido escasas. Pocos días después de haber arrasado en el ballottage –con el 60% de los votos en Bahía Blanca–, el presidente Javier Milei visitó la ciudad, escenario de tormentas y grandes precipitaciones que también costaron la vida de 16 personas. Ante la población, el intendente y el gobernador de la provincia, el mandatario expresó: “Estoy perfectamente confiado en que, con los recursos existentes, se podrá resolver esta situación”. Posteriormente, se retiró sin aportar ningún recurso a la ciudad. Más recientemente con el diluvio de 2025, el presidente inauguró un puente portátil 5 días después de la catástrofe y dejó un aporte de 10 mil millones de pesos, 27 veces menor que el otorgado por el gobierno provincial (273 mil millones).

Al igual que después del fenómeno de la DANA en Valencia, España, los habitantes de la ciudad organizaron colectas para conseguir recursos, alimentos no perecederos y diversas donaciones que ayudaran a paliar el desastre. Además, formaron sus propias brigadas de rescate para evacuar a los damnificados por el aguacero, en una acción similar a la llevada a cabo en Corrientes, Córdoba y Misiones, donde la mayor parte del combate contra los incendios de 2022 fue organizado por los propios habitantes mediante donaciones y brigadas voluntarias.

Parte del proyecto del presidente consiste en que cada provincia y municipio se sostenga por sí mismo mediante los recursos que genere. Lo ocurrido en Bahía Blanca evidencia la necesidad de una organización popular que enfrente de manera resiliente y práctica los problemas emergentes, así como las causas fundamentales que los originan, vinculadas al modelo capitalista que genera el cambio climático. No se trata de la retrógrada separación de las comunidades en lo que se conoce como “ciudades estado” –como promueven las políticas de Javier Milei–, sino del empoderamiento soberano de los habitantes de cada pueblo. Se busca una soberanía que no de la nación, sino que rompa con la falsa promesa de una protección omnipotente de un sistema ya indefendible.

No se sabe a ciencia cierta qué fenómenos ocurrirán y dónde, pero existe un consenso en la comunidad científica global: si seguimos extrayendo recursos como si el planeta fuera infinito, las consecuencias no pueden ser buenas. ¿Acaso es necesario ser científico para entenderlo?

Una sociedad basada en el decrecentismo –un modelo que busca la sostenibilidad, el bienestar social y reducir el consumo en lugar de perseguir un crecimiento económico infinito– nos invita a repensar el sentido de comunidad, a fomentar la empatía y a valorar roles importantes como el liderazgo colectivo. En este modelo, se premia a quienes, en momentos de crisis, actúan por el bien común, en vez de a aquellos que ocupan cargos de poder sin aportar soluciones. Se respeta a quienes más incendios apagaron o a quienes más vidas salvaron.

Es importante ser consientes de que, nuestra inconciencia, el 7 de marzo nos costó 16 vidas inocentes, demostrando que la naturaleza tiene límites que no podemos ignorar. Más que una crítica, este llamado busca que construyamos una sociedad diferente, basada en políticas locales de resiliencia, mayor participación ciudadana e iniciativas comunitarias para enfrentar los desafíos del clima. Si no actuamos, la naturaleza impondrá sus límites y las consecuencias nos tomarán desprevenidos.

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¿Ya pasó otro día?

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¿Alguna vez te preguntaste por qué un minuto puede sentirse como una eternidad y, otras veces, una hora se esfuma en un momento? o ¿Por qué el tiempo pareciera transcurrir más rápido a medida que crecemos? Imagina estar en una clase aburrida mirando el reloj: las agujas parecen ir cada vez más despacio. Ahora piensa en una tarde con amigos riendo y contando anécdotas: antes de darte cuenta, ya es de noche. ¿Cómo es posible que el mismo reloj marque 60 minutos para ambos casos, pero nuestra percepción sea tan distinta?

La idea de que el tiempo es “relativo” no sólo pertenece a la física, también aparece en nuestra experiencia diaria. De hecho, Albert Einstein explicó esta sensación con humor en una célebre frase: «Cuando un hombre se sienta con una chica bonita durante una hora, parece que fuese un minuto. Pero déjalo que se siente en una estufa caliente durante un minuto y le parecerá más de una hora. Eso es relatividad»​.

No se refería a su teoría científica de la relatividad, sino a algo mucho más simple y cercano: nuestra percepción personal del tiempo.

En la realidad física, el tiempo no cambia su velocidad dependiendo de si estamos entretenidos o aburridos. Salvo que viajemos a velocidades cercanas a la luz o estemos cerca de un agujero negro, una hora dura lo mismo para todos en la Tierra.

