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Coronavirus: para combatir el pánico lávate las manos

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Con el Año Nuevo lunar en China llegó también el nuevo coronavirus, un misterioso brote originado en Wuhan, una ciudad cuyo nombre ahora está atado a la infección. (Se cree que el virus pasó de animales a humanos en uno de sus mercados). Ayer había más de 8000 casos registrados en más de diez países y 170 muertes confirmadas en China, donde decenas de millones de personas y ciudades enteras están ahora en cuarentena. Funcionarios de salud de todo el mundo observan con preocupación el avance del virus mientras las autoridades chinas intentan controlar las críticas sobre el manejo del brote. Ante las elocuentes imágenes de calles desiertas, larguísimas colas para comprar mascarillas y hospitales atestados, los ciudadanos comunes cancelan viajes, se toman la temperatura, buscan datos y tratamientos. Los expertos dicen que lavarse bien las manos con agua y jabón es la mejor protección.

Sin duda, es la mayor cuarentena en la historia de la humanidad, pero ¿detendrá la enfermedad?
En respuesta al nuevo y aún poco conocido coronavirus que surgió recientemente en Wuhan, China central, el gobierno chino ha aislado a esa y a otra docena de ciudades, con lo que en efecto puso en cuarentena a alrededor de 56 millones de personas.
Las ciudades han quedado bloqueadas. Se ha detenido el transporte de entrada y salida. Las escuelas están cerradas, y las celebraciones tradicionales por el Año Nuevo chino han sido suspendidas. Aun así, hasta el 27 de enero, al menos 80 personas han fallecido, más de 2740 personas han sido infectadas y se han detectado casos en al menos otros diez países.
Otros gobiernos han tomado medidas similares. Hong Kong ha prohibido la entrada a viajeros provenientes de la provincia de Hubei, donde se encuentra Wuhan, y ha creado centros de aislamiento en dos complejos turísticos para monitorear a las personas que han entrado en contacto con portadores del virus.

Según informes, Zhong Nanshan, de la Comisión Nacional de Salud de China, ha afirmado que el modo más efectivo de detener el virus, que al parecer se contagia a través de gotas expulsadas por la nariz o la boca, era una cuarentena.
Pero, ¿es realmente así?
En Wuhan, una ciudad de once millones de habitantes, tanto los pacientes que creen que se han contagiado del coronavirus como las personas con otros problemas de salud están teniendo dificultades para recibir atención de los doctores: la escasez de recursos es común en situaciones como esta, y las cuarentenas solo la agravan. Los residentes se están quejando en redes sociales sobre la atención médica deficiente. La desconfianza en las autoridades sanitarias es cada vez mayor.
Luego, por supuesto, está el hacinamiento en los hospitales, que incrementa el riesgo de contagio al mezclar a personas sanas con las que presuntamente tienen el virus.

Algunas personas quizá hayan intentado escapar de las ciudades afectadas hacia zonas menos contagiadas. Otras tal vez están escondiéndose de los trabajadores de salud pública. Una mujer de Wuhan, aparentemente decidida a apegarse a sus planes de viajar por el Año Nuevo chino, hizo trampa en una revisión médica pues usó medicamentos contra la fiebre para reducir su temperatura, y luego admitió haberlo hecho en redes sociales tras su llegada a Francia.
Una falla integral en la mayoría de las cuarentenas es que algunas personas, al percibir que las restricciones son excesivamente estrictas y un abuso a sus derechos, intentarán eludirlas. Esas evasiones, a su vez, se convierten en amenazas para la salud pública.

Entonces, ¿las cuarentenas sirven para contener enfermedades o podrían contribuir a su propagación?
Es probable que las autoridades médicas de China terminen por alegar que habría habido muchos más casos si no hubieran cerrado las ciudades. Pero esa afirmación es una negativa que no se puede demostrar. En mi opinión, a estas alturas, las cuarentenas decretadas por el gobierno chino no ayudarán a poner fin a la crisis.
Por lo general, las autoridades sanitarias suelen estar varios pasos detrás de la propagación de una epidemia. Y cuando no lo están, la historia ha demostrado que suelen actuar demasiado rápido (gastando una fortuna) o de manera injusta (discriminando sectores de la población).


Las leyes de cuarentena —del italiano “quaranta giorni”, que significa 40 días— fueron creadas por primera vez en Venecia en 1370, para mantener a raya a la peste bubónica con la prohibición del ingreso de barcos y mercancías durante el tiempo que entonces se pensaba que tardaban las epidemias en extinguirse por sí solas. La eficacia de la medida nunca fue analizada, pero aun así se refinó con el tiempo. Por ejemplo, durante la era industrial, las naciones europeas reforzaron las cuarentenas con “cordones sanitarios”: un anillo de seguridad conformado por guardias armados que evitaban la entrada y salida de cualquiera que sospechara o temiera portar una enfermedad epidémica.
Para el siglo XIX, muchas ciudades importantes en Europa y Estados Unidos tenían un “lazaretto”: una isla remota o centro de contención para aislar a los enfermos y a los sospechosos de estarlo. Antes de la llegada de las vacunas efectivas, los remedios intravenosos y otros medicamentos, las personas segregadas rara vez eran atendidas, y muchas fallecieron a raíz de esto. También, en muchas otras oportunidades, las cuarentenas fueron utilizadas para segregar personas consideradas sucias o indeseables.
En enero de 1892, una epidemia mortal de fiebre tifoidea brotó entre los inmigrantes judíos rusos asentados en pensiones en el lado este de la ciudad de Nueva York. El departamento de salud local los reunió a la fuerza, junto a otros residentes judíos que, por casualidad, vivían cerca. Cientos de inmigrantes —pero ningún otro neoyorquino enfermo o sospechoso de estarlo— fueron puestos en cuarentena en carpas en la isla Hermano del Norte, en el río Este. Algunos contrajeron tifus como consecuencia del hacinamiento con personas contagiadas.
Meses después, el encargado de las cuarentenas del estado de Nueva York, William Jenkins, desvió a islas remotas a cientos de pasajeros judíos empobrecidos de Europa del Este que venían del continente europeo y asiático en la sección de los barcos destinada para la tercera clase. La medida fue diseñada para prevenir la propagación de una epidemia de cólera que se originó en Hamburgo, Alemania, en aquel momento el puerto más grande del mundo. Pero la medida, por supuesto, no se aplicaba a los pasajeros de primera clase. La opinión pública sentenció que Jenkins se había sobrepasado. Fue fuertemente criticado y, al final, perdió su trabajo.

