Gaza contra Hamás: el nuevo frente interno

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El 7 de octubre de 2023 se abrió un nuevo y funesto capítulo en la conflictividad entre el Estado de Israel y las organizaciones de resistencia palestina. Comenzó así la denominada “Guerra en Gaza”, un combate directo y encarnizado entre Israel y Hamás, organización considerada terrorista por gran parte de la comunidad internacional. En este contexto, surge un hecho inesperado: los propios habitantes de Gaza, una región reducida a ruinas, comenzaron a alzar su voz contra Hamás.

En las democracias occidentales protestar es un derecho, una práctica común del ejercicio cívico. En los regímenes autoritarios, en cambio, levantar la voz se paga con la muerte. Pero ¿cómo se rebelan los civiles contra un grupo armado considerado terrorista? La pregunta es inquietante y plantea un escenario de incertidumbre.

Hamás bajo crítica

Desde el inicio del conflicto murieron más de 50.000 personas y Gaza quedó prácticamente devastada. Israel golpeó con fuerza a Hamás, que hoy está acorralado. La ayuda humanitaria no llega y la población sobrevive en condiciones desesperantes. En ese marco, comenzaron las manifestaciones. Sin tintes ideológicos ni religiosos, son protestas nacidas del dolor de un pueblo al que le han destruido su vida por completo.

“¡Fuera Hamás!”, rezan los carteles y gritan los manifestantes con furia contenida. Hamás gobierna Gaza con mano de hierro desde 2007, pero nunca había enfrentado una crisis de autoridad como la actual: derrotas militares, cuestionamientos internacionales y ahora, el rechazo de su propia gente, en una suerte de primavera palestina.

Este rechazo no implica un acercamiento a Israel. Simplemente, los gazatíes entienden que mientras Hamás exista, habrá guerra. No pueden protestar ante Israel porque no serán escuchados, ni siquiera por la comunidad internacional. Y saben que Netanyahu irá hasta el final: erradicar a Hamás es parte de su política y su narrativa.

Los habitantes de Gaza no reniegan de la causa palestina. La sienten, la padecen. Pero ya no creen que Hamás los represente. Entre sus errores más graves se cuentan la falta de protección de las zonas civiles, la nula apertura internacional y el manejo fallido de los rehenes israelíes. La desconexión con su pueblo es cada vez más evidente.

Gaza post Hamás

¿Qué pasaría si estas protestas triunfan? ¿Si Hamás deja el poder? No es probable que eso ocurra sin una fuerte presión, pero el mero hecho de imaginarlo ya plantea múltiples escenarios.

Hamás no abandonará Gaza voluntariamente: hacerlo significaría perder el escaso crédito que aún conserva. Pero si cae, lo que se abre es una enorme disputa por el poder.

Una posibilidad, la más utópica, es la convivencia de dos Estados: Israel y Palestina. Para ello, Hamás debería desaparecer y Gaza dejar de ser una zona de influencia iraní. También podría tomar fuerza la Autoridad Palestina, aunque sin apoyo internacional no tiene viabilidad.

Otra hipótesis es el surgimiento de un sistema de clanes o emiratos, como sucedió en otros países árabes. Esta vía requiere financiamiento y legitimidad para evitar el caos. La peor alternativa para Gaza sería quedar bajo control israelí, lo que sepultaría la idea de un Estado palestino independiente.

También podrían intervenir países como Egipto o Qatar para la reconstrucción, aunque eso no garantiza estabilidad. De hecho, la salida de Hamás podría abrir la puerta a otras organizaciones extremistas como Hezbolá. Por eso Israel mantiene múltiples frentes abiertos.

Sea cual sea el futuro, quien gobierne Gaza después de Hamás necesitará algo clave: fuerza militar. Sin armas no hay control posible. Y sin control, no hay diálogo ni paz. Si la transición cae en manos de otra organización violenta, solo se renovará el ciclo del terror.

Gaza ya no tiene nada que perder. Lo ha perdido todo. Solo le queda reconstruirse, en medio del fuego cruzado entre la potencia militar israelí y la amenaza permanente de Hamás. Un pueblo atrapado entre propios y ajenos, que hoy se atreve a gritar, aunque sea en voz baja, por un poco de paz.

