Superar la gran brecha

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La pandemia ha dejado al descubierto profundas divisiones, pero no es demasiado tarde para cambiar el rumbo

LA COVID-19 no sabe de igualdad de oportunidades: persigue a las personas con problemas de salud y a aquellas cuya vida cotidiana las expone a un mayor contacto con otras. Esto significa que va en forma desproporcionada tras los pobres, especialmente en los países pobres y en economías avanzadas como Estados Unidos donde el acceso a los servicios médicos no está garantizado. Una de las razones por las que Estados Unidos ha registrado el mayor número de casos y muertes (al menos al momento de entrar en prensa esta revista) es porque sus estándares sanitarios se ubican en promedio entre los peores de las principales economías desarrolladas, ejemplificados por una baja esperanza de vida (ahora más baja que siete años atrás) y por niveles más altos de disparidades en materia sanitaria.

En el mundo hay marcadas diferencias en la forma en que se ha manejado la pandemia, tanto en lo que respecta al éxito logrado por los países en mantener la salud de sus ciudadanos y la economía como a la magnitud de las desigualdades expuestas. Esas diferencias obedecen a muchas razones: el estado preexistente de la atención de la salud y las desigualdades sanitarias; el grado de preparación de un país y la resiliencia de la economía; la calidad de la respuesta pública, incluido su fundamento en la ciencia y el conocimiento; la confianza de los ciudadanos en las directrices del gobierno; y cómo los ciudadanos equilibraron sus “libertades” individuales de hacer lo que les plazca y su respeto por los demás, reconociendo que sus actos generaban externalidades. Los investigadores pasarán años analizando la intensidad de los diversos efectos.

Dos países ilustran algunas de las probables lecciones. Si Estados Unidos representa un extremo, quizá Nueva Zelandia represente el otro. Es un país en el cual un gobierno competente se basó en la ciencia y el conocimiento para tomar decisiones, un país con un alto nivel de solidaridad social (los ciudadanos reconocen que su comportamiento afecta a los demás) y de confianza, incluida la confianza en el gobierno. Nueva Zelandia ha logrado controlar la enfermedad y planea reasignar algunos recursos infrautilizados para construir la clase de economía que debería caracterizar el mundo pospandemia: un mundo más verde y más basado en el conocimiento, con un grado aun mayor de igualdad, confianza y solidaridad. Hay una dinámica natural en funcionamiento. Estos atributos positivos pueden reforzarse mutuamente. De igual manera, puede haber atributos adversos y destructivos que generen menos inclusión y más polarización en la sociedad.

Lamentablemente, si bien las desigualdades de nuestra sociedad ya eran graves antes de la pandemia y esta las ha expuesto contundentemente, podrían ser aun mayores en el mundo pospandemia a menos que los gobiernos hagan algo. La razón es simple: la COVID-19 no se irá rápidamente, y el temor de otra pandemia persistirá. Ahora es más probable que tanto el sector privado como el público tomen en serio los riesgos, y que entonces ciertas actividades, ciertos bienes y servicios, y ciertos procesos productivos sean vistos como más riesgosos y costosos. Si bien los robots también contraen virus, es más fácil manejarlos. Por eso es probable que, donde sea posible y al menos de cara al futuro, los robots reemplacen a los humanos, y el “zooming”, a los viajes aéreos. La pandemia amplía la amenaza de la automatización para los trabajadores poco cualificados en servicios que requieren interacciones personales, que hasta ahora se habían considerado menos afectados, como por ejemplo educación y salud. Todo esto significa que disminuirá la demanda de ciertos tipos de trabajo. Estos cambios casi con certeza aumentarán la desigualdad, acelerando las tendencias ya existentes.

Nueva economía, nuevas reglas

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La respuesta fácil es acelerar el perfeccionamiento y la capacitación profesional paralelamente a los cambios del mercado de trabajo. Pero hay buenas razones para creer que esos pasos por sí solos no bastarán. Se necesita un programa integral para reducir la desigualdad del ingreso. El programa debe reconocer primero que el modelo de equilibrio competitivo (por el cual los productores maximizan las ganancias, los consumidores maximizan la utilidad y los precios se determinan en mercados competitivos que equiparan la demanda y la oferta) que ha dominado el pensamiento de los economistas por más de un siglo no ofrece hoy una buena perspectiva de la economía, especialmente para comprender el aumento de la desigualdad, o incluso el crecimiento impulsado por la innovación. Tenemos una economía plagada de poder de mercado y explotación.

Las reglas de juego importan. El debilitamiento de las restricciones al poder empresarial, la reducción del poder de negociación de los trabajadores, y la
erosión de las reglas que atañen a la explotación de consumidores, prestatarios, estudiantes y trabajadores se han combinado para crear una economía que funciona peor, caracterizada por un mayor rentismo
y más desigualdad.

Necesitamos una reformulación integral de las reglas de la economía. Por ejemplo, necesitamos políticas monetarias que se enfoquen más en asegurar el pleno empleo de todos los grupos y no solo en la inflación; leyes de quiebra mejor equilibradas, que reemplacen aquellas que se volvieron demasiado favorables al acreedor y asignaron muy poca responsabilidad a los banqueros que otorgaron préstamos abusivos; y leyes de gobierno corporativo que reconozcan la importancia de todas las partes interesadas, no solo de los accionistas. Las reglas que rigen la globalización no pueden servir solo a los intereses corporativos; los trabajadores y el medio ambiente tienen que ser protegidos. La legislación laboral debe proteger mejor a los trabajadores y ofrecer un mayor margen para la acción colectiva.

