Reforma tributaria: ¿es el fin del monotributo la salida adecuada?
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¿Se viene el fin del monotributo? El tema se instaló en la agenda pese a que el gobierno lo desmiente, aunque de manera algo leve. Pareciera que se trata de una especie de tubo de ensayo, considerando el hecho de que el propio FMI hizo la recomendación de avanzar hacia un esquema de armonización del sistema tributario yrecomendó, sin decirlo, que el monotributo tenga una fecha de vencimiento no muy alejada.
El monotributo nació como una herramienta de simplificación fiscal y para incorporar a pequeños comercios y prestadores de servicios a la formalidad; pero, con el paso del tiempo se transformó en un componente estructural del mercado laboral argentino y también del esquema impositivo, aunque en menor medida. Esta herramienta impactó de manera muy profunda no sólo en cómo se tributa, sino también en cómo se trabaja. En medio del debate por el sí o no de este componente, es prudente analizar sus virtudes y defectos para entender qué hizo posible, qué distorsionó y qué tensiones reprodujo dentro de un país marcado por la informalidad, la volatilidad macroeconómica y los reiterados fracasos en la creación de empleo privado formal.
En primer lugar, el monotributo logró algo que pocas herramientas fiscales argentinas consiguieron: masividad. Su diseño accesible permitió que cientos de miles de trabajadores con baja escala de ingresos entraran al sistema tributario sin las barreras administrativas, regulatorias y de costos que implica la relación de dependencia o el régimen general. En un país con una informalidad estructural arraigada, este esquema actuó como un puente entre la invisibilidad laboral y algún grado de formalización.
Para una enorme cantidad de oficios independientes, profesiones jóvenes, actividades emergentes y emprendimientos comerciales, representó la posibilidad concreta de facturar, construir un historial económico y acceder a ciertos derechos, aunque parciales.
Esa inclusión fiscal tuvo efectos especialmente evidentes en los sectores donde la actividad se caracteriza por su atomización. Desde servicios personales hasta pequeños comercios digitales, la figura del monotributista permitió encuadrar situaciones laborales que, de otro modo, hubieran permanecido totalmente al margen del sistema. En momentos de crisis, cuando las empresas recortan personal y surgen alternativas precarizadas o autónomas, el monotributo funcionó como un refugio administrativo donde miles encontraron una vía para sostener ingresos de manera mínimamente ordenada. Su flexibilidad, en un país de shocks recurrentes, se convirtió en una ventaja difícil de subestimar.
Sin embargo, esa virtud se transformó también en la puerta de entrada a un problema profundo: el monotributo dejó de ser una herramienta diseñada para pequeños contribuyentes y pasó a ser utilizado de manera sistemática por empleadores como mecanismo de sustitución de la relación laboral formal.
La figura del falso monotributista se volvió parte del paisaje laboral argentino. Empresas pero también el propio Estado, en todos sus niveles, comenzaron a reemplazar puestos asalariados por contratos de prestación de obra o de servicios donde la vulnerabilidad del trabajador se multiplicó. Esta dinámica no solo precariza, sino que desfinancia al sistema previsional y erosiona derechos laborales básicos.
Esa flexibilización encubierta no fue un efecto no deseado, sino la consecuencia lógica de un mercado laboral incapaz de generar empleo registrado de manera sostenida durante décadas.
El monotributo, en lugar de complementar al sistema, se convirtió en su válvula de escape. Para muchos empleadores, significó un ahorro enorme en contribuciones y una reducción de riesgos legales. Para los trabajadores, implicó aceptar condiciones más inestables a cambio de seguir insertos en un mercado laboral con pocas alternativas. En la práctica, la masificación del monotributo terminó legitimando una forma de contratación que profundiza las desigualdades y consolida un modelo donde la incertidumbre queda del lado del trabajador.
El punto más tenso que se plantea en la actualidad es su baja cobertura previsional: si bien el esquema formalmente incluye un componente jubilatorio, los montos efectivamente abonados no alcanzan para garantizar un retiro digno. La enorme diferencia entre los aportes del monotributo y los del régimen general genera una brecha previsional que se proyecta hacia el futuro con consecuencias difíciles de revertir.
El resultado es un sistema jubilatorio más frágil, con aportantes que contribuyen menos y que, llegado el momento, requerirán algún tipo de compensación estatal, elevando la carga pública. Para esto, es bueno ver un análisis que hizo el economista Fernando Marull: para poder financiar una 1 jubilación mínima, se requieren casi 20 monotributistas.
El problema entonces es doble: el desfinanciamiento para el sistema actual, primero; luego, el propio plan de retiro del trabajador que es monotributista, que ya sabe (o debería saber) hoy que le espera una remuneración baja para cuando termine su condición de activo.
Acá hay, otra vez, un doble dilema: como aportante, el monotributista paga “poco” (o por lo menos, paga menos que el responsable inscripto), pero al mismo tiempo tiene menor cobertura. El desfasaje que hay entre un sistema y otro generó un sistema donde mantenerse pequeño es funcional al presente, sobre todo bajo la consideración de que el monotributista tiene un margen de ganancia que también es menor.
A final de cuenta, el monotributo pone sobre la mesa un problema estructural del país: la incapacidad del mercado laboral para absorber trabajadores en condiciones formales plenas. Si el régimen creció tanto no fue solo porque es simple o barato, sino porque la economía argentina perdió la capacidad de generar empleo de calidad, ya sea por condiciones macro o, también, por la propia legislación laboral (principalmente vinculada a costos) que limita la contratación. Así, mientras el empleo privado registrado se estancó, el monotributo avanzó como respuesta adaptativa de trabajadores y empresas ante la rigidez, los costos y la incertidumbre.
Naturalmente, la presencia de mayor o menor volumen de monotributistas es también una respuesta a las propias características económicas de un territorio en particular. Veamos el caso de Misiones: una provincia con un perfil marcadamente turístico, el empleo estacional requiere un sistema que acompañe esa estacionalidad, no solo en servicios turísticos per se, sino incluso en toda la cadena comercial. Similar situación se puede ver en industrias ligadas al suelo, como la yerbatera o tealera, por la alta necesidad de mano de obra en períodos puntuales del año.
Los últimos datos muestran que en Misiones hay poco más de 104 mil monotributistas: es decir, hay 1,03 inscriptos en ese régimen por cada asalariado registrado. Una relación casi 1 a 1, inferior a otras provincias del NEA: en Chaco hay 1,14 por cada asalariado privado formal; en Corrientes 1,10 y en Formosa 1,75.
Ante esto, la discusión de terminar o no con este régimen requiere de un diálogo previo: ¿Qué hacer con el sistema tributario? Eliminar directamente el monotributo para converger en un sistema único sería un golpe directo a trabajadores que ya de por sí, aun con bajas valores de impuestos, sufren para poder pagarlo.
Sostenerlo así como está, altera la sustentabilidad del régimen previsional y del futuro del propio trabajador. Bienvenido el debate, pero en una cancha equilibrada y con seriedad.