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La deuda eterna, capítulo Milei

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El mate, el dulce de leche, el asado, el Boca vs River, y tantas otras cosas son las que representan al argentino a donde vaya. Sin embargo, hay un lado B de ese bagaje de argentinidad que viene con nosotros, y casi como un fantasma que acecha y devora, la deuda externa es algo tan argentino como lo mencionado anteriormente. Hoy, ese fantasma vuelve al país con un nuevo préstamo del FMI, el número 28 en nuestra historia, la cual parece repetirse constantemente. 

La deuda antes de ser Argentina

En 1822 arranca la historia deudora de nuestro país, aún cuando no se había conformado como tal. En ese momento, Bernardino Rivadavia (jefe de Estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata) comenzó a coquetear con la idea de adquirir capitales del extranjero para poder volcarlos a las obras públicas, principalmente el puerto de Buenos Aires. En 1824 consigue el empréstito con la banca Baring Brothers de Reino Unido, desembolsando un millón de libras esterlinas. En cuanto a la falta de pagos e intereses, el resultado fue funesto ya que Rivadavia embargó la escuadra naval y dos fragatas que estaban en construcción en Inglaterra. Debido a esto es que no se pudo hacer frente a la ocupación naval de Reino Unido sobre Malvinas en 1833. Este nefasto acuerdo se terminó pagando en 1903. 

Rosas cambia el asunto. El restaurador decidió cortar con la fiesta importadora que provocó el primer déficit fiscal fuerte en Buenos Aires, aplicando su ley de aduanas de 1836 fortaleciendo las manufacturas y la producción agrícola local. Esto es importante, ya que le dio suficiencia para empezar a pagar nuevamente intereses en deuda desde 1844. 

A modo de comparación, el gobierno de Rivadavia importaba por 8 millones de pesos fuertes, en tanto que exportaba por 5 millones, dando un fuerte déficit. El gobierno de Rosas para 1851 (un año antes de su caída) seguía importando cerca de 8 millones pero exportaba por 10 millones de pesos fuertes, es decir, en superávit fiscal. Si, la historia es clara, en el origen de nuestro país, el liberalismo dio déficit y el proteccionismo dio superávit. 

Una senda historia de deudores 

Mitre, Sarmiento, Roca y en menor medida Avellaneda, siguieron con el oscuro y obsecuente camino de la deuda externa. Mitre y Sarmiento, principalmente por el mantenimiento de los gastos de guerra, en el marco de la delimitación del territorio nacional y con fuerte impacto en la Guerra de la Triple Alianza. 

El caso de Roca vio un predominante ingreso de capitales extranjeros por empréstitos varios que fueron tomados. Muchos de ellos destinados a la ampliación de la red ferroviaria nacional y a diversas obras de carácter público que se buscaban concretar. La cuenta seguía subiendo. 

Paralelamente a los empréstitos tomados y a la deuda que no paraba de crecer, la generación del 80 llevó adelante una repartición de tierras que fue vital para el futuro económico argentino. Muchas tierras en pocas manos permitió que la productividad argentina quede en manos de la especulación, algo muy importante y que explica el afán de toma de préstamos desde el exterior. Además de ello, la construcción del país por esos añosprovocó un crecimiento exacerbado de la burocracia pública administrativa. Para 1902, eso le costaba 6 pesos oro per cápita, mientras que en Suiza costaba 1,20 y en EEUU 1,0. Esto es importante porque la credibilidad internacional para adquirir nuevos préstamos y sobre todo el fin último de los mismos en cuanto a utilidad, debía reflejarse en el déficit fiscal, y ante una elevada burocracia, gran parte del dinero exterior iba a destinada a mantenerla. La historia de nuestro país vuelve a ser tajante, quienes llenaron de burócratas fueron los liberales. 