En 1900, las autoridades de San Francisco respondieron a una epidemia de peste bubónica al poner en cuarentena a varios edificios en el barrio chino, en su mayoría habitados por inmigrantes chinos. Sin embargo, no pusieron en cuarentena a los estadounidenses nativos que vivían justo del otro lado de la calle. Algunos doctores afirmaron que la plaga era una enfermedad de “comedores de arroz”, no de “comedores de carne”.


La pandemia de influenza ocurrida entre 1918 y 1919 cobró la vida de casi 50 millones de personas en el ámbito mundial, incluyendo hasta 750.000 en Estados Unidos. En 2007, lideré a un grupo de investigadores para estudiar la implementación de lo que denominamos intervenciones no farmacéuticas en Estados Unidos. Analizamos 43 ciudades importantes que implementaron alguna combinación de (1) aislar los casos de enfermos o presuntos enfermos en hospitales o residencias, (2) prohibir reuniones públicas y, en algunos casos, clausurar carreteras y líneas ferroviarias, así como (3) cerrar escuelas.
Descubrimos que en las ciudades que actuaron de inmediato, durante periodos sostenidos y que usaron más de una medida de manera simultánea, las tasas de morbilidad y mortalidad fueron menores que las de las ciudades que no implementaron dichas medidas. Concluimos entonces que en el caso de una severa pandemia de influenza, las intervenciones no farmacéuticas deben ser consideradas para complementar el uso de vacunas, medicamentos y tratamientos profilácticos, aunque solo como un último recurso y solo para infecciones sumamente letales, porque son muy perjudiciales para la sociedad.
En 2009, durante los primeros días de un brote de gripe H1N1 en México, la Secretaría de Salud inmediatamente desplegó una serie de medidas al estilo de 1918. Los casos sospechosos fueron aislados. Las escuelas fueron cerradas. Se prohibieron las reuniones públicas, entre ellas un torneo regional de fútbol.
Aunque estas decisiones funcionaron para limitar nuevos casos de influenza, fueron revertidas 18 días después, en parte por su alto costo social y económico. Pero, más importante aún fue que, si bien el virus de la gripe H1N1 circuló de manera generalizada —el brote fue, sin duda, una pandemia— resultó ser igual de letal que cualquier variedad común de influenza estacional. (La influenza común mata a alrededor de 35.000 personas al año solo en Estados Unidos). El gobierno mexicano concluyó, de manera acertada, que las medidas rigurosas que había implementado debían ser eliminadas debido al número relativamente limitado de bajas por la enfermedad —de entre 4200 y 12.000 fallecidos— incluso si podía seguir propagándose.
En las fases tempranas de una epidemia, puede parecer razonable intentar contener la situación a través de la implementación inmediata y rápida de medidas de distanciamiento social, para luego reducir su intensidad si la evidencia demuestra que quizá estas fueron exageradas. Las restricciones graduales, ejecutadas con firmeza y transparencia, tienden a funcionar mucho mejor que las medidas draconianas, en particular tratándose de la cooperación de la p oblación, la cual es de especial importancia para manejar las epidemias de manera adecuada en nuestro mundo interconectado y globalizado.

En la actualidad, China está adoptando medidas clásicas de cuarentena, pero a una escala nunca antes vista, mucho menos estudiada. La reacción es quizás entendible, dado el recuerdo abrumador de la epidemia del síndrome respiratorio agudo grave (SARS, por su sigla en inglés) ocurrida entre 2002 y 2003 y la crítica dirigida al gobierno por sus intentos iniciales de esconder o minimizar la escala de la enfermedad. Sin embargo, ahora podría considerarse como una estrategia exagerada, y ya que ha pasado el punto de inflexión de la epidemia del coronavirus, parece imponerle una carga injustificable a la población.

En los primeros días de cualquier epidemia, incluso cuando los líderes están bajo mucha presión para tomar decisiones, existe muy poca información fundamental disponible para realmente decidir de manera informada cuál es la mejor forma de proceder. Sin embargo, a estas alturas del caso de Wuhan, el virus ya se ha esparcido, y de acuerdo con las autoridades locales, cerca de cinco millones de personas han salido de la ciudad luego del inicio del brote y antes de la cuarentena.
En vista de ese escenario, China debería pedirles a sus ciudadanos que mantengan la calma, que se queden en casa si están enfermos, que se laven bien las manos, que mantengan una buena higiene respiratoria y que eviten los lugares concurridos, de ser posible. También debería incrementar las medidas de servicios médicos para atender bien tanto a los enfermos como a los que crean estarlo.
Con el coronavirus de Wuhan, así como con otras epidemias pasadas, la cuarentena podría ser ya una medida demasiado tardía.
Howard Markel es portador del título de Profesor Distinguido de George E. Wantz de la Historia de la Medicina en la Universidad de Míchigan y autor de “Quarantine!” y “When Germs Travel”.














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