Silvia Abaca

Periodista.

Honrar el voto es honrar al votante

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En la Argentina de hoy, cada vez que crece el malestar social, que los salarios se desploman, que las tarifas asfixian o que las instituciones tiemblan, vuelve a aparecer una consigna que pretende cerrar cualquier discusión: “hay que honrar el voto”. Es una frase poderosa, usada como escudo moral, pero que esconde un desvío fundamental: transforma la obediencia en virtud y la crítica en falta.

Sin embargo, en democracia honrar el voto no significa callarse, sino todo lo contrario: es exigir que quienes fueron elegidos cumplan lo que prometieron. La democracia no es un acto de fe. Es un contrato político.

El respeto va del político al votante, no al revés

Los funcionarios electos —presidentes, gobernadores, intendentes, legisladores— llegaron a sus cargos porque un conjunto de ciudadanos confió en su palabra. Ese contrato electoral no es simbólico: es concreto. Incluye promesas, diagnósticos, propuestas y un rumbo anunciado ante toda la sociedad.

Agustín Rossi, (diputado electo por Santa Fe), en uno de sus vivos en redes, dijo: el primer gesto de respeto del político hacia su electorado es cumplir con aquello para lo cual fue elegido.

Cuando un gobierno promete alivio y aplica ajuste, cuando promete defender derechos y los recorta, cuando promete institucionalidad y gobierna a los empujones, no es el ciudadano que reclama quien “deshonra el voto”: es el político que incumple su palabra.

La legitimidad de origen no habilita el daño

Haber ganado elecciones no otorga carta blanca. La legitimidad se renueva día a día con la coherencia entre lo prometido y lo realizado. Un gobierno puede ser elegido democráticamente y, aun así, gobernar de manera dañina para quienes lo apoyaron.

Es en ese punto donde aparece la discusión real: el voto no es un contrato de silencio, sino un contrato de responsabilidad.

¿Por qué la gente vota a la oposición?

Porque la decepción también es un acto político.

Cuando las promesas se convierten en su contrario, cuando las decisiones golpean especialmente a quienes más esperaban un cambio, cuando la vida cotidiana se vuelve más difícil en lugar de mejorar, la ciudadanía reacciona.

La gente vota a la oposición por razones muy concretas: porque siente que la palabra empeñada fue traicionada, porque el rumbo económico lastima su vida diaria, porque la gestión contradice aquello que se prometió en campaña, porque la frustración se transforma en necesidad de un nuevo horizonte y porque en democracia, cambiar el voto es una forma de control, no de traición.

Votar a la oposición no es un capricho ni un giro irracional: es la consecuencia lógica de un contrato roto.

La alternancia es la forma más elemental de decir: “esto no era lo que nos prometieron, queremos otra cosa”.

La verdadera deshonra al voto ocurre cuando se pretende que un pueblo entero permanezca inmóvil, aun cuando aquello que se le ofreció no se cumple.

Honrar el voto es proteger la voluntad popular, no justificar cualquier política

En un país con desigualdades crecientes, incertidumbre económica y malestar extendido, pedir silencio en nombre de “honrar el voto” no fortalece la democracia: la debilita.

La democracia se sostiene con participación, con debate, con control ciudadano.

No con miedo, ni con obediencia, ni con la idea de que la crítica es una falta moral.

El votante ya hizo su parte: eligió de buena fe. La responsabilidad ahora es del gobernante y del legislador de turno. Y si esa responsabilidad no se cumple, la ciudadanía no solo puede, sino que debe reclamar, exigir, corregir y —cuando llega el momento— votar distinto.

El voto se honra exigiendo, no obedeciendo

Sí, hay que honrar el voto. Pero honrarlo no implica defender al gobierno cueste lo que cueste.

Honrarlo significa defender a la ciudadanía, su dignidad política y su derecho a ser respetada.

El político honra el voto cumpliendo su palabra. El ciudadano honra el voto exigiendo que así sea.