De hecho, este problema lo volvieron a tener los gobernantes de 1900 hasta 1916. Tras la asunción de Yirigoyen, el dinero de la deuda era para financiar el déficit fiscal provocado por la excesiva contratación de empleados públicos, sumado a un contexto mundial adverso. La Primera Guerra Mundial se llevó por delante a las economías de todo el mundo, sumado al período entre guerras y el crack de 1929, que en Argentina provocó el paso del modelo agro exportador al de sustitución por importación. 

En la Década Infame, que dura desde 1930 hasta 1943, el hecho económico más resonante fue el Pacto Roca – Runciman, en donde Argentina entrega su control financiero a Reino Unido, cayendo más profundo en las relaciones económicas desiguales. 

Juan Domingo Perón vino a romper con esa tendencia. Su gobierno es el que paga finalmente la deuda externa en 1952, convirtiendo a Argentina en un país deudor por 12500 millones de pesos de moneda nacional a ser acreedor por 5 mil millones de pesos moneda nacional. Única vez en nuestra historia donde estuvimos libre de deudas y fuimos acreedores en el mundo. Esto solo duró hasta 1955. 

La Argentina del FMI

Derrocan a Perón en el 55’ y comienza una etapa de profunda tristeza económica. Las relaciones carnales con el Fondo Monetario Internacional arranca en 1956 y nos tiene a maltraer hasta hoy. No hubo uno solo acuerdo en el que hayamos salido bien parados como país deudor. 

Desde 1956 hasta 1976 se da un proceso de gradual aumento de la deuda externa tomada dentro del FMI y al Banco Mundial, en consonancia con la alineación total con Estados Unidos en un contexto de posguerra y de mundo bipolar con la Unión Soviética. En el mismo momento, el país se sumergía en crisis institucionales constantes que se dividían entre gobiernos militares de facto y endebles gestiones radicales, con la actuación cada vez más virulenta de facciones armadas de izquierda. El retorno de Perón en el 73’ no cambió la cosa y la deuda seguía creciendo. 

Explota todo en la última dictadura. Desde lo económico, Martinez de Hoz adopta las medidas neoliberales de los famosos Chicago Boys. El resultado fue desastroso: la deuda creció un 364% desde 1976 hasta 1983. Lo peor de todo es el cambio de noción para la toma de deuda. Hasta aquí, habíamos visto que las experiencias estatales tomaban deuda para obras públicas, para la guerra y para mantener la burocracia, sin embargo, los militares entreguistas que gobernaron en la última dictadura cívico militar lo hicieron para especular. Aplicaron la famosa bicicleta financiera, aquí comenzó todo eso. Aprovecharon el diferencial entre tasas de créditos nacionales e internacionales para sacar ganancias. Sumado esto a la estatización de la deuda privada que le salvó la vida a varios grupos empresariales, entre ellos, la familia Macri. 

El gobierno de Alfonsin enfrentó serios problemas económicos y la deuda seguía aflorando. Las dificultades para refinanciar los pagos sumado a los cambios a nivel internacional le jugaron una muy mala pasada que se decantó en un déficit fiscal de 7.6% al final de su mandato. 

La era Menem – De la Rúa estuvo signada por la convertibilidad en cuanto a las deudas. Se buscó mantener la paridad económica o la relación peso – dólar en uno a uno bajo un endeudamiento brutal que decantó en la crisis del 2001 con el país en el mayor default de la historia: 95 mil millones de dólares. Todo esto durante más de una década que le valió privatizaciones, fuertes tasas de desempleo y la confirmación del quiebre de la industria nacional que ya se venía proponiendo desde la última dictadura. La estocada final lo dio el corralito, donde golpeó a la clase media argentina de manera directa.  

Un tumultuoso siglo XXI

Relación amor y odio si las hubo entre el modelo Kirchner y el modelo Macri. La gran diferencia de ambos es que uno saldó deudas mientras que otro las tomó.

