Intensidades peligrosas
Crece en el mundo un irracionalismo que no tiene pudor de su ignorancia, envenena los medios de comunicación y niega la existencia de otros intereses, dice el jefe de Gabinete de Ministros, Santiago Cafiero. En Argentina, además, el discurso del odio ataca a las mayorías: mujeres, trabajadores, científicos. Si queremos cuidar la democracia, agrega, no nos lo podemos permitir.
“Hay fricciones en nuestra sociedad que nos tienen que inquietar”, dijo Ángela Merkel, la Canciller Federal de Alemania. Se refería a un tipo de discurso público que propaga el odio, el desprecio, que hiere la dignidad de otras personas. La Canciller sabe de lo que habla: los alemanes han experimentado en carne propia las consecuencias de esa irracionalidad. Y agregó: “Si no está claro que en este país no toleramos el odio, el racismo y el desprecio a otras personas, entonces nuestra vida en común no va a funcionar”.
Crece en el mundo y muy particularmente entre nosotros un irracionalismo que no siente pudor por la propia ignorancia, que mediante el golpe de efecto busca la demolición del oponente, de la misma manera que pretende, de hecho o de derecho, eliminar al diferente. Oponentes y diferentes se vuelven la encarnación del mal, seres inferiores, tumores sociales, un auténtico aluvión zoológico predestinado al crimen o al desfalco.
Lo curioso es que quienes hoy envenenan de odio las pantallas de televisión, los titulares de los periódicos, las redes sociales y los discursos políticos eran ayer nomás los abanderados de la no confrontación, de la neutralización del conflicto político, del balsámico lenguaje de la buena onda. Al parecer, ya no se trata de la angelical política sin adversario con que se negaba la puja entre diferentes intereses, mediante el simple recurso de directamente negar la existencia de cualquier otro interés que no fuera el propio.
La sonrisa se trocó en rabia: si ya no es posible seguir negando la existencia de esos otros intereses será cuestión de negar al otro el derecho a expresarlos. Más allá de argumentos y razones, ese otro, en tanto identidad enemiga siempre debe ser impugnado, no por lo que hace, dice o propone sino por lo que es, por el mero hecho de ser.
Ese discurso del odio es utilizado para acosar, segregar, justificar la violencia o la privación del ejercicio de derechos, multiplicando un ambiente de prejuicios e intolerancia que trasciende la palabra y recarga prácticas igualmente hostiles.
El discurso del odio por lo general apunta a minorías. La particularidad de la Argentina es que se ensaña con las mayorías. Por ejemplo, las mujeres. Desde un antifeminismo sutil o desde el más brutal machismo justificador. O los trabajadores, tanto cuando reivindican sus derechos como cuando, precarizados laboralmente, se han visto marginados económica, social, cultural y ahora se pretende que también lo sean políticamente. Ya nos ha ocurrido en un pasado que no es tan remoto como para haberlo olvidado y fingir ignorancia respecto a sus consecuencias.
Como peronistas, fuimos testigos de cómo el discurso del odio se enquistaba en algunos sectores de nuestra sociedad. La historia de las conquistas populares siempre tuvo una reacción contra la ampliación de derechos que se cristalizó en sentimientos clasistas muy refractarios de lo popular. Les haríamos un buen precio si dijéramos que se angustien viendo el goce de esos a quienes no admiten como iguales.
La disputa política es parte del juego democrático. Los y las militantes no le tememos a nuestros detractores. Somos conscientes de que los argentinos y las argentinas no necesitan gobernantes que se victimicen sino que sean capaces de enfrentar la adversidad con coraje y determinación.
Ahora bien, el discurso del odio no es el lenguaje de una diferencia política, del desacuerdo propio de una democracia. Es otro discurso y, justamente, se vuelve peligroso para la democracia.
