Cinco hipótesis para la Argentina que viene

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Liderazgo preponderante. Los sistemas de partidos (la oferta política en un país) se mueven lentamente. Avisan previamente antes de romperse o rearmarse. Argentina tiene un sistema de partidos roto, donde, en las especulaciones, todo es posible. ¿Es posible un armado que reproduzca los dos polos que terminaron compitiendo en el último balotaje? Sí. ¿Es posible que la LLA vaya sola? Sí. ¿Es posible un PRO solo? Sí. ¿En alianza? Sí. ¿Partido en dos? Sí. ¿También es válido esto para la UCR? Sí. ¿Es posible alguna expresión un PJ unido? Sí. ¿Dividido? Sí. ¿Algún armado opositor sui generis? Sí.

Lo único claro es que hay un liderazgo preponderante que se constituye en un ordenador circunstancial de semejante desorden de la oferta y es el presidente Javier Milei. La última gran experiencia equivalente fue el liderazgo preponderante de CFK en el año 2011. ¿La consecuencia política? Que el sistema tiene una variable independiente representada en la figura del mandatorio y que, las chances de la oposición no son autónomas, sino dependientes del éxito del primero.

Que le vaya bien o mal al primero, es lo que determina que, al menos en el nivel nacional, alguien tenga chances de ser competitivo, entiéndase, chances de ganar. El éxito de la oposición deja de ser expresión de virtud propia. En un sistema federal, podría haber acciones de coordinación opositora, pero son infrecuentes, al menos hoy.

Desacople de niveles. El sistema de partidos tiene dos niveles actualmente, uno nacional y otro provincial. En el nacional, el oficialismo es una clara primera minoría con valores superiores al 40% de apoyo en cualquier escenario, incluso sin desconocer las chances de transformarse en mayoría si se reconstruyese un escenario similar al último balotaje. Al frente, en la oposición, no se sabe cómo se articulará la oferta.

En los niveles provinciales, el oficialismo nacional, en promedio en cada provincia, arranca con un tercio de apoyo -eso es muchísimo-, pero tiene límites frente a los espacios provinciales que están muy sólidos en todos los colores políticos y muy cerrados, recluidos en sus propios límites y provincializados en sus discursos.

Los gobernadores están preocupados por mantener gobernabilidad, recursos y aceptación en sus respectivas provincias. Y victorias electorales también. En promedio, al conjunto de ellos no les va mal, superando (la mayoría de ellos), a la imagen del presidente en sus respectivos distritos. Ante ello, los gobernadores, no están dispuestos a arriesgar su capital propio pujando en la compulsa nacional, dejando servida una experiencia parecida a la ultima elección: juegos provinciales autónomos, desacoplados (aún con una LLA avanza que en lo provincial será más fuerte que las experiencias del 2023), y un juego nacional con su propia dinámica donde el oficialismo es el gran favorito. Esto es más significativo para gobernadores cuyo voto tiene una fuerte superposición con el voto mileísta.

Nótese que ni los gobernadores opositores expresan una acción colectiva coherente, articulada y sostenida. Sí hubo y hay experiencias de articulaciones de gobernadores sobre temas concretos, específicos, que fuero exitosas. Fueron mecanismos de negociación ante la ley Bases o DNUs. Pusieron frenos y consiguieron algún rédito, pero son experiencias eventuales, específicas, fugaces y no replicables a mayor escala, menos en lo electoral.

Antikirchnerismo versus antimileismo. Hay una puja en pleno duelo público: las dicotomías mileísmo-antimileísmo versus la de kirchnerismo-antikirchnerismo. Si prima la segunda, la estabilidad de la oferta es bastante obvia y los resultados nacionales estarán más cerca de parecerse a los del balotaje. El oficialismo juega a esto.

Si la primera dicotomía es la que prevalece, significa un cambio de época y una gran rearticulación del sistema de partidos. Es lo que quisiera gran parte de la oposición, pero no lo logra. Si la puja es Milei versus el resto, es obvio que se profundizará la polarización. Más radical, más extrema. Vaya un dato para corroborar esto (que también fue parecido en la mejor época de CFK). La aprobación del presidente tiene forma de “U”. Altos niveles de aprobación concentrados en categorías extremas en la escala: amor incondicional. Y altos niveles de desaprobación concentrados en el otro extremo, sin puntos medios. Odio visceral.

En cambio, los gobernadores tienen una aprobación en forma de “V invertida”. Apoyos más moderados (superiores que los rechazos), y rechazos más moderados también.