La faceta económica kirchnerista tiene muchos vaivenes y críticas pero algo innegable es el proceso estabilizador durante el gobierno de Néstor, en consonancia con la transición de Duhalde. El abandono de la convertibilidad y la pesificación, en conjunto con refinanciación y crecimiento de la industria nacional pudieron solventar dos pagos de canjes, en 2005 y en 2010. Si se toma la relación deuda/PBI, según datos del Fondo Monetario Internacional entre 2003 y 2013, el país experimentó una merma de la deuda del 73%, siendo el país con mayor desendeudamiento del mundo.  

Macri hizo todo lo contrario. Su premisa de “volver al mundo” solo trajo consigo un descomunal préstamo del FMI, el más grande de su historia, en ese entonces fue de 57 mil millones de dólares. Esto le valió una investigación internacional por la falta de protocolos para acceder a dicho préstamo y por la utilidad del mismo, en donde la bicicleta financiera volvió a aflorar. 

Esta es parte de nuestra historia. Como país que, por razones internas y externas, fue relegado a los márgenes del concierto internacional, la deuda externa fue una constante sombra que acompañó al sillón de Rivadavia. Mientras tanto, hay un único vencido que se repite en todas las facetas de nuestra historia. La deuda es pagada por los que menos tienen.

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Trump’s trade war

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Comenzó la era dorada para Estados Unidos”, decían los seguidores de Donald Trump, parafraseando incluso al propio Presidente, y marcando de alguna forma el pulso de una nueva etapa económica que se cierne sobre el sistema mundial. En un mapa geopolítico profundamente fragmentado, con el ascenso de potencias en un orden regional, para Trump resulta fundamental modificar las reglas del juego económico con un único objetivo: la lucha por la hegemonía frente a China.

La guerra de los aranceles

Una de las primeras medidas que Trump impulsó -tras coquetear con la idea durante su campaña- fue la imposición de aranceles a nivel global. Con diferentes prioridades y niveles de intensidad, ni siquiera una isla habitada únicamente por pingüinos, como Heard y McDonald, se salvó.

Hay dos formas de ver esta cuestión. Por un lado, la visión simplista, o mejor dicho, el relato oficial que propicia Trump. El expresidente ha dejado en claro desde siempre que su propósito al ocupar el Salón Oval es que su país sea respetado en el mundo, y que todo beneficio global termine favoreciendo al ciudadano estadounidense. Hasta ahí, parece una declaración de principios basada en el proteccionismo económico y el nacionalismo político. Sin embargo, existe una lectura mucho más profunda.

Detrás de esa fachada nacionalista -real, sin duda- se esconde el verdadero leitmotiv de la aplicación generalizada de aranceles. Trump apunta todos sus cañones contra quien reconoce como su principal enemigo geopolítico: China.

Ya durante su primera presidencia había iniciado una guerra comercial directa contra Pekín. En aquel entonces, la cuestión arancelaria se limitaba a un enfrentamiento visible entre Estados Unidos y China. Hoy, en cambio, el mundo entero ha entrado en esa dinámica que parece tener un tinte revanchista. La pregunta es inevitable: ¿por qué las economías más postergadas deben pagar los costos de la lucha por la hegemonía entre estas dos potencias?

Lejos de tratarse de un capricho juvenil para debatir en una clase universitaria, se trata de un interrogante legítimo. La respuesta es tan simple como cruel: Trump aprendió de su primer mandato y ha desarrollado una lectura más afinada de la economía global. Sabe que, para debilitar los factores de producción chinos —y eventualmente enfriar su economía—, debe golpear a todo el sistema. Porque, en definitiva, todo el mundo comercia con China y está integrado a su economía, incluso desde el plano financiero.

El golpe de efecto de Trump es debilitar la cadena de aliados y países que dependen de los productos chinos, encareciendo sus importaciones para forzarlos a buscar nuevas rutas comerciales. El mensaje al resto del mundo parece claro: “esto les pasa por ser amigos de China”. Una estrategia tan inteligente como maquiavélica, en la que bien cabe la frase “el fin justifica los medios”.

En paralelo, Trump busca seducir a los países que resulten golpeados por la avalancha de aranceles, mientras toda esa riqueza termina dirigiéndose a las arcas estadounidenses. La ecuación es simple: para los ciudadanos de su país, la industria nacional será más barata que importar productos. Si un país altamente dependiente del mercado estadounidense pierde el acceso a ese negocio de 340 millones de consumidores, su economía podría colapsar sin tiempo para reacomodarse.

