Camilo Furlan

El colapso no se resuelve: se atraviesa, se asume, se transforma

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El cambio climático no es un problema ambiental. Ni siquiera es un problema. Es la consecuencia directa de un modo de vida que ya no puede sostenerse. Sin embargo, todo el aparato institucional —educación, política, medios, economía— insiste en tratarlo como si fuera una anomalía técnica, una ecuación mal resuelta que necesita ajustes. Como si bastara con electrificar la flota de autos y firmar acuerdos que nadie cumple.

Flavia Broffoni lo dice con claridad: “El colapso de nuestra civilización es inevitable. Y yo sé que decir esto genera rechazo, pero el punto es ganar tiempo para aprender a colapsar mejor”. Ese rechazo no es azaroso. Es estructural. Forma parte de la cultura fósil que nos enseñó a pensar el mundo como algo externo, a resolver problemas sin revisar quiénes los están produciendo ni desde dónde los estamos mirando.

El problema es cómo pensamos los problemas

La educación moderna nos entrenó para diagnosticar, modelar y resolver. Aprendemos a separar sujeto y objeto, naturaleza y cultura, conocimiento y experiencia. El resultado: vemos el cambio climático como algo “afuera”, algo que “le pasa” al planeta, y que si actuamos rápido, con innovación suficiente, podríamos “solucionar”.

Pero el cambio climático no se resuelve. No hay solución técnica a una crisis civilizatoria. Porque no se trata de reducir emisiones en abstracto, sino de reconfigurar el modo en que habitamos el mundo. Y eso no se aprende con contenidos curriculares ni simuladores. Se aprende reaprendiendo a estar en la Tierra.

Autores como Gregory Bateson, Edgar Morin o Paulo Freire ya advertían que el error no está solo en lo que sabemos, sino en cómo fuimos formados para conocer. Cuando tratamos al clima como un ítem de agenda o un KPI ambiental, seguimos operando desde la misma lógica instrumental que generó la crisis. Hacemos de cuenta que “tomar conciencia” es suficiente, pero sin tocar lo que comemos, lo que consumimos, lo que soñamos, lo que deseamos.

Flavia Broffoni lo enuncia sin rodeos: “La economía capitalista está completamente disociada de las posibilidades geofísicas de la Tierra. El crecimiento infinito no resiste ninguna racionalidad termodinámica”. La escuela, como prolongación cultural de esa economía, tampoco enseña a vivir dentro de límites. Enseña a competir, a producir, a crecer. Incluso cuando habla de sustentabilidad.

Tipping points y punto ciego educativo

Mientras tanto, el sistema terrestre se acerca —o ya cruzó— varios umbrales de no retorno: deshielo del Ártico, colapso del Amazonas, liberación de metano en el permafrost, debilitamiento de las corrientes oceánicas. Ninguno de estos fenómenos funciona como una “catástrofe” cinematográfica. Son procesos acumulativos, lentos, pero irreversibles. No se notan hasta que es tarde. Y no se revierten por decreto.

La gravedad no radica solo en el impacto físico. El verdadero riesgo es que nuestra cultura no tiene herramientas simbólicas para reconocer el umbral. Los llamamos “problemas climáticos”, cuando en realidad son límites biofísicos a un modelo de vida que ya no encaja en el planeta.

La educación, al no integrar cuerpo, territorio, deseo y afectividad, deja al sujeto sin capacidad de procesar esa transición. Sabemos sobre el clima, pero no nos sabemos parte del clima. Por eso seguimos scrolleando informes del IPCC sin cambiar nada en la práctica.

De la anestesia institucional a la acción regenerativa

Las instituciones no están hechas para prevenir colapsos. Están diseñadas para estabilizar el orden vigente. Por eso las cumbres climáticas no producen resultados. Porque no buscan interrumpir el modelo, sino adaptarlo sin tocar sus bases. Broffoni lo sintetiza bien: “la política no logró acompañar el diagnóstico empírico. Lo que hacen es sostener la ilusión de que alguien se está ocupando del problema”.