El foco en el costo de la economía como velo. El comportamiento electoral es un “embudo causal”, al decir de Angus Campbell: muchos elementos explican la motivación del voto, pero alguno se torna más potente y minimiza o desdibuja a muchos otros temas. Eso pasa cuando la economía funciona bien. La teoría del voto económico parte del supuesto de que la ciudadanía hace una extrapolación lineal del desempeño económico que se ha tenido hacia lo que ocurrirá en el futuro y, de acuerdo a esas predicciones, formula posturas de apoyo -o rechazo- hacia el gobierno.

Cuando la economía no funciona adecuadamente, ese velo se corre o se levanta y permite aflorar otros temas paralelos o marginados previamente. No siempre se trata de temas nuevos. Esto fue muy evidente con el kirchnerismo en el poder. Mientras tenía apoyo económico y la bonanza de la redistribución social funcionaba, todo se minimizaba, particularmente la corrupción, la inseguridad y los ataques a la prensa. Cuando ello mermó, el discurso opositor, sin novedad alguna en sus temas, se volvió efectivo de golpe.

Actualmente, el oficialismo pone el foco en el costo fiscal (y el desempeño de variables macroeconómicas), la oposición en el costo social (desigualdad y el impacto en la microeconomía). Por ahora y con discreta diferencia, el primero está imponiéndose.

También, la economía comienza a funcionar como un velo que tapa muchas otras variables. La baja de la inflación, la estabilidad cambiaria, la baja del riesgo país y algún repunte sectorial de la economía, compiten con alguna diferencia favorable frente a la pérdida del ingreso real, precarización del mercado de trabajo, una primarización de la economía y un aumento de la desigualdad. Pero más que eso, tapa cuestiones mal llamadas “de forma”. Sacudones de la institucionalidad existente. Discursos de incivilidad que acrecientan la polarización, descalifican a quien piense diferente, incluyendo acciones de hostilidad digital. Amedrentamiento periodístico constante. Alineamientos ideológicos internacionales extremos. Procesos de cooptación institucional de opositores (como ingeniería de gobernabilidad). Una relativa opacidad y discrecionalidad de muchas transformaciones que, más allá de cosas mejorables, reformas, actualizaciones o disoluciones, son atribuciones de transformación del estado sin equilibrios, deliberaciones o controles. En la demonización del estado y la adoración del mercado, se está proponiendo un gran paquete de ideas en una oferta al por mayor donde nadie sabe bien qué hay adentro. Lobbys y regulaciones a favor de privados con intereses concretos. Cada regulación no es neutra. Las dudas y el desconocimiento de los beneficios públicos de cada transformación no forman parte del escrutinio público del votante oficialista. Por ahora, el velo, como antes pasó, funciona. Y puede durar largo rato así.

La tentación de olvidar las “formas” solo por creer que hay consenso sobre el “fondo”, es trabajar priorizando el velo. La ostentación de poder es una situación de un poder que se siente sobrado, que se percibe imbatible, pero, sobre todo, impune. Se instala (eso puede significar años) una relativa aquiescencia o conformidad por parte de la sociedad que entiende a las formas como algo en lo que cede en la espera y la expectativa del cumplimiento del fondo. Algo así como una perfecta second best option, vale decir, lo menos malo en este momento y lugar. Muchos sistemas políticos, en cuestión de formas, toleraron el “roba pero hace”, “es autoritario pero hace”. Esas formas son un rato, una transitoriedad. Los gobiernos son castigados cuando el fondo -lo primero- no se logra, pero en igual proporción sobre lo segundo, las formas, aun habiendo logrado lo primero. Ya ni hablar si las cosas de fondo fallan, ahí las formas aceleran el castigo.

La batalla cultural: Zetigeist, clima y Kuuki. Quien gana siempre suele tentarse de afirmar que arranca no sólo una era, sino un cambio cultural. Es de manual querer cambiar el Zeitgeist, expresión alemana que significa “el espíritu (Geist) del tiempo (Zeit)”, un clima cultural dominante que define una era en el mundo, el alma o sentido de un periodo particular en la historia. Podría decirse que se refiere a la ética y moral de una era y un lugar, como también al espíritu colectivo de un tiempo y espacio como reflejo de su cultura.