El juego de seducción incluye además un intento por posicionarse como socio económico prioritario de los países relegados, casi como el gran acreedor mundial, siempre desde la lógica del comercio exterior. Esta estrategia, sumada al aislacionismo político que pregona Trump, remite a la postura de Estados Unidos tras la Primera Guerra Mundial. Finalizado el conflicto y con el Tratado de Versalles sellado, el país del norte se convirtió en acreedor global, encerrándose en sus fronteras y dejando a Europa librada a su suerte. Aquella decisión fue el preámbulo de la crisis del 29 y del ascenso de los fascismos. Claro está, el contexto actual dista mucho de aquel, pero las resonancias históricas están presentes.

Una nueva etapa para el capitalismo

La globalización ha terminado. Es un hecho que muchos aún se niegan a aceptar, pese a las evidencias. Este fin del modelo de acumulación de capital, vigente desde la caída de la Unión Soviética, da paso a un mundo multipolar. Ya no es solo Estados Unidos quien detenta la hegemonía; ahora debe compartirla con China y Rusia, junto a otros actores de peso regional, como India, los “tigres asiáticos” y las petromonarquías de Medio Oriente.

La guerra de aranceles deja algo en claro: el orden que conocíamos se ha terminado. Asia ya no será el gran taller del mundo produciendo a bajo costo, América Latina no se limitará a exportar materias primas baratas, Europa ya no será el epicentro del mercado global ni de las tendencias cosmopolitas, y Estados Unidos carece hoy de la base social y económica que dio forma al “sueño americano”.

El mundo comienza a asistir a un nuevo concierto, donde los acordes no son los de la integración ni el compañerismo político, sino los de la autosuficiencia y el fortalecimiento de las economías nacionales. El rumbo parece ser claro: evitar los altos costos de la importación mediante la promoción de la producción local. Esto, inevitablemente, traerá consecuencias políticas y sociales, pero lo urgente es evitar que los aranceles terminen de destruir a naciones que ya están en situación crítica.

Argentina se encuentra en una encrucijada. Javier Milei es un ferviente admirador —casi un devoto— de Donald Trump, pero sus políticas económicas son diametralmente opuestas a las del expresidente norteamericano. Si bien coinciden en temas como el achicamiento del Estado o la batalla cultural, en términos económicos Trump representa exactamente lo contrario de lo que hoy impulsa Milei.

Ahí reside el dilema: ¿cómo separar lo político y cultural de lo económico, cuando en el fondo son partes del mismo engranaje? Trump podría celebrar el desmantelamiento del Estado argentino promovido por Milei, pero le impuso a nuestro país el mismo nivel de aranceles (10%) que a Colombia, con cuyo presidente, Gustavo Petro, mantuvo un breve conflicto diplomático.

El futuro de Argentina en este nuevo orden económico mundial es incierto. El potencial y los recursos existen, pero la voluntad política parece alejada del nacionalismo económico que hoy predomina en gran parte del mundo.

La guerra mundial ya no se libra con misiles ni atentados, sino con corridas cambiarias y aranceles. Muchos expertos en historia dirán que siempre fue así, que la economía ha sido el principal motor de los conflictos internacionales. Puede ser. Pero hoy el conflicto está a la vista de todos: Estados Unidos y China se disputan quién será el amo del mercado internacional.

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Turquía, al calor de las masas

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Miles y miles de turcos se movilizan hace más de una semana en su país, al menos en 55 de 81 distritos. Todos ellos con una misiva de descontento generalizado con el gobierno de Erdogan tras el arresto de Imamoglu, el alcalde de Estambul. Si bien hay acusaciones cruzadas de vínculos con el terrorismo hacia el opositor y de falta de libertad de expresión hacia el oficialista, lo cierto es que hay una idea más profunda acerca de la transformación que Erdogan necesita para generar su último gran cometido al frente de Turquía. 

