El fin del “piñerato” en Chile

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Por Álvaro Ramis, Le Monde Diplomatique. Cambio de ciclo político. ¿El término del segundo gobierno de Sebastián Piñera es también el final de su larga hegemonía sobre la derecha chilena? Control que se inició en 2005, cuando su candidatura presidencial logró pasar a la segunda vuelta presidencial desplazando a Joaquín Lavín, candidato de la Unión Demócrata Independiente (UDI). Dieciséis años después, la derecha puede cambiar de controlador: a manos de José Antonio Kast, el candidato subordinando al débil candidato piñerista Sebastián Sichel, quien, por su lado, no logra posicionarse producto de sus contradicciones y baja capacidad de convocatoria. ¿Qué está pasando en la derecha? ¿Cuál es el motivo de estos desplazamientos? ¿Qué implica para el futuro inmediato?

Para comprender este fenómeno es necesario volver a 1990, al inicio del gobierno de Patricio Aylwin, cuando la derecha chilena inició un largo camino por el desierto y una despiadada lucha interna entre facciones que buscaron controlar el sector, derrotado y reducido a su mínima expresión. Por un lado, la UDI avanzó rápidamente en sus posiciones, disolviendo al sector más militarista, ligado a Avanzada Nacional, y neutralizando también a la llamada “patrulla juvenil” de Renovación Nacional (RN) donde participaban Andrés Allamand, Alberto Espina y Sebastián Piñera, que aseguraba ser más liberal. Es el tiempo del “Piñeragate” o “Kiotazo” en Megavisión, que dejó a Piñera fuera de sus ambiciones presidenciales en 1992.

La UDI logró esa temprana hegemonía producto de dos factores: su privilegiado vínculo financiero con el gran empresariado, beneficiado por las privatizaciones realizadas en dictadura, y su fuerte implantación territorial, producto de su experiencia con alcaldes designados en municipios de todo el país. Joaquín Lavín logró liderar ese proyecto y convertirlo en una candidatura presidencial competitiva en 1999. La UDI logró así un éxito arrollador en las elecciones municipales de 1997 y Lavín quedó a 31 mil votos de diferencia de Ricardo Lagos en 1999. El problema es que no consiguieron capitalizar ese logro de forma definitiva. Se centraron en una propuesta “cosista”, efectista, y no supieron responder a una escala política mayor, con una propuesta de largo aliento. Lavín fracasó en su alcaldía de Santiago y no pudo exportar su gestión en Las Condes. Sebastián Piñera se supo mover estratégicamente, y logró en 2005 desplazar a Lavín de la segunda vuelta electoral frente a Michelle Bachelet. Aunque no triunfó supo posicionar un nuevo proyecto que prometía una derecha viable, capaz de romper con el peso muerto de la dictadura, y a la vez centrarse en el crecimiento neoliberal de la economía como consigna y programa. En 2009 este diseño le permitió ganar la presidencia, y con las mismas ideas y el mismo esquema estratégico, le devolvió al poder a fines de 2017. De esta forma es posible hablar de un largo ciclo 2005-2021 de la derecha chilena, un extenso “piñerato”, un singular modelo de liderazgo político liberal-conservador, con una cultura patrimonialista de la gestión del Estado, que evidencia una fase de ruptura y continuidad de la derecha chilena, marcada por la singular personalidad de Piñera.

La lógica del piñerato

Este largo piñerato no hubiera sido posible sin la alianza con actores claves de la UDI, como Andrés Chadwick y Cristián Larroullet, que aceptaron su liderazgo, y controlaron el “alma” de la UDI, subordinándola disciplinadamente a su conducción. Pero a la vez Piñera fue apartando sus primeros ánimos liberales y se fue subordinando cada vez más a la lógica política UDI. A partir del movimiento estudiantil de 2011, el piñerato se convirtió en un modo de gobernar cada vez más autoritario, inmediatista, controlador, reactivo. Esta lógica se exacerbó en su segundo mandato, llegando a su extremo desde el 18 de octubre de 2019 en adelante.

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El piñerato puede definirse como el gobierno de un empresario al que sus adherentes le han perdonado todo (su inconsistencia ética, su falta de carisma, sus permanentes conflictos de interés, su incontinencia lucrativa, la volubilidad y oportunismo de sus decisiones, su incompetencia cultural) en razón de su reconocida capacidad de gestión. El gerente Piñera ha justificado, para sus votantes, al escuálido gobernante. El gestor eficaz y el administrador eficiente de las pocas tareas y roles que sus electores radican en el Estado ha validado su precario liderazgo público. Esto ha sido efectivo cuando se ha tratado de tareas netamente ejecutivas, como la vacunación o el rescate de los mineros en 2010. Pero ha sido un desastre en todas las áreas en las que se exige una gestión política basada en acuerdos y sentido de Estado.