Ante esa inercia, Flavia propone desobediencia civil no violenta, asambleas ciudadanas, y sobre todo, asumir el colapso como condición de posibilidad para otro tipo de política. No se trata de caer en el nihilismo, sino de dejar de fingir que todo puede seguir igual con un poco más de eficiencia energética y educación ambiental.

El verdadero cambio no empieza en una ley ni en un programa de gobierno. Empieza cuando dejamos de pensar en “soluciones” y empezamos a transformar la relación que tenemos con lo vivo, con el otro, con el tiempo, con nosotros mismos.

Educación para el colapso: otra pedagogía

¿Qué tipo de educación podría estar a la altura del momento histórico que habitamos?

Una que no enseñe solo “sobre” el cambio climático, sino que enseñe desde dentro de él. Una que no divida teoría y práctica, ni mente y territorio. Una que ayude a leer el mundo como un sistema vivo, no como un conjunto de variables.

Una educación que no se limite a informar, sino que habilite procesos de reconfiguración interior. Porque la crisis climática no se reduce, se integra. Y eso requiere formar sujetos capaces de resistir el cinismo, de sostener el duelo, de imaginar sin garantías, de vivir con menos sin perder lo esencial.

No necesitamos más “conciencia ambiental” como contenido. Necesitamos una subjetividad ecológica: una forma de estar en el mundo que no se base en el control, sino en el cuidado. Que no acumule respuestas, sino que cultive relaciones.

La salida no está en una nueva tecnología, ni en una reforma curricular. Está en abandonar la lógica de resolver lo irresoluble, y en empezar a habitar el colapso como una posibilidad de transformación colectiva.

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Tasa de retorno energético, como materia de estudio

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En las escuelas debería enseñarse a medir la TRE (Tasa de Retorno Energético) en la materia de física o matemática. Planteémoslo como un problema de 4to – 5to grado de primaria. Imagina que vivís en el pueblo que llamaremos (A): Tenés que ir con tu auto a llenar el tanque (el cual tiene una capacidad máxima de 100 litros) de nafta en la estación de servicio (B) y luego volver a tu pueblo (A) e inicialmente la distancia es de 10 kilómetros. Imaginemos que 1 litro de nafta equivale a 1 km recorrido. Por tanto, para ir y volver de cargar nafta, gastamos 20 litros de nafta. Si aumentamos la distancia a la estación de servicio a 20 km, nos costará 40 litros de nafta, llegando a casa con los restantes 60. En este ejemplo, la TRE nos dice que utilizamos 4 unidades de energía para obtener 10 (o bien 2 para obtener 5), es decir, cuarenta litros de nafta para obtener cien. Ésta es una relación de costo beneficio de 2 a 5. Pero, ¿qué pasa si aumentamos la distancia a…  50 km? En este caso, gastaríamos 100 litros de nafta para obtener 100 litros de nafta, por tanto la TRE es de 1 a 1. Entonces solo habrás gastado tu tiempo y desgastado un poco más las cubiertas del auto.

Ahora intentemos pensar en cómo aplicaría nuestra regla en algo un poco más importante, el petróleo. Pero antes intentemos, mentalmente, hacer una lista de las cosas que conocemos que derivan del petróleo: Podríamos separarlas en dos categorías; “Derivados Directos” y “Derivados Indirectos”. Los derivados directos son, por ejemplo, lo que obtenemos al tratar y destilar el petróleo: GLP; gasolina; queroseno; diésel; fuel oil; lubricantes; parafina; asfalto; plásticos. ahora intentemos enumerar los indirectos: Alimentos procesados; fertilizantes sintéticos; pesticidas; agroquímicos; transporte automotor; aviación; transporte marítimo; logística global; empaques y envases; ropa sintética; dispositivos electrónicos; telecomunicaciones e internet; medicamentos; cosméticos; materiales de construcción; generación de energías renovables; investigación espacial. Y la lista podría seguir y seguir.