Y cuando no lo es, la oposición —y el voto a la oposición— se convierten en la herramienta legítima, necesaria y profundamente democrática para corregir el rumbo.

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El derrumbe del “megapréstamo” de Milei y el giro militarista en Defensa: un combo que tensiona al Gobierno

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El gobierno de Javier Milei atraviesa uno de los momentos más delicados desde su asunción. A la incertidumbre económica que detonó la caída del anunciado préstamo de USD 20.000 millones —que ya niegan los propios bancos supuestamente involucrados— se suma el nombramiento del teniente general Carlos Alberto Presti al frente del Ministerio de Defensa, el primer militar en ocupar ese cargo desde 1983.

Ambos hechos, que estallaron con pocos días de diferencia, permiten trazar un patrón inquietante: opacidad financiera, improvisación política y un avance sostenido hacia la militarización del poder estatal.

1. La novela del “préstamo de 20 mil millones” que nunca existió

El anuncio que abrió el mercado… y después se desmoronó. El Gobierno había presentado la operación como un hito: un paquete de USD 20.000 millones gestionado con bancos privados y bajo el paraguas del Tesoro de Estados Unidos, que permitiría desarmar el cepo, estabilizar el tipo de cambio y asegurar liquidez para el verano. Pero el relato no resistió, pasadas las elecciones, los propios bancos —entre ellos JPMorgan, el Bank of America y el Citi— filtraron que nunca avanzaron con esa línea de crédito y que la operación estaba “archivada” por falta de garantías suficientes. La información fue confirmada por Reuters y por el Wall Street Journal, lo que dejó expuesta una brecha enorme entre el discurso oficial y la realidad financiera. El ministro de Economía llegó incluso a decir que “no se discutió ningún préstamo de 20 mil millones con bancos privados”, desmintiendo de facto al propio Gobierno.

Qué se negociaba realmente

Según fuentes del sistema financiero, lo que efectivamente estaba en discusión era algo mucho más modesto: un repo de unos USD 5.000 millones, con bancos que exigían garantías claras, y que pedían la intervención más explícita del Tesoro de EE.UU. Nada que ver con el megapréstamo que Milei vendió como un “rescate privado histórico”.

Por qué se cayó

Los bancos se retiraron por tres razones principales:

1. Falta de colaterales: Argentina no ofreció garantías ni activos que funcionaran como respaldo real.

2. Riesgo de default soberano a corto plazo: enero presenta vencimientos por más de USD 4.000 millones, y sin un programa sólido, nadie quiso exponerse.

3. Interferencia política en EEUU: el Tesoro no avaló formalmente la operación en los términos que el Gobierno necesitaba.

En síntesis: hubo sobrepromesas, subnegociación y un uso político del anuncio.

Impacto político y económico

La caída del préstamo golpea en tres frentes:

Credibilidad externa: Argentina aparece como un gobierno que anuncia operaciones que no están cerradas.

Mercado cambiario: sin los dólares prometidos, se tensionan las expectativas sobre el cepo y el dólar financiero.

Narrativa presidencial: Milei pierde su carta principal para demostrar que su estrategia “pro-mercado” abre puertas.

La “vuelta al mundo” que prometía Milei, por ahora, es más ruido comunicacional que financiamiento real.

2. El nombramiento de Presti: un giro histórico hacia la militarización

La designación del general Carlos Presti como ministro de Defensa marca un quiebre institucional mayúsculo: rompe la tradición de más de 40 años de conducción civil de las Fuerzas Armadas. Hay un militar en Defensa por primera vez desde 1983. En un país con la memoria todavía abierta por el terrorismo de Estado, el gesto es más que simbólico: instala a un militar activo en uno de los ministerios más sensibles del régimen democrático.