Pero lo que regularmente existe es un “clima de opinión”, corrientes de opinión predominantes en una sociedad. En la teoría de la Espiral del Silencio de Noëlle-Neumann, esta destaca cuánto importa que los individuos cuenten con la posibilidad de percibir la distribución de la opinión pública con respecto a determinados temas, más que “lo que la gente piensa”, “lo que la gente piensa que piensan los demás”.

Y agrego otro concepto: el Kuuki, término japonés equivalente que refiere a la atmósfera creada respecto a una situación en la cual todos los involucrados se compelen a ella. El kuuki es un mecanismo que agrava la situación de tal manera que los involucrados se ven obligados a cumplir con la posición planteada. Connota una presión social, política y psicológica fuerte, pero sobre un tema en concreto. Específico.

¿Por qué esta disquisición semántica? Porque un cambio cultural, un clima de época, no se logra con una elección ganada. Más de una década se necesita para ello, aún con liderazgos fuertes. Lo que sí hay son cansancios, frustraciones, posturas o necesidades asociadas a climas de opinión. Efímeros, como el clima mismo, que transicionan constantemente. Confunden a veces por su estabilidad, pero sorprenden otras, por su finitud.

Y lo que, cada tanto aparece, son kuukis, presiones momentáneas ineludibles. Achicar, cambiar, ajustar, parecía que estaba en el clamor popular. Revisar la eficacia, pero más la eficiencia del estado. Veo una competencia nacional para rediscutir el peso del estado. Algunos queriéndolo desaparecer, romper, destruir, demonizar, y otros volviéndolo más chico, con más control, poniéndolo en boxes y calibrándolo, pero, como mínimo, sabiendo que como estaba no iba más.

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Un NO debate presidencial

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¿Qué dice la teoría de los debates? Que legitiman el sistema democrático, fijan agenda sobre los grandes temas, persuaden al electorado, dotan de información y aportan a la calidad institucional. Sin embargo, ¿qué discutimos en Argentina tras el primer debate? Un dedo levantado, un minuto de silencio, tiempos incumplidos para un candidato y otras cuestiones de forma y actitud. Percibimos alto contenido ideológico, monólogos y posturas moralistas conocidas como “espiritualización de los asuntos materiales” que suelen producir verdaderas discusiones culturales, religiosas o sociales que sí generan discusión a posteriori. ¿Qué efecto se pudo ver en los diferentes sondeos que se publicaron? Que terminó afirmando las tendencias que se sostenían de manera previa, es decir, reforzando las preferencias. ¿Se percibieron corrimientos electorales en los sondeos? No. Así pasamos al segundo debate presidencial. Arrancó con una breve y prometedora presentación inicial. Para Macri hay bases construidas. Para el resto de los oponentes la situación es mala y hay que discutir la crisis. Hay que discutir proclamaron. Ahí la jugada fue de uno contra cinco. 

Pero luego el debate cambió. Nuevamente la ideología fue central y el escenario fue tres a tres. En la seguridad fue explícita esa diferencia. Tres actores desde el progresismo destacando la desigualdad y tres actores desde un conservadurismo envalentonado muy -pero muy corrido- hacia la mano dura. La puja, la gran puja del debate se corrió hacia la derecha. La superposición de propuestas, valores y énfasis de Macri, Espert y Gómez Centurión fue notable y ahí se juega mucho en votos, especialmente para el futuro. El debate sobre economía fue la nada misma. Lejos, el bloque más abstracto, menos concreto. Lugares comunes, pocas políticas y las chicanas más duras. Muchas y cruzadas. Sorprendió Macri: su bloque más sólido -actitudinalmente- pero justo en su política más floja. La corrupción fue su eje: “se robaron la plata de las obras” le espetó al candidato del Frente de Todos. Pero la respuesta más incisiva de Fernández fue exactamente ahí, asociando al apellido Macri con la corrupción del estado: “Clan Macri” le respondió, recordando a la vieja idea de la “patria contratista”. 

La calidad institucional fue el bloque de la hipocresía. Desde eliminar la coparticipación hasta las críticas furibundas entre quienes son y fueron oficialistas. Y ni hablar del bloque de desarrollo social cuando el intercambio se dio en el eje pobreza. Poco consistente para decir de eso… Uno a uno variaron algo en una semana. Sorprendió Macri con el uso del pronombre “ellos” aludiendo implícitamente al kirchnerismo. Fue muchísimo más negativo y adversarial que en el primer debate y en término de solidez y actitud mejoró mucho, especialmente en su manejo no verbal. Muy enfático y con autocrítica cero, sobraron las picardías discursivas que no le suman -con tanta negatividad de su imagen- y cerró con su fallido cambio cultural, quizás animado por su marcha electoral #SiSePuede. 