Y si hiciéramos una tercera categoría? ¿Una lista de derivados socioculturales del petróleo? Acá les dejo nomas lo que me vino a la cabeza: Consumismo; cultura del automóvil; suburbanización expansiva; ideal de movilidad ilimitada; turismo masivo “low-cost”; globalización cultural estandarizada; hiperestímulo publicitario; obsolescencia programada; moda rápida; cultura descartable; inmediatez on-demand; jornada laboral 24/7; mentalidad de crecimiento infinito; fetiche de la velocidad; individualismo energético; identidad basada en marcas; espectáculo deportivo global; alimentación ultra procesada; estetización del derroche; extractivismo mental; geopolítica del miedo al desabastecimiento; militarización de recursos; desplazamientos forzosos; precariedad laboral en cadenas globales; desigualdad centro-periferia; anestesia ecológica mediática.

Ahora sí, aplicamos la TRE al petróleo ¿Cuánta energía (petróleo) necesitamos para sacar más petróleo del subsuelo?: El petróleo pasó de devolver más de 100 unidades de energía por cada una invertida en los “gushers” de los años 1930, a unos 40 : 1 cuando EE. UU. alcanzó su pico en 1970; hacia los noventa el rendimiento convencional mundial rondaba 20 : 1 y a comienzos de 2010 cayó a 10-15 : 1; hoy promedia apenas ~8,5 : 1 a escala global —o ~3,5 : 1 si se mide la energía útil— mientras los crudos no convencionales como arenas bituminosas y lutitas difícilmente superan 3-7 : 1, mostrando un siglo de declive sostenido en la rentabilidad energética del “oro negro”.

Como podemos observar, el siglo XX fue sustentado estructuralmente por una abundancia de energía en forma de líquido negro espeso. Pero, como también podemos fácilmente deducir, el petróleo no va a ser el combustible que haga girar al mundo este siglo. Esta decadencia en los niveles de extracción no solo nos habla de que “la nafta va a estar cada vez más cara”, sino que, este declive va a repercutir en todas las industrias que hoy dependen del petróleo directa o indirectamente.

El politólogo español Carlos Taibo, quien lleva ya mucho tiempo con la lupa puesta en este decrecimiento de la TRE, nos plantea cuatro dimensiones en las que podemos interpretar este momento histórico: En primer lugar, el colapso, lejos de significar una crisis más, representa el irreversible fin de una era. En segundo lugar se plantea la disyuntiva proceso-momento; “Ojalá se dé lo primero” dice Taibo. Pero el capitalismo puede lograr, por presión y ocultamiento, que arrecie como momento: Un instante de días, semanas o meses en que todo implosione. Tercero, necesariamente la sociedad atravesará un proceso de des-complejización, se volverá más low-tech.

En la cuarta dimensión asoma cierto optimismo, que comparto: ¿qué tal si el colapso contribuyera a desandar ese camino de jerarquías impuestas, homogeneización, hiperurbanización y concentración, para proponernos recorrer una “re-ruralización” sin agrotóxicos (no por elección sino por fuerza mayor, incluso escasez), una recuperación de las autonomías locales, una desjerarquización de la hegemonía consumista, colonialista y racista, y una nueva convivencia entre seres humanos y no humanos aprendiendo a re-vivir en este planeta herido?

Actualmente no existe consenso en cuanto a la medición absoluta de la TRE. Es decir, como bien mencionamos anteriormente con el ejemplo del auto y los puntos A-B, podemos cuantificar fácilmente cuánta energía invertimos y cuanto obtuvimos en términos de nafta. Pero al final del párrafo mencioné algo que, quizás, pasó desapercibido: haber perdido tiempo y desgastado las gomas. Pues mover un armatoste de una tonelada a lo largo de kilómetros impulsado por millones de explosiones controladas, obviamente produce desgaste de sus piezas metálicas, por lo que posteriormente deberemos gastar más dinero en reparar el auto. ¿Y la enorme cantidad de minerales, esfuerzo humano, y energía necesaria para fabricar el auto y sus repuestos? ¿Y la energía necesaria para transportar los repuestos? ¿Y el costo del “combustible para humanos”, la comida? Como vemos la cadena de elementos impulsados por el petróleo que se ven implícitos en algo “tan simple” como mover un auto, extraer petróleo de bajo tierra o incluso fabricar un auto eléctrico “Eco-Friendly”, es exponencial e imposible de calcular al 100%. Al estudio de esta cadena de sucesos se le denomina Análisis de Ciclo de Vida.