El perfil del hombre elegido preocupa. Presti no solo es jefe del Ejército, es un cuadro con fuerte ascendencia interna y con un discurso público alineado con Milei en temas geopolíticos y de “orden”. A eso se suma un dato que profundiza la incomodidad: su padre, Roque Presti, fue coronel durante la última dictadura militar. El Gobierno lo presenta como un dato irrelevante; para organismos de derechos humanos, es un antecedente que amerita preocupación.

La respuesta política e institucional

Las reacciones no tardaron: La UCR habló de “retroceso democrático grave”.

Agustín Rossi, exministro de Defensa, dijo que la medida “quiebra la subordinación militar al poder civil”.

Sectores de la sociedad civil ven en el nombramiento un intento de “normalizar” la presencia militar en la conducción política. Para un Gobierno que reivindica un “orden” casi militarizado en el discurso, la designación aparece como parte de una lógica más amplia.

3. Dos crisis que se cruzan: improvisación y militarización

La suma de ambos hechos —la caída del megapréstamo y el ascenso de un militar al gabinete— abre un interrogante mayor: ¿el Gobierno está reemplazando la gobernabilidad económica perdida con una creciente centralidad militar en la toma de decisiones?

En los últimos meses Milei reforzó la presencia de uniformados en actos oficiales, otorgó a las FFAA roles ampliados en seguridad interior, recortó funciones de control civil en Defensa y ahora lleva a un militar al nivel ministerial. Para analistas críticos, es un reacomodamiento del poder, si no llegan los dólares, llega el músculo militar.

4. Un Gobierno más débil y más rígido

Argentina enfrenta simultáneamente: un Gobierno que promete financiamiento que no logra conseguir, un gabinete que se militariza en áreas sensibles y un presidente que apuesta más al gesto épico que a la negociación política real. Lo económico no se ordena y lo institucional se endurece. Una mala combinación para un país con la historia de la Argentina.

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La reforma laboral de Milei: flexibilizar para disciplinar

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Por estos días, el gobierno de Javier Milei impulsa una profunda reforma laboral que, bajo el argumento de “modernizar el mercado laboral”, busca alterar pilares históricos de la relación entre capital y trabajo en la Argentina. El discurso oficial promete que la flexibilización generará empleo y dinamizará la economía. Pero detrás de ese relato liberal se esconde otra intención: debilitar la base social y política del peronismo.

La experiencia argentina y latinoamericana es contundente. Cada vez que se avanzó en flexibilizar las leyes laborales, no se crearon nuevos puestos de trabajo, sino que se precarizaron los existentes. Las empresas no contratan más porque haya menos derechos, sino cuando hay mayor consumo, inversión y crecimiento. Quitar indemnizaciones, limitar la acción sindical o promover contratos temporales no estimula la producción: abarata el despido y debilita la organización colectiva.

Y todo esto ocurre a pesar de que los trabajadores “en blanco” representan hoy apenas la mitad de la fuerza laboral del país. Es decir, el problema del empleo no radica en los costos laborales o las regulaciones, sino en un modelo económico que excluye a la mitad de los argentinos del trabajo formal. La reforma, lejos de integrar, profundiza la fragmentación.

El objetivo político de fondo, es claro. La estructura sindical argentina, con sus convenios colectivos y su historia de luchas, constituye uno de los últimos bastiones del poder popular. Desarticularla implica avanzar sobre el núcleo del movimiento obrero organizado, el mismo que dio sustento al peronismo desde mediados del siglo XX. Por eso, la reforma no es solo económica: es un intento de disciplinamiento social.

Sin embargo, también es necesario reconocer que una parte del sindicalismo argentino llega a esta coyuntura debilitada por sus propias contradicciones. Dirigentes enquistados, estructuras burocratizadas y una distancia creciente entre las cúpulas y las bases han erosionado la legitimidad de la representación obrera. En muchos casos, la falta de renovación, la comodidad del poder corporativo y la ausencia de una estrategia política transformadora facilitaron el avance de la ofensiva neoliberal.