Es peligroso cuando, ideologizando absolutamente todo, ataca al consenso científico sobre cuidados de la salud y la vida. Cuando convoca a manifestaciones rompiendo el distanciamiento preventivo en medio de una pandemia que tiene arrodillado al mundo entero. Cuando le dice a la gente que no se cuide. Cuando llama a la secesión de provincias. Cuando incita al golpismo llamando dictadura a un nuevo gobierno constitucional. Cuando impide el diálogo para encarar reformas imprescindibles y por mucho tiempo postergadas y cuando inventa noticias falsas para contaminar los esfuerzos de toda una sociedad que quiere dejar este duro momento atrás.
Miguel de Unamuno era rector de la Universidad de Salamanca cuando un sector del ejército se había sublevado contra la República. Mientras dirigía un discurso, el general Millán Astray lo interrumpió al grito de “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”
“Esto suena lo mismo que ¡muera la vida! –respondió Unamuno– Y yo, que me he pasado toda mi vida creando paradojas, he de deciros que esa paradoja me parece ridícula y repelente. El general Millán Astray es un inválido de guerra. No es preciso decirlo en un tono más bajo. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no se tocan ni nos sirven de norma. Por desgracia hoy tenemos demasiados inválidos en España y pronto habrá más si Dios no nos ayuda. Me duele pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de psicología a las masas. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes se sentirá aliviado al ver cómo aumentan los mutilados a su alrededor. El general Millán Astray quiere crear una España nueva, a su propia imagen. Por ello lo que desea es ver una España mutilada, como ha dado a entender.”
No hace falta ningún esfuerzo de la imaginación para que estas palabras nos conmuevan por su vigencia ni para que la malsana invocación del mutilado no nos resulte dolorosamente familiar. ¿O no la escuchamos acaso todos los días en las pantallas televisivas, los titulares, las redes y en boca de ciertos dirigentes políticos?
No es ese el modo en que como argentinos, argentinas y peronistas concebimos la construcción política y la reivindicación social. No partimos tan sólo de la existencia de una sociedad en que se deben respetar los derechos individuales y en la que también cada individuo encuentra a su vez un límite: reivindicamos la necesidad de pensar como comunidad, buscando siempre fortalecer aquello que tenemos en común, sin por eso desconocer nuestras diferencias. Nuestra identidad política no surge ni debe surgir de aquello que nos diferencia sino que encontramos nuestra identidad a partir de lo que tenemos en común.
No se pretenda entonces que respondamos al odio con más odio ni a la intemperancia y la histeria con mayor intemperancia e histeria. Esas intensidades tan peligrosas, estos contrasentidos tan reveladores de la rusticidad del odio, no son nuestras ni nunca lo serán.
Por eso, sentí la necesidad de interpelar a quienes tienen y tenemos responsabilidades institucionales y políticas para que no exista indiferencia al odio, para que lo desautoricemos a la menor aparición.
Se trata de comprender que el odio se contrapone con la democracia. Y eso, en la Argentina, no lo podemos permitir. Nuestra Constitución es la que no lo permite.
El odio no dialoga. El odio es la lengua del desprecio. Que las palabras y los gestos violentos no nos hagan retroceder como sociedad. Tenemos diferencias. Respetándonos, crezcamos a partir de ellas.
En ese inspirado discurso, Miguel Unamuno apostrofó así a los militares fascistas: “Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha, razón y derecho. Me parece inútil pediros que penséis en España.”
Para Unamuno, la mutilación que incapacitaba a Millan Astray –que había perdido un ojo, un brazo y rengueaba a causa de una herida de bala– no era la física sino la moral, de ahí que fuera capaz de esa “paradoja repelente”.
El “Viva la muerte” de nuestros mutilados morales consiste, en medio de una pandemia que cuesta horrores controlar, que ha colapsado los más avanzados sistemas de salud del mundo, que librada a sí misma podría acabar con las vidas de cientos de miles de compatriotas, careciendo de la menor noción en la materia su repelente paradoja consiste en negar los conocimientos, juicios, consejos y recomendaciones de nuestros mejores médicos, científicos y científicas tan sólo porque el Presidente las hace suyas, por el mero reflejo de oponerse sistemáticamente, más allá de toda lógica y razón.
¿Será inútil pedirles que piensen en Argentina, que tengan un poco de amor y piedad por el pueblo argentino?