En síntesis, reconocer que los límites biofísicos del planeta condenan la avaricia del 1%, no es una ideología ni una hipótesis, es tan estructural como reconocer que la tierra es redonda. Desconocer estas facetas del colapso que determinan nuestra actualidad es igual a recibir mansos los discursos que niegan a la ciencia, es igual a disfrutar de la anestesia del tecno-optimismo y la propaganda pagada por manos ensangrentadas. Detener esta rueda de la muerte comienza por informarnos y difundir lo aprendido con bases sólidas. El único momento en el que será posible una revolución contra el sistema vigente será cuando el hartazgo lleve a pocos a la locura y a las masas a la verdad.

Después de escribir estas líneas, salir afuera y ver los autos pasar, las luces encenderse y apagarse, ver las personas vestir prendas Shein, niños pasando frío bajo el semáforo y el clima cada día más inestable, me hace sentir un poco de nauseas, pues se siente como el infierno. Gigantes asechan cada rincón, el fuego infernal es alimentado por los ateos y por los creyentes, por los de izquierdas y por los de derechas. Pero sentir que soy capaz de ver el mundo de esta madera, me recuerda que no todo está perdido, que la esperanza es algo que puedo materializar y que el cambio empieza por uno mismo sí, pero no hay cambio si no le haces caso a Einstein: “Quien tiene el privilegio de saber, tiene la obligación de actuar”.

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Rabia contra la agonía de la luz: no scrolees, actuá

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“¿Qué se puede escribir acerca de la potencialidad de colapso de esta civilización que no haya sido dicho, que remita a un suceso inevitable sin por eso prefigurar una disposición del alma (sí, del alma) a tirar la toalla?…” F. Broffoni (libro “Colapso” de 2024).

Sin lugar a dudas, este enunciado nos choca, nos da el sacudón necesario para realizar un debate serio sobre las bases y circunstancias actuales que determinan lo que llamamos actualidad (o normalidad, en algunos casos). En el libro Colapso, de Flavia Broffoni, nos encontramos con la pregunta recurrente en nuestras mentes luego de ver una cadena de malas noticias en tu feed de Facebook: ¿Qué puedo hacer?

En su obra, Flavia postula al colapsismo como un ángulo insuficiente, aunque necesario, para enfrentar la crisis, en sus palabras, “multicausal”. Pero también en su libro se refleja el hastío generacional que se “atraganta” de impotencia mientras es saturado de noticias —no siempre estrictamente relacionadas con el colapso— dentro de las cuales ya ha hecho eco muchas veces la narrativa de la irreversibilidad. ¿Es entonces la nuestra una generación condenada a la inacción?

Mientras tanto, la disyuntiva en la que nos vemos envueltos se retrata muy gráficamente hoy. Mi generación, la “Gen Z”, era del sinsentido, del ahogo por eso ha recibido, a lo largo de la historia, múltiples nombres: el sistema, el enemigo, el poder, el capitalismo, el comunismo, las fake news o Babilonia. Precisamente, estos nombres derivan de la confusión profundizada por los algoritmos que se adaptan, por un lado, a las narrativas inducidas por quien domina económicamente las empresas de comunicación y, por otro, a los algoritmos que vamos construyendo en función de nuestros propios intereses (ya saben, al darle like a las publicaciones que nos gustan, el algoritmo nos muestra más contenido relacionado). Esto acentúa el conflicto no virtual con el prójimo por diferir de nuestras ideas alienadas. Pues justo así te quieren: enojado con todos, último combatiente de tu propio “revolucionario” y “librepensante” ejército. Todos contra todos.