Si no es el reloj de la pared el que cambia, debe ser nuestro cerebro. Los psicólogos llevan mucho tiempo investigando cómo percibimos el paso del tiempo. Un hallazgo interesante es la llamada ley de Weber, una teoría del siglo XIX sobre la percepción. Esta ley establece que la diferencia mínima que notamos en un estímulo (ya sea un sonido, un peso o el propio tiempo) es proporcional a la intensidad o magnitud inicial de ese estímulo​.

Por ejemplo, si estás esperando algo que dura 5 minutos y de pronto se extiende a 10, notarás claramente ese cambio (el doble de tiempo). Pero si tenés un viaje de 3 horas y se alarga 5 minutos más, probablemente ni lo percibas. Cinco minutos son cinco minutos en el reloj, sí, pero no “pesan” lo mismo cuando los añadimos a 5 minutos que cuando los añadimos a 3 horas.

Además de este aspecto proporcional, nuestra percepción temporal está muy influenciada por la atención y las emociones. Cuando algo nos atrapa por completo —un videojuego, una buena película, una conversación interesante— tendemos a entrar en un estado de “flujo” en el que casi olvidamos el tiempo. En esos momentos, podemos perder la noción de la duración porque el cerebro está tan concentrado que no “marca” cada segundo.

En ambos casos, el reloj físico sigue avanzando al mismo ritmo, pero nuestra experiencia interna del tiempo es completamente distinta. La “teoría de Weber” y estos fenómenos psicológicos nos muestran que el tiempo, más que un tic-tac uniforme, es elástico en nuestra mente. Lo estiramos o comprimimos según la cantidad de estímulos que recibimos y cómo los interpretamos. El tiempo es relativo a la emoción. Así, la subjetividad humana crea una suerte de relatividad cotidiana: no la de las ecuaciones de Einstein, sino la de las sensaciones.

En las grandes ciudades, la vida suele transcurrir a mil por hora. Imagina una mañana en una metrópoli: personas caminando apuradas, coches tocando bocina, colores intensos resaltando marcas. Todo se mueve rápido. La ciudad nos obliga a un ritmo acelerado: vamos corriendo a todos lados, pendientes del reloj, y a veces “parece que cada minuto se torna imperceptible”

Tenemos la sensación de que el día no alcanza, de que el tiempo es un recurso escaso que se nos escapa. Paradójicamente, al estar tan ocupados, muchas veces las jornadas en la ciudad pasan volando porque nuestra atención salta de una tarea a otra sin descanso. Cuando finalmente nos detenemos, ya anocheció y nos preguntamos: “¿En qué momento se fue el día?”.

En el campo o en entornos rurales, en cambio, el ritmo suele ser más pausado. La vida cotidiana se rige más por los ciclos naturales (la salida del sol, la hora de atender los animales, la hora de cocinar) que por la agenda o el cronómetro. Los segundos no vienen cargados de pitidos de notificaciones ni de semáforos cambiando, sino de momentos más uniformes: el crujido de la madera en la casa, el zumbido de un insecto, el ritmo de tu propia respiración. Con menos distracciones y menos prisa, es común sentir que el tiempo se alarga.

Por supuesto, ni la vida urbana es siempre frenética ni la rural es siempre apacible. Pero nuestros entornos, así como nuestra presencia consciente en el ahora, influyen mucho en cómo sentimos el tiempo. En la ciudad solemos hablar de que “no tenemos tiempo para nada”, mientras que en el campo es más común sentir que las horas rinden más. El entorno urbano, con su sobrecarga de estímulos, puede saturar nuestro reloj interno —un fenómeno parecido a escuchar música muy alta: después de un rato, dejamos de distinguir cada nota—. En contraste, el entorno natural y rutinario del campo puede devolvernos la capacidad de notar cada minuto, porque no estamos corriendo tras ellos.

En resumen, la percepción del tiempo es un juego entre nuestras neuronas, nuestras emociones y el mundo que nos rodea. Einstein nos recordó con su broma que el tiempo “relativo” no sólo está en las fórmulas de la física, sino también en el bostezo de una tarde de domingo. La teoría de Weber nos sugiere que percibimos la duración de manera proporcional, comparando cada experiencia con la anterior. Y nuestra vida diaria —ya sea en el asfalto o bajo el cielo estrellado del campo— le pone el marco a ese reloj subjetivo que todos llevamos dentro.

Simplemente con estar completamente conscientes del momento presente, evaluando lo que vemos, oímos y olemos en este momento, somos perfectamente capaces de estirar el tiempo a nuestra voluntad. y el poder transformador que tiene eso repercute directamente en nuestra calidad de vida.

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