En lugar de anticiparse y organizar una defensa colectiva, gran parte del movimiento sindical se replegó en la negociación sectorial, abandonando la disputa por un modelo de país.

Milei promete “liberar” las fuerzas del mercado, pero en los hechos busca liberar al capital de toda obligación social. Su programa no crea empleo: lo fragmenta. No promueve derechos: los recorta. Y no moderniza las relaciones laborales: retrocede un siglo en conquistas que fueron el fruto de la lucha obrera.

Nadie niega que no haya que modernizar las relaciones laborales y el concepto de trabajo a la luz de los avances producidos en lo que va de este siglo. Hace falta incorporar nuevos actores, actualizar convenios, incluir las nuevas tecnologías, incluir a los que están en la informalidad, que cada vez son más. Pero la reforma laboral planteada desde algunos voceros oficiales y no tanto, no es un instrumento de desarrollo. Es una herramienta de reconfiguración del poder, que intenta quebrar la columna vertebral del movimiento popular argentino: el trabajador con derechos, organizado y consciente de su fuerza. Pero también es un llamado de atención para el propio movimiento obrero: sin renovación, sin participación real y sin proyecto colectivo, la defensa de los derechos conquistados se vuelve cada vez más difícil. No hay reforma que pueda reemplazar a la organización, pero si puede intentar quebrarla, porque se sigue partiendo de la premisa que la organización de los trabajadores es la enemiga del capital concentrado. Premisa que, en más de un siglo de avances sociales, políticos, científicos, económicos y tecnológicos sigue más vigente que nunca.

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De la fe al capital: el nuevo credo de Javier Milei

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El itinerario reciente de Javier Milei dice más que cualquier discurso. En menos de una semana, el presidente argentino pasó de recibir la bendición de los pastores evangélicos en la Casa Rosada a rezar en la tumba del Rebe de Lubavitch en Nueva York, y cerrar el viaje con un encuentro con empresarios del American Business Forum. Tres escenarios distintos, pero un mismo mensaje: el poder, la religión y el mercado se fusionan en un relato que busca darle sentido espiritual al ajuste económico.

La Casa Rosada convertida en templo

La secuencia comenzó en Buenos Aires, donde Milei convocó a pastores evangélicos de todo el país con motivo del “Día de las Iglesias Evangélicas”. Allí, entre oraciones, bendiciones y discursos, el presidente se mostró conmovido y agradecido, adjudicando su triunfo a la intervención divina.

El acto no fue una simple ceremonia de fe: fue un gesto político. La alianza con los sectores evangélicos —con creciente influencia en los barrios populares y en la política latinoamericana— es parte central del andamiaje ideológico del gobierno. En ellos, Milei encuentra el soporte moral para su programa de recortes: el sacrificio se presenta como virtud, la pobreza como prueba y el orden como mandato divino.

Como antes Bolsonaro en Brasil, Milei comprende que las iglesias pueden funcionar como una red social y política capaz de sostener la narrativa del “cambio” desde abajo, pero con dirección conservadora.

El salto del altar al mausoleo: la visita a la tumba del Rebe de Lubavitch

Pocos días después, el presidente viajó a Nueva York y realizó una parada simbólica en el cementerio de Queens, donde descansan los restos del rabino Menachem Mendel Schneerson, el “Rebe” de Lubavitch. Milei entró con kipá, rezó, dejó una nota y salió en silencio.

Esa imagen de sobre actuación judaica (Milei no es judío), recorrió el mundo: un presidente argentino arrodillado ante una tumba en busca de inspiración o bendición. Más allá de la dimensión espiritual, el gesto tiene un fuerte contenido político: Milei se presenta como un líder “ungido”, con misión trascendente. En su narrativa, el ajuste no es una decisión política sino una forma de redención nacional.

En tiempos de crisis, los proyectos autoritarios suelen apoyarse en el lenguaje religioso para justificar la desigualdad. La fe reemplaza a la política; el dogma sustituye al debate.