De alguna manera este estilo de gobierno se fue volviendo cada vez más intolerable para la gran mayoría, pero de un modo progresivo. Poco a poco incubó los efectos de una crisis mayúscula. A su llegada al poder en 2010 Piñera desencadenó las enormes movilizaciones estudiantiles y regionales de 2011 y 2012, proceso que aceleró el fin del binominalismo con la irrupción de nuevas fuerzas políticas. Y esa misma forma de gobernar catalizó los hechos inmediatos que generaron el estallido social de 2019. Sería injusto afirmar que Piñera y su forma de gestión gubernamental originaron la rebelión, en sus causas más ondas. De alguna forma ya en 2010, al instalarse en el gobierno, Piñera estaba sobre un polvorín bajo sus pies. La Constitución vigente y la racionalidad neoliberal de los “30 años” ya estaban como un enorme sustrato explosivo de la sociedad. Pero en lo que no hay duda es que el piñerato fue la chispa que encendió el polvorín.

Es importante pensar que este proceso fue más allá de la persona de Piñera, ya que el piñerato es también el estilo de gobierno de sus ministros y funcionarios, que hicieron todo lo posible para que estallaran todas las cargas dinamiteras que se podían hacer estallar: la ministra Cubillos lo hizo con la ley aula segura, persiguiendo a los estudiantes secundarios. La ministra Hutt al elevar en $30 pesos el pasaje de metro sin ponderar los efectos de esa pequeña medida. El ministro Larraín que invitaba a comprar flores porque habían bajado de precio en tiempo de alzas. El ministro Fontaine que invitó a “madrugar” para ahorrar en el metro. Todas estas anécdotas fueron pequeñas chispas de un largo proceso de ofuscación de la ciudadanía que se incubó desde 2010, y aceleró la deslegitimación radical del sistema constitucional mismo.

¿Sustitución de liderazgo?

En las elecciones del 21 de noviembre se pueden dar dos escenarios dentro de la derecha: Sichel podría pasar a segunda vuelta sobre la base de una votación disciplinada que los partidos que le apoyan logren generar. En ese caso el “piñerato” continuaría, muy debilitado y cuestionado, pero se podría augurar que el grupo de poder que está actualmente en La Moneda mantendría el control fundamental de ese sector por algún tiempo más.

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El otro escenario es que José Antonio Kast pase a segunda vuelta. Ello representaría un cambio de conducción en la derecha de enormes consecuencias, equivalente al triunfo de Donald Trump sobre los líderes históricos del partido republicano en Estados Unidos en 2015. Como señala Daniel Innerarity: “Estábamos centrados en la crisis de la socialdemocracia y quienes realmente se encuentran en una encrucijada crítica son los conservadores, hostigados por la extrema derecha y al mismo tiempo seducidos, a falta de mejores ideas, por su cacharrería ideológica” (1). Este efecto es el que explica a Kast. La crisis del “piñerato” es la expresión de una falta de proyecto teórico y práctico, que ante el vacío se está dejando llevar por las “convicciones” duras y recalcitrantes de la ultraderecha. Es el ascenso de una derecha testosterónica, para la cual cualquier manifestación de duda, debilidad o incertidumbre le parece una prueba de incompetencia.

¿Kast encarna un proyecto fascista? No lo es plenamente en este momento, pero sí lo es en potencia. Para que lo fuera necesitaría salirse de las reglas del juego democrático, y acudir a la violencia explícitamente. Lo más probable es que su diseño estratégico y sus posibilidades tácticas no le permiten ese tipo de acciones en este momento, pero si Kast alcanza el poder del Estado seguramente derivaría rápidamente hacia prácticas fascistas. Lo que le caracteriza en el presente es su alineamiento con la ultraderecha actual, a escala internacional: el rechazo al saber experto, al liderazgo compartido y a la idea de comunidad global.

Si se concreta el sorpasso de Kast a Sichel la más directa afectada sería la UDI, que tendería a ceder sus espacios de poder hacia el Partido Republicano. Para RN se abriría una crisis importante, tal vez una escisión entre un ala encabezada por Mario Desbordes que no conjuga con una alianza con Kast y los sectores ligados a su actual presidente Francisco Chahuan que no van a dudar en buscar pactos con los republicanos. Evopoli, el tercer partido de la derecha piñerista, también entraría en una crisis existencial que no tendría solución colectiva, sino más bien disímiles posturas individuales entre sus militantes. Pero las consecuencias de este cambio, a mediano y largo plazo, se sentirían al modo de un terremoto político para todo el espectro. Una ultraderecha orgánica, al mando de la ya radicalizada derecha chilena, pondría al país en el concierto de los debates que entrampan a otros países, como el Brasil de Bolsonaro, y ante los dilemas que plantea el auge de VOX en España, Eric Zemmour en Francia o AFD en Alemania. En síntesis, los sectores de centro derecha, incluso del centro político deberán optar por llegar a acuerdos con esta nueva fuerza hegemónica en la derecha, o aplicar un cordón sanitario que le aísle y le contenga. El resultado del 21 de noviembre dará pistas al respecto.

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