La degradación busca su propia pedagogía

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El inicio del ciclo escolar coloca en el centro de la discusión pública, una vez más, a la educación. Hace unas semanas, una serie de discusiones ubicaron el debate en un lugar que suele ser poco transitado: el método y/o las posiciones pedagógicas implicadas en el proceso educativo. Se trata de un problema pertinente, en una discusión mal encarada. Es cierto, estamos ante una crisis y las políticas educativas tienen responsabilidad, pero el origen del problema se encuentra en otro lado. 

Por cuestiones de espacio no puede resumirse aquí toda la discusión previa. Solo diremos que se apuntó a la imposición del método psicogenético para la enseñanza de la lecto-escritura como principal razón de que uno de cada tres chicos y chicas no comprendan lo que leen al terminar la escuela.¿En qué consiste este método? Simplificando mucho y asociado a las etapas del desarrollo de la infancia, supone que el sujeto por su propia acción descubrirá la correcta escritura producto de su inmersión activa en el mundo escrito junto a un docente facilitador de ese proceso. Si bien se refería a la alfabetización inicial, esta concepción es también la que engalana las propuestas educativas para jóvenes y adultos que operan sobre la base de la “aceleración” de contenidos: el adulto ya sabe todo solo tiene que descubrirlo. El plan Fines 2 (Trayectos) hizo escuela con eso. Este método habría desplazado al tradicional basado en la conciencia fonológica utilizado en la primera mitad del siglo XX. 

Algunos sostuvieron que se trataba de un debate falso ya que aquí predominaría un método mixto o combinado. No faltaron los que negaron el diagnóstico apelando al postmodernismo de siempre: hay que preguntarse qué implica saber leer y escribir debatiendo por los “sentidos”. También se señaló la “multicausalidad” del problema a los fines de no discutir nada. 

El principal problema de esta discusión sobre métodos es la confusión entre el resultado de un proceso con el proceso mismo. La sociedad argentina desde la década del setenta, por lo menos, no para de degradarse como producto del agotamiento histórico de las relaciones sociales que estructuran la vida, a saber: el capitalismo argentino. En una mirada de largo plazo la caída histórica de las condiciones de vida de la población es notable: el promedio del salario hoy es la mitad del de 1974, la precarización laboral crece, la desocupación abierta y subocupación se consolida y afecta a un tercio de la población, la pobreza afecta a una de cada dos personas; la inestabilidad laboral recae en su mayoría sobre las mujeres obreras al igual que las peores condiciones contractuales y, por ende, sus ingresos. Siete de cada diez niñas y niños son pobres. Cada crisis agudiza ese cuadro fijando nuevos equilibrios sobre los que cada generación transita su experiencia vital en un lento y constante deterioro. 

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Ese proceso social explica y origina esta crisis escolar convirtiendo a la escuela en un mero lugar de guardería y contención social. La falta de preocupación real por la educación atraviesa a todo el personal político que, década tras década, adecua las políticas educativas a la miseria ambiente. Así, la escuela se ha convertido en un lugar que emite títulos carentes de contenido. No hay miserabilismo más profundo que llamar a ese proceso inclusión y pretender convencer a las y los trabajadores que esta educación degradada es lo único que pueden obtener. Más bien es la realidad de un sistema que toma como “dato” que nuestras hijas e hijos serán pobres y descartables, aunque les digan lo contrario. 

En este camino, existen políticas educativas que, en efecto, habilitan mejor y profundizan esta degradación. La descentralización educativa que lentamente conquistó al sistema desde los sesenta para acá es prueba palpable: fue defendida por dictaduras y democracias, por gobiernos radicales, “neoliberales”, peronistas, kirchneristas y macristas. Fue la encargada de transferir el costo del sostenimiento del sistema educativo a las provincias, la que introdujo los contenidos básicos y comunes que hoy llamamos núcleos de aprendizaje prioritario, la que en los sesenta permitió ensayos de promoción automática, la que fracturó la capacidad de negociación salarial docente. No se trata de una conspiración de funcionarios sino de la respuesta que el personal político de turno arbitra para responder a los intereses de los capitalistas. Hasta que no se modifique ese cuadro estructural seguiremos teniendo una escuela “fábrica de embrutecimiento” con método fonológico o de psicogénesis. 

Pero, aunque en un segundo orden, la discusión sobre el método también es válida. Como vimos existen políticas educativas que agravan o profundizan la degradación escolar. La descentralización es una de ellas. Y, en otro sentido, el método nos desafía a pensar un problema. Si la escuela hoy produce analfabetos funcionales titulados ¿cuál es el método más eficaz para salir de este cuadro? Ese programa de acción debe construirse ahora, aunque presupone una batalla más general para reestructurar la vida toda. La discusión debería implicar a todos los sectores vinculados a la educación. Las y los docentes junto a la comunidad educativa, claro. No obstante, debemos rechazar la mirada populista que supone que los especialistas no tienen nada que opinar. La mirada de la docencia es fundamental pero solo contiene una pequeña porción de la realidad. Necesitamos recopilar debates, diagnósticos, experiencias internacionales actuales e históricas si verdaderamente queremos construir un nuevo camino para nuestro país. Todos juntos tenemos mucho por hacer. Por eso, un amplio congreso educativo debería iniciar la construcción de ese programa de acción para romper con este lento deterioro. La tarea es ahora si queremos llegar a ese momento con un claro plan de acción. 

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