Cuando las multinacionales lloran, los trabajadores se mojan
Hay momentos que se repiten con la precisión de un reloj suizo. Cambian los nombres, los paisajes, los apellidos suecos o italianos, pero el mecanismo se activa con puntualidad: una gran empresa anuncia suspensiones, invoca un “contexto internacional complejo”, señala la caída de pedidos y, sin más explicaciones, instala una narrativa. La culpa flota en el ambiente, difusa pero direccionada, como una consigna sacada de un manual de macroeconomía mal leído.
La escena más reciente ocurrió en Tucumán. Allí, la automotriz Scania decidió suspender temporalmente a parte de su plantilla debido a una merma en los pedidos de cajas de cambio y componentes para exportación. La empresa aludió a una caída en la demanda global —especialmente desde Brasil y Europa— y a dificultades en la cadena de suministros. En ningún tramo de su comunicación oficial mencionó el tipo de cambio ni problemas de competitividad interna. La expresión “efecto dólar barato” apareció como interpretación periodística en algunos medios locales, pero no fue incluida en las declaraciones de la firma. Una lectura apresurada, eficaz para instalar un clima, aunque sin sustento empírico.
La estrategia no es nueva: consiste en presentar una decisión comercial como si fuera una denuncia estructural. Así se construyen climas, no con estadísticas, sino con títulos que sugieren más de lo que dicen. Y así se reactiva, una vez más, el mito de la Argentina inviable.
Un procedimiento similar se repitió días atrás en Misiones. Visuar S.A., empresa que ensambla electrodomésticos bajo licencia de Samsung, informó mediante una carta a sus clientes que dejaría de operar en la provincia a partir del 30 de junio. Alegó “retenciones excesivas” y “demoras arbitrarias” por parte de la Agencia Tributaria de Misiones (ATM). Sin embargo, la nota carecía de elementos objetivos: no incluía montos, no mencionaba recursos administrativos en curso, ni aclaraba si había alguna acción judicial presentada. Fue una acusación sin pruebas, redactada en tono de epístola corporativa y difundida como si se tratara de una resolución inapelable.
En ambos casos, el patrón se repite: decisiones privadas se presentan como injusticias públicas; ajustes estratégicos, como martirios impositivos. No se ofrecen balances ni proyecciones: en su lugar, se propone una narrativa. Y cuando el relato suplanta al dato, la discusión se degrada.
Los datos, sin embargo, dibujan otro escenario. Según el INDEC, el salario industrial argentino ronda los 261 dólares mensuales, uno de los valores más bajos desde 2002. La inflación se desacelera: en mayo fue del 1,5 %, el registro más bajo desde 2017. El tipo de cambio real multilateral muestra cierto atraso, sí, pero dentro de márgenes previsibles. El primer trimestre del año cerró con un superávit comercial de 761 millones de dólares y un crecimiento del PBI del 0,8 %. Algunos sectores industriales —como el lácteo— acumulan 13 meses consecutivos de rentabilidad. Otros, como la carne, enfrentan caídas, pero por factores externos, no estructurales.
En ese contexto, que una empresa suspenda personal por falta de demanda puede ser comprensible. Lo que no resulta legítimo es que esa decisión se convierta en mensaje político, sin pruebas, sin referencias técnicas, sin la más mínima vocación de transparencia.
Tampoco es razonable que una firma intente condicionar la política fiscal de una provincia mediante cartas dirigidas a sus clientes. Las percepciones anticipadas del impuesto sobre los Ingresos Brutos existen en todas las jurisdicciones argentinas. Lo que varía es la capacidad de administración. Que Misiones actúe con eficiencia tributaria no la convierte en una excepción arbitraria, sino en un caso institucionalmente serio.
Lo más inquietante es la velocidad con la que estos relatos se instalan como verdades evidentes. Cuando un empresario denuncia “asfixia”, pocos le piden documentación. Cuando una multinacional habla de “contexto adverso”, nadie exige comparaciones. La narrativa del capital doliente goza de prestigio automático. Y en ese prestigio, la política económica queda a merced de las emociones ajenas.
Claro que las empresas pueden replegarse, ajustar márgenes, reorientar mercados. Lo que no pueden —al menos sin objeción— es convertir esos movimientos en dogmas. Porque cuando el balance cede ante el comunicado, lo que retrocede no es solo la inversión.
Lo que retrocede es la soberanía.