“El problema son los zurdos”, “el problema es el libre mercado” (millones de nosotros repitiendo ideas ajenas sin haber terminado un libro de historia en nuestra vida). Tenemos ojos llorosos de tantos píxeles, mentes contaminadas con petróleo y cerebros adictos a la dopamina. Hoy es difícil, por no decir imposible, vencer la abstinencia de la adicción a las redes. Sin embargo, vos y yo no dejamos de escuchar esa voz… esa que te dice que esto no es todo, que hay un niño ahí dentro queriendo salir de la cárcel —la cárcel para tu mente— y que hace que perseveres en la búsqueda del sentido, esa voz que te envalentona para seguir diciendo “Rabia, rabia contra la agonía de la luz” cuál instinto visceral.

Mientras… Mientras, trascendimos ya seis de los nueve límites determinados por el estudio de los límites planetarios realizado por el Stockholm Resilience Centre. Mientras, las grandes empresas exprimen las últimas gotas de petróleo del suelo, modifican genéticamente plantas y animales para resistir el cambio de clima que provoca el Antropoceno. Mientras decenas de miles de niños juegan con casquillos de bala, comen arena, miran más allá de las mil yardas mientras esperan, vencidos, que una bomba acabe con su sufrimiento. Hacemos más vídeos, más artículos retratando el desastre… como si algo fuese a pasar por sacar a la luz el morbo. Hoy tenemos miles de fotos más fuertes que “La niña del napalm” o “La ejecución en Saigón”; solo googleá “niños en Gaza”… ¿En serio? ¿Qué vamos a hacer? ¿Seguir reposteando aquello que nos duele para descansar mejor por las noches?

Te quieren esclavo, pero el esclavismo es hoy tan avanzado como la computación cuántica. Te autopercibís libre por poder postear “Palestina Libre” o “Eat the rich” y ganar cinco likes. “¡Podés encontrar a tu media naranja al otro lado del océano!” ¿Te suena? ¿Funciona así o empezás a ver la mentira de la “conexión” que vende Internet, de la que estamos hablando?

Galeano, en Las venas abiertas de América Latina, lo dice así: “El control de la natalidad ha sido convertido en un arma más del sistema de dominación. El gobierno guatemalteco, bajo la inspiración de la Alianza para el Progreso y con la cooperación técnica y financiera de Estados Unidos, ha organizado campañas para imponer la planificación familiar en las áreas rurales y entre los indígenas. Es más barato y más eficaz, más higiénico también, matar a los futuros guerrilleros en el vientre de sus madres que enfrentarlos después con fusiles en las montañas o en las ciudades.” Hoy basta con “ghostear”, pues es aún más barato, más eficaz y más higiénico. ¿Ves el paralelismo?

Te invito a despertar, hermano, hermana. Te invito a ver todo ese dolor dentro tuyo, para que veas quién te hace daño y por qué. Te invito a crear un mundo nuevo, como sea, no importa; vamos, hagámoslo: no va a venir Superman a salvarte. A vos, que no te podés levantar de la cama, vencido por tus pesadillas algorítmicas; a vos, que apenas tenés tiempo para sentarte un ratito antes de volver al laburo, donde te explotan por una miseria mientras ves vídeos de motivación, “gym”, meritocracia y el poder de manifestar. No somos solo números y estadísticas que alimentan el deep learning de las IAs. Somos la potencia humana que brota de entre los escombros, una vez más. Dale: “Que la vida es como el pantalón de un niñito, bien cortico y repleto de caca… Tu vida es una película que ahorita es que comienza. Así que luces, cámara y ¡acción!” —Tyrone José González Orama (Canserbero).

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La única revolución es la interior

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Vivimos tiempos en que las certezas absolutas dominan cada aspecto de la realidad. El capitalismo, el comunismo, las ideologías y las doctrinas se presentan como soluciones infalibles para la profunda crisis humana y ecológica que atravesamos. Sin embargo, estas certezas, lejos de ofrecernos soluciones reales, solo profundizan nuestra alienación, arraigada en el individualismo y la incapacidad de reconocer los límites biofísicos del planeta. ¿Qué nos queda, entonces, frente a la insuficiencia de estas respuestas?