Pero todo esto no creará, al menos en el corto plazo, la igualdad y solidaridad que necesitamos. Tendremos que mejorar no solo la distribución del ingreso por el mercado sino también la redistribución. Resulta nefasto que algunos países con el grado más alto de desigualdad del ingreso de mercado, como Estados Unidos, de hecho tengan sistemas tributarios regresivos donde quienes más ganan pagan en impuestos una proporción menor de su ingreso que los trabajadores ubicados en niveles inferiores de la escala.

En esta última década el FMI ha reconocido la importancia de la igualdad para promover un buen desempeño económico (con crecimiento y estabilidad). Los mercados no prestan atención a los efectos más amplios resultantes de decisiones descentralizadas que llevan a un endeudamiento excesivo en moneda extranjera o a una excesiva desigualdad. Durante el reinado del neoliberalismo no se prestó atención alguna a la forma en que las políticas (como la liberalización de los mercados financieros y de capital) contribuían a una mayor volatilidad y desigualdad, ni a cómo otros cambios en las políticas —como pasar de planes jubilatorios de prestaciones
definidas a otros de contribuciones definidas, o de los públicos a los privados— generaron mayor inseguridad individual, así como mayor volatilidad macroeconómica, al debilitar los estabilizadores automáticos de la economía.

Las reglas están moldeando muchos aspectos de la respuesta de las economías a la COVID-19. En algunos países, alentaron el cortoplacismo y las desigualdades, dos características de las sociedades que no han manejado bien la COVID-19. Esos países no estaban bien preparados para afrontar la pandemia; las cadenas de suministro mundial que construyeron no eran suficientemente resilientes. Cuando llegó la COVID-19, por ejemplo, las empresas estadounidenses no pudieron siquiera proveer suficientes insumos básicos como mascarillas y guantes, ni mucho menos productos más complejos como tests y respiradores.

Dimensiones internacionales

La COVID-19 ha expuesto y exacerbado las desigualdades entre los países y dentro de cada país. Las economías menos desarrolladas tienen peores condiciones sanitarias, sistemas de salud menos preparados para lidiar con la pandemia y poblaciones cuyo entorno las hace más vulnerables al contagio, y tampoco tienen los recursos de las economías avanzadas para responder a las consecuencias económicas.

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La pandemia no será controlada hasta que lo sea en todas partes, y el declive económico no podrá moderarse hasta que haya una robusta recuperación mundial. Por eso, para las economías desarrolladas es un tema de interés propio —así como una preocupación humanitaria— brindar la asistencia que las economías en desarrollo y de mercados emergentes necesitan. Sin ello, la pandemia mundial persistirá más de lo que debería, aumentarán las desigualdades mundiales y habrá una divergencia mundial.

Si bien el Grupo de los Veinte anunció que usaría todos los instrumentos disponibles para brindar este tipo de auxilio, hasta ahora la ayuda ha sido insuficiente. En particular, no se ha empleado un instrumento utilizado en 2009 y fácilmente disponible: una emisión de USD 500.000 millones de derechos especiales de giro (DEG). Hasta ahora, no ha sido posible superar la falta de entusiasmo de Estados Unidos o India. La provisión de DEG sería una enorme ayuda para las economías en desarrollo y de mercados emergentes, con nulo o escaso costo para los contribuyentes de las economías desarrolladas. Sería aun mejor que esas economías aportaran sus DEG a un fondo fiduciario que las economías en desarrollo utilizarían para atender las exigencias de la pandemia.

Las reglas de juego inciden entonces en el desempeño económico y las desigualdades, no solo dentro de los países, sino también entre ellos, y aquí las reglas y normas que rigen la globalización son centrales. Algunos países parecen estar comprometidos con el “nacionalismo de las vacunas”. Otros, como Costa Rica, están haciendo lo que pueden para asegurar que todo conocimiento pertinente para abordar la COVID-19 se utilice en el mundo entero, de forma análoga a las actualizaciones anuales de la vacuna antigripal.

Es probable que la pandemia acarree una erupción de crisis de deuda. Las bajas tasas de interés, combinadas con mercados financieros de las economías avanzadas que promueven los préstamos y un endeudamiento desmedido en las economías de mercados emergentes y en desarrollo, han dejado a varios países con más deuda de la que pueden atender, dada la magnitud de la contracción inducida por la pandemia. Los acreedores internacionales, especialmente los privados, ya deberían saber que no se puede extraer agua de una roca. Habrá una reestructuración de deuda. El único interrogante es si será ordenada o desordenada.

Si bien la pandemia ha expuesto las enormes grietas entre los países del mundo, probablemente también profundizará esas disparidades, dejando cicatrices persistentes, a menos que haya una mayor demostración de solidaridad mundial y nacional. Los organismos internacionales, como el FMI, han brindado liderazgo mundial, actuando de manera ejemplar. En algunos países el liderazgo también les ha permitido abordar la pandemia y sus secuelas económicas, incluidas las desigualdades que de otro modo habrían surgido. Pero aunque los éxitos han sido enormes en algunos lugares, en otros también ha habido fracasos estrepitosos. Y los gobiernos que fracasaron a nivel interno han obstaculizado la necesaria respuesta mundial. Al hacerse evidente la disparidad de resultados, es de esperar que haya un cambio de rumbo. Es probable que la pandemia se quede entre nosotros por un tiempo, y sus secuelas económicas, por mucho más. No es todavía demasiado tarde para cambiar el rumbo.

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