Espert intentó diferenciarse -más que Macri- de Fernández tratando de interlocutar de modo directo y tuvo un buen manejo escénico y discursivo, sin nada que perder y con la displicencia de quién no será gobierno. Bajísimo en intensidad Lavagna. Sin fuerza ni convicción y volviendo algo más a la comodidad del centro. Quizás sí eso posibilite un movimiento mínimo de votos en el centro. Gómez Centurión sin la defensa de las dos vidas es otro candidato, más racional pero menos potente. Del Caño en un registro afuera del diálogo y con un intento de incorporar latiguillos discursivos o populares. Y un Fernández que no brilló y estuvo mucho más tiempo a la defensiva y hasta apesadumbrado en su rostro, salvo en el cierre donde estuvo en su performance más cuidada y editada. A su favor, quizás jugando a la dinámica del boxeo sabiendo que, ante el empate, la corona queda para el campeón. El tema es que no ganó todavía…  Así pasaron los dos debates. Oportunidades para defender la postura propia y rebatir la postura del oponente donde el debate es una lucha de pura campaña negativa, en particular, de “comparación explícita”. Este segundo, en particular, fue incluso más de ataque directo que de comparación, y con cruces personales más ofensivos. Incluso hubo registros de tensión entre los dos principales candidatos fuera de cámara y sin saludarse. Fue un acto carente de políticas concretas como propuestas y carente de muchas verdades también. Por suerte, dejó transpirar sin filtros las ideologías de cada uno, que en definitiva es el mejor modo de juzgar a los candidatos porque es su sistema de creencias desde el cual actúan y deciden.

Pasó un modelo de debate que cumple con la exigencia democrática e institucional pero no con el intercambio. La exigencia cívica de ver a los candidatos sin edición, se vio, no es tan real. La función ritual fue cumplida, y según la evidencia comparada, sus efectos sobre el sistema político seguramente serán discretos. Tras dos debates sigue una duda que persistirá más firme que nunca: ¿es quien mejor debate, necesariamente un mejor líder? No. Macri estuvo bien, pero para la mayoría de los argentinos y argentinas, su gobierno no. Así es que son los desempeños de los gobiernos los que responden a ese dilema. El 27 tendremos la respuesta. 

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Del pragmatismo realista a la negación

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Se tiende a evaluar la comunicación política separada de la política y eso es un error. La comunicación es el modo en que la política se hace pública. Son indisociables. El jefe de Gabinete, Marcos Peña, afirmaba: “Somos un gobierno pragmático y eso exige mayor flexibilidad”. Por eso al analizar la comunicación gubernamental de Cambiemos la cuota de pragmatismo era su sello dominante. Autodefinida como postideológica, exhibía reacción para retroceder y capacidad para adaptarse a tiempo real. Y, poco frecuente en la política, hasta pedía disculpas a veces.

¿Es así hoy? Veamos.
La comunicación política es una gran charla social en la que todos tienen capacidad de opinión sin importar su nivel de argumentación. Como el fútbol, como la religión, la comunicación política es el nuevo fenómeno de las polémicas nacionales con debates que nos permean, nos esperanzan y nos ofuscan.
 
En esta gran plática los protagonistas de Cambiemos siguen hablando, pero no se les escucha igual que antes. Esta coalición electoral demostró una aguda destreza para ganar campañas, pero al parecer no para hacer que la comunicación de gobierno construya legitimidades en torno a sus medidas. Cambiemos habló mucho de las culpas pasadas, pero no logró encauzar su responsabilidad actual.

El Gobierno, el propio presidente y la mayoría de los ministros tienen más negatividad que positividad en su imagen, y algunos con diferencial negativo pronunciado: esto es, de cada tres personas, al menos dos los evalúan mal. Incluso por cuestionamientos éticos.
El poder de lo simbólico en política es poder gestionar la comunicación articulando la propia acción política que habla tan alto como su discurso, pero respetando el contexto. El contexto debería obsesionar a quienes comunican. Es la base misma de la eficacia comunicacional, donde esta se apoya para no ser solo aire. Lo ocurrido en el día más intenso de la corrida financiera fue muy gráfico. Mientras actores encumbrados de Cambiemos restaban trascendencia o llamaban a la tranquilidad, la negatividad del debate en redes (Facebook y Twitter) era del 100% y la emoción predominante fue la “ira”, según datos de Q Social Now.

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