A lo largo de la historia, distintas ideologías prometieron liberarnos de la opresión, la pobreza o la injusticia, pero siempre chocaron contra una realidad fundamental: nuestra crisis más profunda no es externa, sino interna. El ser humano, inmerso en sus conflictos psicológicos, tiende a proyectar sus problemas hacia afuera, culpando siempre a los demás o a las circunstancias externas. Las revoluciones políticas o económicas del siglo pasado, aunque motivadas por ideales legítimos, terminaron repitiendo los mismos patrones de dominación, explotación y violencia que pretendían erradicar. Esto ocurre porque esas revoluciones atacaron únicamente la superficie de los problemas, ignorando que la raíz del conflicto humano se encuentra dentro de cada uno de nosotros.

Jiddu Krishnamurti planteó, hace ya varias décadas, que ningún cambio verdadero puede nacer de las revoluciones externas, políticas o sociales, porque estas solo alteran superficialmente nuestra realidad. Según él, la única revolución auténtica comienza en el interior, en la transformación profunda de cada individuo. En sus palabras: “La revolución verdadera tiene que comenzar no con teorías e ideaciones, sino con una transformación radical en la mente misma”. Es decir, toda crisis exterior es reflejo exacto de nuestro conflicto interno. Para Krishnamurti, intentar resolver problemas externos sin cambiar profundamente nuestra forma de pensar y sentir es como intentar apagar un incendio sin atacar el fuego desde la base.

En esa misma línea, el filósofo contemporáneo Byung-Chul Han afirmó que somos nuestros propios esclavizadores. Vivimos atrapados en una sociedad hiperindividualista donde creemos que la libertad consiste en seguir deseos impuestos por el mercado y la cultura del consumo. Pero quizás Han se quedó corto, ya que no solo nos esclavizamos, sino que proyectamos en el exterior toda nuestra violencia interna. La agresividad con la que tratamos al medio ambiente, la indiferencia ante el sufrimiento ajeno y la competencia destructiva no son más que reflejos externos de un conflicto que llevamos dentro y que no hemos querido enfrentar.

Krishnamurti nos ofrece un camino claro para salir de ese círculo: el “darse cuenta”. No se trata de técnicas complejas ni meditaciones formales, sino de algo tan simple como poderoso: la atención consciente, la observación directa y sin juicios de nuestros propios pensamientos y emociones. Este “darse cuenta” no implica juzgarnos ni intentar cambiar a la fuerza aquello que observamos, sino simplemente verlo tal cual es. Krishnamurti lo planteaba claramente: la simple observación atenta de nuestros patrones mentales puede provocar su disolución natural. La conciencia, al iluminar nuestro conflicto interno, le quita poder, permitiendo que emerja una mente libre de condicionamientos y capaz de ver la realidad con claridad.

Este “darse cuenta” es una invitación a detenernos y observarnos honestamente, reconociendo que cada guerra, cada conflicto social, cada crisis ecológica tiene sus raíces en nuestra propia mente. No es una cuestión de culpa, sino de responsabilidad profunda. Krishnamurti lo plantea con claridad: “Usted es el mundo, y el mundo es usted. Cuando se transforma internamente, transforma todo lo que le rodea”. No se puede esperar que el mundo cambie si nosotros mismos seguimos atrapados en patrones mentales destructivos. La crisis ecológica, por ejemplo, es reflejo directo de nuestra avidez, nuestro egoísmo y nuestra incapacidad de sentirnos conectados con la naturaleza y con el otro.

La verdadera revolución no vendrá de líderes mesiánicos, doctrinas políticas o tecnologías milagrosas. La revolución que necesitamos es, ante todo, una revolución silenciosa e interna. Una transformación que nace de mirar hacia dentro sin filtros, de asumir con coraje nuestros conflictos más profundos y observarlos hasta que pierdan su poder sobre nosotros. Solo entonces podremos construir comunidades auténticas, basadas en la empatía, la solidaridad y una profunda comprensión de nuestra conexión fundamental con todo lo que existe.

En última instancia, esta revolución interior conecta profundamente con los principios del decrecimiento, no desde una imposición ideológica, sino desde una transformación genuina del individuo. El decrecimiento propone vivir dentro de los límites biofísicos del planeta, algo que solo es posible cuando dejamos atrás patrones internos de ambición desmedida y consumismo irracional. Así, el cambio interior que Krishnamurti propone se convierte en la base imprescindible para construir un mundo más armónico, equilibrado y consciente.