Detención, “terrorismo” y a las calles 

Ekrem Imamoglu es el alcalde de Estambul, la ciudad más fuerte en términos históricos del país, el mismo fue arrestado arbitrariamente por las fuerzas de Erdogan el 19 de marzo, acusado de casos de corrupción y de lazos con el terrorismo. 

Cierto es que hace tiempo que el PKK o el brazo armado socialista kurdo es una piedra en el zapato para Erdogan, conocido es que son sus enemigos públicos Nº1, y que ha llevado una imperante gesta de confrontación, desde lo diplomático y cultural hasta lo coercitivo en términos de fuerza. Sin embargo, en el caso de Imamoglu, la cosa es más política que de terorrismo. 

El máximo opositor a Erdogan fue detenido por causas políticas. La popularidad de Imamoglu se disparó en los últimos años y además concentra el deseo de las zonas metropolitanas más fuertes de Turquía de afianzar la socialdemocracia y maximizar los esfuerzos por occidentalizarse. Además de ello, es un líder que responde con cierto humor en rueda de prensa, casi como tomándose a la ligera lo que sucedía (hasta su detención), con una manera descontracturada de vivir la política, algo que dista mucho del mandato férreo y autoritario de Erdogan. Sumado a ello, el presidente de Turquía está hace 22 años en el poder con su tercer mandato y, salvo una modificación o reforma constitucional, no podrá volver a ser presidente tras el 2028.

Otro suceso que demuestra que la detención de Imamoglu es política, da cuenta que había sido electo dentro de su partido como el único que lo encabezaría en las próximas elecciones presidenciales en Turquía. Allí, Erdogan vio materializado su mayor miedo de confrontación electoral. 

Su detención, lejos de sofocar todo intentó de rebelión institucional, generó una rebelión real en las calles, autoconvocados que saltaron como cuando le echan gasolina al fuego. En la redada donde atraparon a Imamoglu, fueron alrededor de 100 personas más las que cayeron en manos del régimen de Erdogan, entre ellos, políticos, empresarios y periodistas. En cuanto a las protestas que se extienden desde el 19 de marzo cual polvorín en la ex Constantinopla, ya son más de 1000 detenidos de distinta índole, dejando imágenes durísimas como la brava represión policial sin hastío hasta un singular hombre disfrazado de “Pikachu”, quien rápidamente se hizo viral y, sin querer queriendo, se convirtió en un símbolo que representa la lucha en las calles de Turquía. 

La táctica de Erdogan fue equivocada, y el “sultán del siglo XXI” pocas veces se equivoca. La arbitrariedad resulta difícil de digerir en una sociedad de la híper comunicación, en donde las voces viajan a la velocidad del click y replican fuertemente un relato en la propia comunidad local, nacional e internacional. Sumado esto a cierto descontento generalizado con un régimen turco que ya tiene más de 20 años en el poder. Sin embargo, hay algo más intrínseco que se hace ver entrelíneas y parece ser la propia explicación de estas decisiones de Erdogan. 

La islamización de Turquía 

La última gran jugada maestra que busca Recep Tayyip Erdogan es la de consolidar al Islam como religión oficial del Estado y que pase a ser un modelo teocrático. No quedan dudas de que la detención de Imamoglu está intrínsecamente relacionada a ello. 

El alcalde de Estambul en estado de detención es un fiel representante de la socialdemocracia y el modelo de occidentalización de Turquía y para Erdogan, su crecimiento de popularidad, es una amenaza directa a su último gran paso como presidente: islamizar a Turquía. 

Dicho país tiene mayoría musulmana, es algo innegable, sin embargo, su orden institucional indica que es un Estado laico. Esto es algo que se consolidó tras la fragmentación del viejo Imperio Otomano y con una serie de tratados que dieron un ordenamiento estatal y territorial, cuando la figura de Ataturk irrumpió para jactarse de consolidar los cimientos republicanos que marcaron el futuro turco. 

