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Alienatio: la fragmentación de la mente en la era de la Inteligencia Artificial

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El impacto social de la tecnología ha generado una sucesión de innovaciones cada vez más sofisticadas, diseñadas para simplificar la vida del usuario, optimizar el rendimiento y agilizar procesos. Sin embargo, la llegada de la inteligencia artificial (IA) trasciende la simple mejora del rendimiento: suplanta incluso la necesidad de pensar. Desde los algoritmos adaptativos que rigen las redes sociales hasta los chatbots, la IA ha dejado de ser una mera “herramienta” para convertirse en algo más. Se ha transformado en una extensión del cerebro, algo que, quizás, no debería ser.

Probablemente haya oído hablar de los implantes cerebrales impulsados por Elon Musk. Neuralink desató una gran controversia debido a su carácter invasivo, al insertarse directamente en la corteza cerebral. Este avance marca una línea divisoria entre el ser humano con pensamiento autónomo y el transhumanismo. En cambio, no sorprende la profunda influencia de las redes sociales en nuestra sociedad, manipulando a los individuos mediante el microtargeting, donde granjas de trolls dominan el escenario. Estas redes explotan la naturaleza humana en beneficio de intereses privados, promoviendo ideologías racistas, xenófobas y fascistas.

Este creciente dominio tecnológico, orientado a imponer ideales, refuerza comportamientos totalitarios caracterizados por la manipulación de las crisis sociales y el discurso de odio que señala a un enemigo común.

Ante esta realidad, debemos preguntarnos: ¿qué sucede con el individuo? ¿Cómo afecta esta exposición constante a una información saturada de contenido en el cerebro individual? La actividad de pensar, cada vez más reemplazada por la tecnología, parece tener consecuencias negativas para la mente humana. La sobresaturación de contenido puede alienar a las personas, sumergiéndolas en un estado semejante al inducido por estupefacientes. El contenido al que el usuario es expuesto tiende a ser tan cautivador que el cerebro se ve atrapado, buscando constantemente excusas para seguir consumiendo. En la pantalla se ven personas divirtiéndose, curiosidades, e incluso afecto —un afecto que muchos usuarios sienten que falta en su vida cotidiana.

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Eventualmente, después de consumir videos que generan grandes dosis de dopamina en el cerebro, enfrentar la realidad puede volverse fatalmente difícil. Dejar de consumir este contenido se asemeja al síndrome de abstinencia. Aquellos que están inmersos en este consumo desmedido —en su mayoría jóvenes— rara vez tocan este tema en sus relaciones sociales. La situación se agrava cuando el mismo fenómeno provoca la disolución de relaciones humanas, reduciendo aún más la posibilidad de salir de este ciclo.

Las redes sociales también generan déficit de atención. Hoy, muchos jóvenes están convencidos de tener trastornos de atención, neurodivergencia o incluso autismo, simplemente porque no pueden cumplir sus objetivos, como sentarse a leer un libro, por más que lo deseen.

Abordar estas cuestiones es crucial, ya que configuran la estructura psicosocial de la generación que está tomando relevancia. Estos jóvenes, que serán los adultos del 2030, luchan contra los conflictos inducidos por la modernidad y sus algoritmos.

La sociedad demanda trabajadores, responsabilidad y disciplina, pero muchos jóvenes hoy se encuentran en una especie de “no-lugar”, saturados de videos motivacionales y sueños rotos.

A medida que el control algorítmico se infiltra cada vez más en el tejido social, es evidente que nos dirigimos hacia un abismo de desconexión humana. Las tecnologías que originalmente se diseñaron para facilitar nuestras vidas ahora fomentan la conformidad y la adicción. Nos mantienen cautivos de un ciclo perpetuo de estímulo y respuesta, donde la autenticidad y la autonomía se ven diluidas. ¿Realmente estamos dispuestos a aceptar que nuestra capacidad de pensar se vea comprometida por el control invisible de una máquina?

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Es momento de despertar de esta anestesia digital y de cuestionar el poder que hemos delegado a la tecnología. La revolución que necesitamos no es más avance tecnológico, sino un replanteamiento radical de nuestras prioridades y valores. Debemos recordar que somos más que consumidores de contenido, y que nuestra identidad no debe ser moldeada por algoritmos. Si no tomamos una posición activa, corremos el riesgo de ser completamente absorbidos por una realidad que no nos pertenece, ni nos representa.

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