Carlos Thays, el francés que se convirtió en el jardinero de la Argentina y salvó de la extinción un cultivo esencial: la yerba mate
Y alguien soñó, antes que Thays soñara los parques, que él se iba a quedar aquí, en Buenos Aires, magnetizado por la visión que había tenido de crear un paisaje único en el universo, el sueño que tienen los que osan imitar a Dios.
Del sueño de Carlos Thays, el francés que se convirtió en el jardinero mayor de la Argentina, habla el trazado elegante de la avenida Figueroa Alcorta, el diseño enrulado de Palermo Chico, ocho plazas, 18 parques, 50 estancias, 40 residencias y palacios, 36 obras públicas, y los planos originales y dibujos alumbrados por la fantasía del artista que le dio oxígeno a Buenos Aires.
Thays inventó la sombra porteña: plantó más de 150 mil árboles. Trabajó para ricos y obreros, decoró mansiones y paseos públicos, trajo lo mejor de la naturaleza a la esquina de casa y salvó de la extinción a un cultivo esencial para los argentinos, el de la yerba mate.
¿Cómo rastrear su huella? ¿Dónde convocar los latidos de sus ideas? ¿De qué forma cuidaron su legado? En los sueños todo es perfecto, pero en la realidad hay fisuras, limitaciones, menos pasto y más baldosas flojas.
Hubo documentos del acervo paisajístico nacional que quedaron dispersos o se perdieron, pero más de 300 diseños, cartas de presidentes y libros únicos forman parte del Archivo Thays, donado por su familia a la Dirección General de Patrimonio e Instituto Histórico de la Ciudad.
Los descendientes de Carlos Thays conservan la esperanza de revivir un sueño: la creación del primer Museo del Paisaje en su Buenos Aires querida, como cantaba otro Carlos de aquí y de allá. La realidad, por ahora, convierte ese pensamiento en niebla del Riachuelo.
El Museo del Paisaje
“Donamos un corpus de documentos para la investigación que es valioso. Pienso que pueden exponerse en un museo o un centro de interpretación que todavía no existe en la Argentina. Es difícil que se concrete, porque siempre aparecen trabas, pero la esperanza nunca la perdemos”, señala Carlos Thays (IV), bisnieto del francés de bigotes anchos que mejoró el horizonte de los que paseamos dentro de su soñada postal.
No es posible verle los gestos al descediente de la dinastía, porque hay cuarentena y las plazas, donde nos podíamos haber encontrado para la entrevista, están cerradas con cadenas y candado y tienen los bancos bloqueados. No es común ver esas ventanas al verde de las hojas con cancel. El paso hacia la contemplación está lleno de obstáculos.
El proyecto del museo –impulsado y registrado por la doctora en Historia del Arte de La Sorbona Sonia Berjman– inició el recorrido por el laberinto de la burocracia y la legislación porteñas.
Llegó a tener entidad legal, funcionó brevemente de manera administrativa y hasta tuvo un cartel de chapa del Gobierno porteño en Palermo, que decía: “Demolición ex Hostal del Lago. Sede: Museo de los Parques Carlos Thays”.
Pero el material de exposición nunca se llevó allí y la iniciativa lleva tres décadas perdida en esos pliegues.
El laberinto es más complejo que el dedicado a la imaginación de Jorge Luis Borges en una estancia de Mendoza, al pie de las montañas, con caminos trazados por ligustrinas y forma de libro abierto, de cara al sol.
“Iban a hacerle un lugar en el Ecoparque, después en el Jardín Botánico, se alistó el viejo Hostal del Ciervo o del Lago, pero nunca se avanzó. Un museo es una institución que educa sobre lo que guarda, despierta interés, ayuda a ver, investiga y publica trabajos. No es algo estático o con espíritu retro y ni siquiera hay que comprar un cuadro, porque donamos nuestras cosas. Es una oportunidad para mostrar un pensamiento paisajístico, una parte de tu identidad, pero nadie lo ha apoyado con energía hasta hoy”, destaca Thays IV, cuyo padre y cuyo abuelo también se llamaron Carlos Thays. Cuatro generaciones dedicadas al paisaje, más una quinta que asoma.
Los materiales fueron curados y digitalizados. Quizás allí se encuentren pistas para saber por qué el Museo del Paisaje quedó en un pantano.
Era un hombre de a caballo, que metía las manos en la tierra, que recorría las provincias del norte en busca de semillas y plantines y que fue visionario para recomendar la creación y cuidado de los parques nacionales.
En Buenos Aires, caminaba por las plazas con una libretita en una mano y un hijo en la otra. Tomaba nota de los canteros dañados, las plantas secas y las estatuas por restaurar. Los encargados de las plazas salían a la mañana siguiente a hacer las reparaciones.