Erdogan busca cambiar eso. Desde su ascenso al poder demostró antipatía hacia la división de poderes y el occidentalismo en las formas políticos (más allá de qué forma parte de la OTAN). La transformación de Turquía en un Estado islámico responde a dos necesidades. Por un lado, la religiosa. Lisa y llanamente se consolidaría una expresión religiosa de las mayorías, pero el verdadero punto es el político. Erdogan sabe que con una teocracia o un Estado de carácter islámico, sumado a la posible aplicación de la ley de la sharia, su poder sería absoluto.  

Una de las tantas medidas que se pueden ver en estos modelos teocráticos del islam es la casi total supresión del modelo republicano, transformándose en una tiranía manejada por la casta política y la religiosa. Ejerciendo juzgados y aparatos de enjuiciamiento basados en la interpretación de la ley de la sharia, que no sería otra cosa que el personalismo autoritario puro disfrazado de religión. 

El mandato de Erdogan termina en 2028 y sabe que si intenta una reforma, el rechazo del pueblo turco será categórico, es por eso que apunta todos sus cañones hacia un giro brutal hacia la islamización que pueda cambiar las reglas del juego y lo consoliden en el poder casi de manera perpetua.

Tener ese hipotético poder le llevaría a poder dejar impune sus acometimientos, represiones, detenciones y persecuciones, por lo que sería beneficioso para su futuro político. Asimismo, sería la excusa perfecta para ejecutar un ataque sistemático y sin tener que poner ninguna excusa sobre los kurdos, esta nación que convive en el sur de Turquía y que, Erdogan ve en ellos, a sus rivales en la cohesión del pueblo turco. 

Es por esto que la detención del alcalde de Estambul es política pero no sólo por arrebatarle un cargo, sino porque Imamoglu representa a la república y es justamente el ente conceptual que Erdogan busca desaparecer para consolidar el paso final de Turquía a un Estado teocrático y su último cometido de ser, sin ningún tipo de tapujo, el nuevo sultán del mundo. 

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Trump, Kennedy y Hitler: los dueños de la historia

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El presidente de Estados Unidos cumplió una de sus promesas: desclasificar archivos de Estado. En ese movimiento, el caso de John F. Kennedy fue el tema principal, aunque, casi de manera lateral, se coló en la polémica un archivo sobre una historia alternativa relacionada con Hitler tras la Segunda Guerra Mundial. Indudablemente, Trump rompe todo para barajar y dar de nuevo, y para demostrar el potencial que su país ha tenido durante décadas.

JFK, Hitler y una movida política

Trump decidió hacer pública una parte del enorme archivo que posee la Casa Blanca, focalizándose en un caso en particular: el asesinato de John F. Kennedy. Un hecho que ha generado una serie de teorías conspirativas a lo largo de la historia, desde un atentado interno hasta un ataque planificado por la Unión Soviética. Sin embargo, los detalles expuestos en más de mil cien archivos no parecen ser demasiado concluyentes o, más bien, resultan inconsistentes. Todo esto considerando que hay partes con hojas arrancadas y testimonios ausentes, además de que el propio Trump había declarado que existían más de ochenta mil archivos sobre el tema.

Lo que sí puede afirmarse es que, evidentemente, el asesino de JFK tenía ciertos vínculos y afinidades con Cuba. La muerte del entonces presidente estadounidense ocurrió en 1963, algunos años después de la consolidación de la revolución encabezada por Fidel Castro. Dicho sea de paso, los archivos demuestran que el líder cubano era considerado una verdadera amenaza para Estados Unidos, dado el potencial de influencia que podía ejercer mediante la expansión de sus ideas, todo en un contexto de mundo bipolar y Guerra Fría.

Llamadas de advertencia, cercanía a grupos políticos de izquierda y hasta un informe que calificaba a Lee Oswald como un “mal tirador” son algunas de las revelaciones que generaron cierto descontento entre los teóricos de la conspiración. Sin embargo, esto forma parte de una estrategia bien calculada de Trump.

