Maestro, que yo pueda ver
El Evangelio de este domingo (Mc. 10,46-52) nos sitúa ante la humildad, una virtud indispensable para todo hombre y toda sociedad que se proponga madurar en el dialogo y crecer en la armonía de consensos y disensos, frente a tantas formas de autoritarismo e intolerancia. Los cristianos sabemos que necesitamos de la ayuda de Dios y de nuestros hermanos. El Evangelio nos presenta al hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego sentado junto al camino. Al verlo a Jesús imploró «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!». El Señor lo hizo llamar y le preguntó «¿Qué quieres que haga por ti?». Él le respondió «Maestro, que yo pueda ver».
Solo desde la virtud de la humildad podemos «ver» más profundamente la realidad. Nuestra propia realidad y la de los demás. La humildad nos libera de posturas y trajes artificiales que siempre nos esclavizan con imágenes falsas que tenemos que alimentar. Nos libera también de fantasmas que inventamos y no nos permiten ver el corazón de los demás. Muchas veces teñimos nuestra mirada sobre los demás de fantasías y prejuicios, y esto solo nos lleva al odio, a las divisiones y, muchas veces a la violencia. Podemos implorar como el ciego del Evangelio que todos, como sociedad, nos sintamos necesitados de Dios y le pidamos ver.
El Papa Francisco ha convocado a toda la Iglesia a recuperar el carácter sinodal que le es propio. Durante estos años, en distintos momentos se ha avanzado en un itinerario de comunión cuya segunda sesión esta concluyendo este domingo. También nosotros como diócesis hemos participado de las consultas y acompañamos el proceso en cada fase. El Papa nos invita a interrogarnos sobre un tema decisivo para la vida y la misión de la Iglesia: «Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión». Este itinerario, es un don y una tarea: caminando juntos, y juntos reflexionando sobre el camino recorrido, la Iglesia podrá aprender, a partir de lo que irá experimentando, cuáles son los procesos que pueden ayudarla a vivir la comunión, a realizar la participación y a abrirse a la misión. Nuestro caminar juntos, en efecto, es lo que mejor realiza y manifiesta la naturaleza de la Iglesia como Pueblo de Dios peregrino y misionero.
Como Iglesia diocesana hemos vivido momentos de gracia, después de haber recibido el don de «Aparecida» y de nuestro primer Sínodo diocesano que fue concretándose en diversas asambleas diocesanas a lo largo de estos años. Con alegría podemos señalar que aun con las dificultades que siempre encontramos en nuestros corazones, ha ido penetrando con hondura y humildad en nuestros sacerdotes, consagrados y laicos el pedido que realiza «Aparecida»: «Ninguna comunidad debe excusarse de entrar decididamente, con todas sus fuerzas, en los procesos constantes de renovación misionera, y de abandonar las estructuras caducas que no favorezcan la transmisión de la fe» (DA 365)
Este planteo que con humildad y esperanza realizamos, nos impulsa a revisar nuestras estructuras y formas de organización para poder cumplir mejor con nuestra misión. Esto, que es válido para el ámbito eclesial, lo es también para toda otra estructura que pretende servir en diversas formas de organización social, cultural o política. Esta revisión nos ayudará a detectar, que, además de aquellas estructuras que van resultando ineficaces por los cambios que se producen en el contexto, hay otras que, en lugar de servir al bien común, van tornándose en estructuras que solo sirven a algunos, o bien, son generadoras de formas de corrupción. Debemos pedir a Dios la audacia de tomar la iniciativa para revisar con grandeza y magnanimidad todo esto que no sirve más.
En el texto del Evangelio de este domingo, el ciego al borde del camino, con humildad le implora a Jesús: «¡Hijo de David, ten piedad de mí!» y le pide aquello que necesita: «Maestro que yo pueda ver». Nosotros también necesitamos pedir a Jesús con humildad: «¡que podamos ver!».
Les envío un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo! Maestro, que yo pueda ver Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas