La hora de las reformas estructurales
Durante el año próximo el debate se centrará en cuestiones coyunturales: si la economía se recuperará o no y qué forma tendrá esa recuperación (de U o de V), cuánto se sostendrá la mejora en las cuentas externas cuando la economía abandone la recesión, si la inflación bajará como está previsto en el presupuesto, si la incertidumbre electoral alentará una fuga importante de capitales, etcétera.
Nuestras proyecciones son que la economía tendrá una recuperación modesta a partir del segundo trimestre del año, que el superávit externo estará se acercará a los US$ 10.000 millones, que la inflación se reducirá por debajo del 30% anual, y que puede ocurrir una fuga de capitales importante durante el tercer trimestre de 2019, que el BCRA podrá controlar si logra aprovechar la abundancia de divisas del primer semestre para fortalecer su posición de reservas (lo cual requiere, además, que el Tesoro no venda los dólares que recibirá del FMI por encima de sus vencimientos en moneda extranjera).
En un año de elecciones es difícil avanzar en reformas estructurales, pero la agenda económica del futuro presidente deberá incluir varias.
Más allá de que al finalizar el mandato del Presidente Macri se habrá eliminado el déficit fiscal primario heredado de 4% del PIB, la Argentina sigue mostrando una vulnerabilidad en sus cuentas públicas nacionales. Por un lado, la depreciación de la moneda nacional y la acumulación de deuda pública que fue necesaria para financiar el gradualismo puso en evidencia que con un mercado de capitales doméstico pequeño no es obvio que habrá financiamiento voluntario para hacer frente a los vencimientos de capital e intereses.
Para lograr una trayectoria descendente del cociente deuda a PIB se requiere lograr un superávit primario del orden de 2.5% del PIB. Apostar a un menor esfuerzo fiscal suponiendo que o bien se apreciará el tipo de cambio real, o bien que la economía logrará crecer en forma sostenida a tasas cercanas al 4% al año es una jugada de alto riesgo y, en alguna medida, similar a la inacción fiscal de los dos primeros años de la gestión actual que implícitamente suponía que los problemas se arreglarían solos, gracias al crecimiento.
Ese mayor esfuerzo fiscal debe contemplar que se han comprometido reducciones de impuestos (de retenciones desde 2020 y las previstas en el acuerdo fiscal de finales de 2017, desde el año próximo) y que la inversión pública será ya muy baja. Ello requiere encarar reformas que permitan reducir el gasto corriente en forma sostenible. Urge avanzar en el campo previsional, reducir cualquier exceso de empleo público, acotar todavía más los subsidios al sector privado y transferir más servicios a las provincias.
Pero además de la mejora fiscal es necesario avanzar en reformas pro-crecimiento y pro empleo privado formal. La evidencia empírica muestra con claridad que el desarrollo requiere de un aumento en la inversión y del ahorro nacional y de un marco normativo que facilite las mejoras de productividad. Ello se logra con economías abiertas al comercio internacional (la Argentina, junto con Brasil, es una de las más cerradas del mundo), con mayor flexibilidad laboral para adecuarse más fácilmente a los desafíos que plantea la innovación, con mejoras en las instituciones, con mejoras en la cantidad y calidad de la infraestructura, con un aumento en el capital humano y con una política macroeconómica que reduzca la volatilidad de las variables principales de la economía (crecimiento, tipo de cambio real, etcétera).
Esta agenda parece muy demandante en lo político. Pero, habitualmente, las reformas estructurales han sido “costosas” en la mayoría de los países que han debido encararlas. Ello es así porque detrás de cada ineficiencia hay un interés que la defiende. Sin embargo, no hay otra opción: abandonar décadas de decadencia económica y social requiere de un avance importante en varios de los frentes mencionados.