El actual presidente estadounidense hizo campaña, en parte, prometiendo la desclasificación de archivos vinculados a muertes emblemáticas, y esa decisión responde a dos lógicas. Por un lado, y aunque parezca insólito, apuntó a un segmento de sus votantes que vive alimentado por teorías conspirativas: ese ciudadano promedio que cree fervientemente en los alienígenas del Área 51 o en que la Tierra es plana. Parece una locura, pero refleja la realidad de una porción considerable de la población estadounidense. Por otro lado, esta jugada busca transmitir un mensaje de transparencia en sus decisiones políticas. Para Trump, liberar estos documentos no representa un gran riesgo, ya que lo ha hecho de manera controlada, pero sí le permite mostrar que lidera un gobierno “que cumple” y que no tiene “nada que esconder”. Esta maniobra forma parte de una estrategia de comunicación política muy bien ejecutada.

¿Hitler en Argentina?

Se generó un gran revuelo en nuestro país cuando uno de los tantos archivos desclasificados por el gobierno de Estados Unidos señaló que, aparentemente, Hitler no murió en 1945, sino que se trasladó a Argentina en 1955. Según el documento, habría arribado en enero de ese año, prácticamente al final del segundo mandato de Juan Domingo Perón, a quien históricamente se le ha atribuido el asilo de nazis en nuestro territorio, así como una reconocida admiración por el fascismo italiano. Sin embargo, no todo lo que brilla es oro, y menos cuando se trata de nazis.

Hay quienes sostienen que esta versión es producto de un “bulo” informativo, ya que el documento circula desde 2017. No falta quien afirma con total contundencia que se trata de un engaño o de una maniobra de manipulación. La versión oficial indica que Hitler se quitó la vida en 1945, dentro de su búnker, ante la inminente caída del régimen nazi por el avance del Ejército Rojo. A pesar de esto, siempre existió el rumor de que Hitler, como muchos otros jerarcas nazis, habría sobrevivido y escapado hacia otros destinos, incluso con la complicidad de los aliados, con el objetivo de obtener información valiosa en plena guerra. Cabe recordar que tanto Estados Unidos como la Unión Soviética se repartieron científicos e intelectuales nazis en la posguerra.

Los nazis argentinos

Lo cierto es que muchos miembros del Partido Nacionalsocialista llegaron a nuestro país. Algunos eran simples trabajadores y otros ostentaban altos cargos en el régimen genocida. Uno de los casos más emblemáticos es el de Adolf Eichmann, reconocido miembro de las SS que vivió en Argentina hasta 1960, cuando fue capturado por un comando israelí y trasladado a Jerusalén para ser juzgado. Se afirma que, en sus últimas palabras, expresó un saludo a nuestro país: “¡Viva Argentina!”.

Otro jerarca fue Erich Priebke, conocido por haberse instalado en Bariloche, donde colaboró activamente en la comunidad alemana local. Fue capturado en 1995 tras una entrevista en la que confesó sus crímenes. Luego fue extraditado a Italia, donde recibió cadena perpetua y murió a los 100 años en Roma.

Tampoco se puede obviar el paso de Joseph Mengele por Argentina. Tras la guerra, el “Ángel de la Muerte” se estableció en Buenos Aires durante varios años, llegando incluso a recuperar su identidad original. Luego se trasladó a Paraguay y finalmente a Brasil, donde falleció y fue enterrado bajo un nombre falso.

Si hablamos de jerarcas, uno de los casos más llamativos para nosotros, por su ubicación geográfica, es el de Martin Bormann, político y secretario personal de Hitler. La historia paralela señala que vivió en San Ignacio, Misiones, en una vivienda ubicada en el Teyú Cuaré, donde mantenía muy poca interacción con la comunidad local. Ese lugar se transformó en un hito para la localidad, instalando el mito de Bormann en la región.

Como dato adicional, existe una teoría aún más audaz sobre Hitler: algunos aseguran que vivió en Oberá, donde supuestamente existen fotos que lo prueban, lo que conecta directamente con los archivos desclasificados por Trump.

Es evidente que la historia es una herramienta de conexión con el presente, y lo que hizo el máximo mandatario de Estados Unidos era una deuda con la población mundial. Su decisión deja en evidencia que el conocimiento histórico aún permanece en manos de los poderosos.

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