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Anestesia doble: cómo la ficción de normalidad y la fragilidad aprendida frenan la acción frente al colapso

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En pleno invierno austral, mientras las lluvias intensas afectan diversas regiones del país y los cortes de energía vuelven a ser parte del paisaje cotidiano, la percepción colectiva sobre la crisis climática permanece extrañamente distante. Aunque fenómenos extremos como las inundaciones en Bahía Blanca, que dejaron 16 muertos y miles de evacuados en marzo, ocuparon titulares durante días, la reacción política fue fugaz y la respuesta social, marginal. Esta brecha entre el reconocimiento del problema y la acción concreta no es simple desinterés: responde a una doble anestesia que atraviesa el presente. Una, institucional, que simula normalidad incluso ante el colapso evidente; y otra, cultural, que desactiva cualquier emoción intensa antes de que pueda traducirse en una respuesta colectiva.

En la primera capa, la hipernormalización funciona como una estrategia narrativa que sostiene la ilusión de que todo sigue bajo control. La idea, desarrollada por el antropólogo Alexei Yurchak y retomada por Gil-Manuel Hernández en el contexto actual, se manifiesta en discursos públicos donde las crisis estructurales —energética, ambiental, social— se encubren tras promesas técnicas y gestos de gestión superficial. El ejemplo más visible está en los partes meteorológicos: mientras el Servicio Meteorológico Nacional anticipa un invierno más cálido de lo habitual en gran parte del país, con lluvias intensas en el litoral y eventos extremos cada vez más frecuentes, ninguna autoridad articula ese dato con políticas de adaptación concretas. La disociación entre información y acción se vuelve norma.

La segunda capa es más silenciosa pero igual de eficaz: la fragilidad aprendida. El diagnóstico sobre la “generación de cristal” se volvió lugar común para descalificar a jóvenes sensibles, pero el problema es más complejo. No se trata de una debilidad espontánea, sino de una cultura que privilegia la comodidad emocional y reprime la angustia colectiva. En este modelo, todo lo que incomoda —miedo, culpa, duelo— es rápidamente estetizado, medicalizado o descartado como disfuncional. Se entrena a las personas para gestionar su ansiedad de forma individual, en lugar de canalizarla hacia la organización o la protesta. El resultado es un sujeto adaptado a la frustración permanente, pero privado de herramientas para convertirla en acción.

Ambas formas de anestesia se complementan. La hipernormalización impide nombrar el colapso, y la cultura de la fragilidad impide soportar lo que implicaría asumirlo. Así, aunque la mayoría de los argentinos reconoce ya los efectos del cambio climático en su vida cotidiana, la proporción de quienes modifican su comportamiento es mínima. Según datos de la Universidad de San Martín, solo el 21 % de los encuestados dijo haber reducido el uso del automóvil en los últimos seis meses, a pesar del aumento sostenido de temperaturas y del colapso energético registrado en varias provincias durante el último verano.

Frente a esta parálisis, algunos gestos comunitarios muestran caminos posibles. En los barrios periféricos de Posadas y Oberá, colectivos vecinales organizan jornadas de formación en cocina solar, compostaje urbano y conservación de alimentos sin refrigeración, como forma de recuperar saberes adaptativos ante la inestabilidad energética. Son respuestas locales, sin subsidios ni épica, pero que rompen el pacto de anestesia: nombran el problema, sostienen el malestar y lo transforman en conocimiento compartido. No pretenden resolver el colapso, pero sí anclar la vida en medio de él.

Salir del entumecimiento generalizado no requiere héroes ni soluciones mágicas, sino prácticas que restauren la sensibilidad frente a lo que ya está ocurriendo. Eso implica, también, rehabilitar la incomodidad como parte legítima del pensamiento. Porque solo cuando se recupera el derecho a sentir miedo, enojo o tristeza frente al derrumbe, puede emerger una voluntad colectiva de cambiar las cosas. No se trata de dramatizar más, sino de dejar de fingir que nada duele. La salida —si existe— empieza por apagar la anestesia.

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