“Carlos Thays I fue quien introdujo el verde de manera definitiva en las urbes argentinas. Trajo el modelo del jardín público francés del siglo XIX. Él y sus descendientes articularon la jardinería pública y la privada en nuestro país. Eso es muy importante porque la jardinería pública es un arte para todos. Uno transita por las plazas y los parques libremente, tiene la belleza al alcance de la mano… o, mejor dicho, de los pies”, destaca Berjman, autora de cuatro libros sobre los Thays, mil páginas que describen un legado.
Thays quiso que su designación como director de Parques y Paseos de la Ciudad fuera por concurso y no a dedo, porque quizás aparecía alguien mejor que él. Pero ganó él, por unanimidad del jurado.
Con su habilidad de dibujante hizo a pulso el proyecto del Parque Tres de Febrero, más conocido como los Bosques de Palermo, el primer lugar al que la gente acudió por aire puro luego de 80 días de encierro y aislamiento social. La pandemia de coronavirus atacó los pulmones de millones de personas en el mundo, dejó un tendal de muertos y secuelas respiratorias en los que sobrevivieron. La necesidad de aire puro se volvió más imprescindible que nunca.
Thays presentó el proyecto para los Bosques de Palermo en 1891, pero en la Municipalidad le dijeron que no había fondos para llevarlo a cabo, así que se dedicó dos años a trabajos privados, hasta que las cuadrillas oficiales por fin se pusieron a trabajar.
Por esos años, en esas tierras, se jugaron los primeros partidos de fútbol de la Argentina. Era un juego extraño pero muy entretenido, que se resolvía a veces por inventiva y a veces por patadas, y había sido traído por los ingleses. Pero, ¡cuidado con la pelota, que en esta nota manda Thays y no quiere que le rompan las plantas que acaba de desplegar!
La frustración
La idea de armar un Museo del Paisaje fue innovadora. No existía ninguno en el mundo y Berjman, también doctora en Filosofía y Letras de la UBA, con un posdoctoral en Harvard, fue invitada a Bruselas y a París a contar su propuesta.
“Mis colegas del Primer Mundo aprovecharon una idea latinoamericana y la concretaron ellos. Nosotros no pudimos porque, en la Argentina, concretar los proyectos es tan difícil que a uno se le va la vida y por lo general no los ve plasmados”, se lamenta, en diálogo con Viva.
A su juicio, “el material que nosotros teníamos guardado, por los Thays y el que yo había acumulado en tantos años de investigación, merecía ser conocido por la gente”.
“Hicimos la famosa exposición en el Centro Cultural Recoleta en 2009 y fue un boom: 50 mil personas en un mes, que nos dejaban el libro de visitantes lleno de elogios a la obra de Thays I. Los visitantes estaban felices, pero ese envión no fue aprovechado: una muestra que podía haber durado seis meses o un año se levantó a los 30 días y, lo peor de todo, sus materiales empezaron a peregrinar por depósitos oficiales, a dañarse por la humedad y luego a extraviarse”.
Juntar esos cuadros, planos, objetos personales de Thays, instrumentos, obras de arte, recortes periodísticos y documentos originales, y montar la exposición había costado unos 300 mil dólares, reunidos por la administración porteña, donantes particulares y la ciudad de París, que había aceptado gustosa asociarse a la muestra y hasta había cedido a especialistas de la Dirección de Paseos de allá y a una escenógrafa para ayudar a prepararla.
No alcanzó. Las pertenencias de la familia Thays quedaron entre sus descendientes y los documentos profesionales fueron donados al Instituto Histórico, los de Berjman al Consejo Profesional de Arquitectura y Urbanismo, y el resto se perdió por el camino. El Museo del Paisaje nunca se hizo. Los árboles nacidos de gajos de otros árboles plantados por Thays siguen de pie.
Un cuento de la selva
Alto en la torre del “castillo” trabaja la ingeniera agrónoma Graciela Barreiro, directora del Jardín Botánico. Allí funcionó el Museo Histórico Nacional y fue la casa de Thays cuando el país despertaba. El paisajista vivía en la segunda planta, a la altura de la copa de los árboles.
Caminar por allí es como atravesar un oasis. Un invernáculo traído en barco desde Europa protege las plantas de las heladas que se aproximan.
Unos pasos más allá, el cantero 126 ofrece una historia y Graciela la apuntala: “Aquí Thays salvó a la yerba mate. Se empezaba a extinguir. Los jesuitas sabían cultivarla, pero fueron expulsados. El naturalista Amado Bonpland vislumbró cómo hacer germinar las semillas, pero ese conocimiento murió con él. Entonces, cuando a Thays le regalan unas plantas traídas desde el Paraguay, él las ubica en el cantero 126 y empiezan a florecer y a dar fruto. Ayudado por su esposa, que le acercaba ollas de agua tibia, logra hacer germinar las semillas y cuando vio que se podían obtener plantas con este método, lo hizo público, fue aceptado y así el cultivo se convirtió poco a poco en un recurso nacional y desarrolló una economía regional tan importante como la de Misiones, que llega hoy hasta Corrientes”.
Todos esos ensayos se hicieron en el Jardín Botánico, donde algunos proyectos encuentran tierra fértil y otros se marchitan.