¿Paz o circo?: El triste caso de Gaza
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Después de meses de insistencia por parte de la administración de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, el alto al fuego duradero —al menos en los papeles— parece ser una realidad en el enclave palestino. Sin embargo, surgen interrogantes inevitables: ¿qué se esconde detrás de este acuerdo? Y, sobre todo, ¿es real o meramente mediático?
Dos años de infierno
Casi con precisión de cronómetro, Hamás e Israel acordaron un alto al fuego en Gaza, apenas dos años después del inicio de la conflagración que siguió al devastador ataque de la organización terrorista con base en Gaza contra los kibutz israelíes.
Las esperanzas comenzaron a resurgir en movimientos sociales de todo el mundo, y una tenue sonrisa se dibujó en los rostros de miles de palestinos que caminan lentamente hacia los restos de lo que alguna vez fue su hogar, hoy reducido a escombros.
Mientras tanto, dentro de los Estados Unidos crecía la presión para acelerar un acuerdo en Medio Oriente, ante la sensación de que Israel comenzaba a desbordar los márgenes del control diplomático de Washington.
Si bien el gobierno de Trump había asumido con la promesa electoral de contener los conflictos bélicos heredados de la administración Biden, en el caso de Gaza la intervención fue especialmente insistente.
Más allá de la guerra en Ucrania, la cuestión de Medio Oriente se volvió prioritaria debido a las acciones cada vez más desmedidas de un Netanyahu fuera de control. No es novedad que Estados Unidos e Israel mantienen una alianza estrecha desde la fundación del Estado israelí, pero las decisiones del primer ministro comenzaron a sobrepasar incluso los intereses estratégicos de su aliado histórico.
Es ingenuo creer en la supuesta benevolencia del poderoso frente al oprimido: la historia es otra. Dos hechos específicos motivaron la presión de Washington. En primer lugar, el ataque directo de Israel contra miembros de Hamás en Qatar, un socio clave de los Estados Unidos en la región. La posibilidad de una escalada que involucrara a Doha amenazaba con desestabilizar el equilibrio de alianzas en Medio Oriente y reabrir un conflicto árabe-israelí al estilo de la década de 1960. Si eso ocurriera, el dominio estadounidense en la región —y en especial sus intereses petroleros— se verían comprometidos, provocando un aumento del precio de los combustibles y, con ello, una potencial crisis económica. En el contexto de una guerra comercial con China, ese escenario sería un golpe directo al sistema internacional.
Además de las razones geopolíticas, existió un factor cultural y humanitario que impulsó a Trump a apurar el alto al fuego: la creciente condena internacional por las atrocidades cometidas en Gaza. Los miles de civiles muertos —entre ellos mujeres y niños—, los desplazamientos forzados y la obstrucción de la ayuda humanitaria convirtieron el conflicto en un símbolo del horror contemporáneo.
En numerosos países, especialmente musulmanes y árabes, se multiplicaron las manifestaciones masivas, que pronto se replicaron en Occidente. Reino Unido, Italia, España, Francia, Australia y los propios Estados Unidos fueron escenario de marchas multitudinarias que denunciaron el accionar del gobierno de Netanyahu sobre Gaza.
Aun cuando las investigaciones internacionales siguen su curso, los hechos exhiben una violencia sistemática y sostenida contra la población palestina. Washington comprendió que, más allá de la retórica, la presión internacional podía volverse insoportable: financiar al aliado implicaba asumir parte de su responsabilidad.
Por estas razones, Trump aceleró las negociaciones para alcanzar un principio de acuerdo en Gaza. No lo hizo por convicción pacifista, sino por conveniencia política y geoestratégica.
Una paz frágil
Detrás de los titulares optimistas, la realidad se impone: este acuerdo no pacifica Medio Oriente. La conflictividad seguirá latente, alimentada por las incertidumbres sobre la reconstrucción de Gaza, la delimitación fronteriza, la presencia militar israelí y el papel de la Autoridad Nacional Palestina.
Si la comunidad internacional pretende respaldar a la Autoridad Palestina, deberá comprometer financiamiento para reconstruir el enclave y garantizar el cumplimiento de las promesas israelíes. Nada asegura que, tras la devolución de rehenes y los cuerpos de quienes murieron en cautiverio, el gobierno de Netanyahu no mantenga fuerzas militares en las zonas aledañas a Gaza.
El otro problema es histórico. Medio Oriente difícilmente alcance estabilidad mientras coexistan Israel e Irán: dos países con modelos políticos y religiosos opuestos, que niegan la legitimidad del otro. Desde la Revolución Islámica de 1979, Irán asumió la causa palestina como propia, transformando la región en un tablero geopolítico de tensiones permanentes.
No es cierto que “Medio Oriente siempre fue un caos”. Hubo períodos de coexistencia y de relativa estabilidad. Pero mientras persistan las actuales condiciones de enfrentamiento —y la presencia activa de Estados Unidos—, la región seguirá siendo un polvorín.
Hoy Gaza respira, pero nada garantiza que mañana no vuelva a estallar un nuevo conflicto. Y si eso ocurre, los protagonistas volverán a ser los mismos del triángulo bélico que define el destino de la región: Estados Unidos, Israel e Irán.
