El Evangelio de la fraternidad y la justicia

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En este tiempo cuaresmal es bueno que vayamos captando que el discipulado cristiano no puede reducirse exclusivamente a la relación personal con Dios, sino que, están presentes también nuestros hermanos. La experiencia misma de oración, la creciente experiencia maravillosa de adoración eucarística, no serían auténticamente cristianas si no se acompañan de un estilo de vida que involucre criterios y opciones coherentes con la fe que profesamos, si no nos llevan a asumir la misión de transformar las realidades temporales a la luz del Evangelio.
«Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos. ¿Quién pretendería encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís y de (santa) Teresa de Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una auténtica fe —que nunca es cómoda e individualista— siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra». (EG 183)
Todos los bautizados tenemos que evaluarnos en cómo vivimos nuestro compromiso cristiano. De modo particular, los laicos -que constituyen la gran mayoría del Pueblo de Dios- tendrán que examinarse respecto de la dimensión social de su fe y sobre la responsabilidad evangelizadora y humanística vivida especialmente en sus propios ambientes, tanto familiares como laborales. Allí
es donde se generan los valores que forman una cultura más justa, honesta y solidaria.
Sorprende que, en nuestra Patria, donde gran parte de la población se denomina cristiana, haya tantos y tan graves escándalos de corrupción. Este lamentable fenómeno está presente en la dirigencia social, en el mundo de la política, en las empresas y sindicatos, en los medios de comunicación social, en el poder judicial, en la educación y hasta en las mismas estructuras eclesiales. Sorprende que el Evangelio del que tanto hablamos sea olvidado tan rápidamente cuando se tiene un cargo o un lugar de privilegio. En lugar de aprovechar las oportunidades para servir mejor al pueblo fácilmente dejan ganar su corazón por la soberbia, el poder mal ejercido y la
avaricia.
Al evaluar esto debemos preguntarnos por qué nos pasa esto de una extendida corrupción que se transforma en un flagelo para nuestra sociedad. Sin lugar a dudas que nos ocurre aquello que ya los Padres de la Iglesia denunciaban. Hacia el siglo V San Juan Crisóstomo, llamado «boca de oro» o el «abogado de los pobres», hablaba frecuentemente sobre la riqueza y la pobreza: «todos somos administradores de los bienes de Dios, nadie puede decir que esto es mío; la riqueza tiene que ser compartida para que sea bendecida por Dios»
Es iluminador recordar a san Ambrosio, obispo de Milán (s. IV) denunciando la avaricia y la corrupción de su tiempo y que tiene tanta actualidad: «la tierra es de todos, no solo de los ricos.
Pero son muchos más los que no gozan de ella que los que la disfrutan. Lo que das al necesitado, te aprovecha bien a ti (porque) es el propietario el que debe ser dueño de la propiedad y no la propiedad señora del propietario. Los misterios de la fe no requieren oro» (S. Ambrosio, Libro de Nabot el Yizreelita). También san Basilio dice al respecto: «El que roba la ropa de otro se llama ladrón.
Merece otro nombre el que no viste al desnudo si lo puede hacer? El pan que te sobra  pertenece al hambriento. La ropa que guardas en tu ropero pertenece al desnudo. Los zapatos que se pudren en tu casa son del descalzo. El dinero que tienes enterrado pertenece al necesitado». (S. Basilio, Homilía 6, 6-7. Sobre el texto de Lc 12,18) Lamentablemente seguimos viviendo la inequidad que hace concentrar las riquezas en algunos pocos, y grandes mayorías que sobreviven y están excluidos incluso de los bienes básicos como la alimentación, la salud o la educación. No podemos vivir cristianamente este tiempo cuaresmal sin cuestionarnos el compromiso que tenemos con nuestros hermanos más pobres y excluidos.
Les envío un saludo cercano y hasta el próximo domingo. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

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