El American Business Forum: de la oración al contrato

El cierre del viaje fue en el American Business Forum, donde Milei se reunió con grandes empresarios y fondos de inversión. Allí prometió previsibilidad, libertad económica y el fin del “populismo”.

El presidente ofreció un país disponible para los negocios, mientras en Argentina se multiplican los despidos, se recortan políticas sociales y se privatizan servicios públicos.

El mensaje fue claro: la pobreza se atiende con fe; la economía, con capital extranjero. El mismo discurso que empieza en la Biblia termina en Wall Street.

Mamdani en Nueva York: la contracara del modelo

Paradójicamente, mientras Milei buscaba legitimidad entre rezos y ejecutivos, en la misma ciudad triunfaba Zohran Mamdani, joven socialista, hijo de inmigrantes, musulmán y militante por la justicia social. Su programa —transporte gratuito, control de alquileres, inversión pública— es la antítesis del credo libertario.

Mientras en Buenos Aires se celebra la austeridad como virtud moral, Nueva York elige un gobierno que vuelve a hablar de derechos colectivos.

La imagen es potente: el presidente argentino rezando ante el pasado, mientras una nueva generación política en el norte global empuja hacia el futuro.

Fe, mercado y poder: un triángulo peligroso

Milei está construyendo algo más que un gobierno: está edificando una religión política. Una doctrina donde el mercado es Dios, la pobreza es testimonio y la obediencia es virtud.

La alianza con los pastores y empresarios es funcional: unos ofrecen legitimidad moral, los otros poder económico. Pero el pueblo argentino queda en el medio, soportando un ajuste que se disfraza de destino.

El problema es que la fe puede sostener una narrativa, pero no llenar la heladera. Y el capital puede financiar un modelo, pero no construir legitimidad social.

Conclusión: el credo del ajuste

En el mapa global, el contraste es evidente. Mientras Milei busca redención en los templos y confianza en los mercados, Mamdani demuestra que otra política es posible: una política del cuidado, la justicia y la igualdad.

Argentina, en cambio, parece haber ingresado en una nueva etapa del neoliberalismo: una que ya no necesita solo de tecnócratas, sino de predicadores.

De la fe al capital, el camino del presidente es coherente con su dogma: un país en venta, pero bendecido.

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No cumplir las leyes ratificadas por el Congreso es ajuste y es autoritarismo

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Emergencia en discapacidad, financiamiento universitario y emergencia pediátrica: cuando el ajuste se impone sobre los derechos.

Mientras miles de familias, estudiantes y trabajadores esperan respuestas, el gobierno nacional se niega a poner en marcha las leyes de emergencia que el Congreso aprobó por amplia mayoría: la Ley de Emergencia en Discapacidad, la Ley de Financiamiento Universitario y la Ley de Emergencia en Pediatría.

No se trata de un olvido administrativo. Es una decisión política: desfinanciar la salud y la educación, como paso previo a su privatización.

Las tres leyes nacieron de la lucha colectiva —de organizaciones de personas con discapacidad, de docentes y estudiantes, de médicos, enfermeras y familias— que exigieron al Estado estar presente donde más se lo necesita.

Pero el gobierno elige el camino del ajuste y la insensibilidad, mientras los prestadores de discapacidad acumulan meses sin cobrar, los hospitales pediátricos denuncian la falta de insumos y profesionales, y las universidades públicas pelean por seguir abiertas.

Dicen que no hay plata, pero sí la hay para pagar deuda externa y subsidiar a los grandes grupos económicos. Lo que no hay es voluntad de defender a los argentinos y argentinas que más lo necesitan.

Las leyes están, fueron votadas en ambas cámaras del Congreso y después del veto presidencial, se insistió en su aplicación, lo que falta es un gobierno que crea en el Estado como herramienta de justicia social.

Porque la verdadera emergencia es moral y política: la de un gobierno que abandona al pueblo, traiciona su mandato y tiene a la represión como única respuesta.

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