Julio Burdman

Brasil: la hipótesis del indulto a Lula

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Tal como veíamos en apuntes anteriores, América latina está transitando desde fines de 2017 un intenso ciclo electoral presidencial que se caracteriza por la derrota de los oficialismos. En Chile ganó las elecciones Sebastián Piñera, el candidato conservador que se impuso a las opciones de centroizquierda que postulaban una continuidad con el gobierno saliente de Michelle Bachelet. En Colombia ganó Iván Duque, uribista y conservador, que derrotó en segunda vuelta al postulante de centroizquierda Gustavo Petro; el candidato preferido del presidente saliente Juan Manuel Santos, Sergio Fajardo, quedó tercero. En México, en cambio, ganó las presidenciales el persistente candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, al frente de una coalición multipartidaria; en este caso, AMLO se impuso cómodamente a los postulantes del PRI y el PAN. En Brasil habrá elecciones pronto y todo indica que Jair Bolsonaro, un nacionalista antisistema, y el “lulista” Fernando Haddad se medirán en una segunda vuelta.
Lo que muestran estas elecciones es que los oficialismos pierden las elecciones presidenciales sea cual fuere el signo de los gobiernos, o de los candidatos triunfantes. Las excepciones son casos singulares, como Paraguay o Venezuela, en los que los partidos oficialistas hegemonizan los comicios. Con matices y diferencias, los países más grandes de la región atraviesan ciclos económicos de bajo crecimiento económico y frustración social. La década anterior, plagada de presidentes de alta popularidad y reelección asegurada, no casualmente fue un ciclo de crecimiento acompañado por los precios favorables de las commodities.
Esto responde a diferentes factores. Uno de ellos, no menor, fue la llegada de Trump a Washington. Desde la Casa Blanca el presidente Trump impulsa una competencia estratégica con las potencias comerciales (China, la Unión Europea, los grandes emergentes) y se vale para ello de la tasa de interés y del proteccionismo. La Argentina de Macri tenía grandes expectativas de lo que podía lograr de una política de “reinserción en el mundo” –es decir, de un nuevo acercamiento a Estados Unidos y la UE- pero ha sucedido poco y nada. De hecho, Macri no ha podido firmar ningún acuerdo comercial importante, y la sintonía política no impidió que sientan los efectos del trumpismo en nuestras costas. Esto no pareciera cambiar mientras Trump sea presidente. Aunque también hay que destacar que Estados Unidos ha dado todo su apoyo a la Argentina en el directorio del FMI.
Ahora, las elecciones en Brasil también se han convertido en una fuente de sorpresas. Las opciones que allí se barajan no son buenas para Mauricio Macri. Las últimas encuestas confirman que la competencia central será entre Bolsonaro y Haddad: de acuerdo a la última medición de IBOPE, Bolsonaro tiene 28% de intención de voto y Haddad llegó al 19%; en un eventual ballotage, ambos empatarían en 40 puntos. Lo que demuestra que Bolsonaro captaría más apoyo de lo que parecía en un escenario de segunda vuelta.
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Este ballotage fuertemente polarizado es incierto pero Haddad tiene más potencial de crecimiento. Muchos votantes de primera vuelta por opciones de centro o centroizquierda (Ciro Gomes, Marina Silva) tienden más a apoyar a Haddad. Y si gana Haddad, en el espejo argentino eso será interpretado como un impulso a Cristina Kirchner. Como una señal de retorno a la década anterior, o como un botón de prueba de la influencia remanente de los líderes judicializados.
Haddad presidente podría indultar a Lula, quien está preso desde abril, e instalar un clima de “retorno”. La facultad del indulto es una competencia exclusiva del presidente, por la que no debe siquiera dar explicaciones. Lula ya habría declarado que no quiere ser indultado, mientras que Haddad dice que no ha considerado esa posibilidad y el resto de los candidatos -salvo Bolsonaro, quien ha basado parte de su campaña en el odio a Lula- han evitado el tema. Estamos ante un tema nuevo, con pocos antecedentes -uno sería la campaña de Keiko Fujimori en Perú, con su padre ex presidente en prisión. La judicialización de la política sigue siendo una variable centra en América latina. En este caso, la posibilidad de que el candidato “delfín” sea también el posible “salvador” de un líder popular enjuiciado tiene otro impacto, y es la transferencia de liderazgo de una persona a otra. Se establece un nuevo nexo, significativo, entre el líder condenado con votos, y el sucesor hasta ahora poco conocido.
En Argentina, una de las preguntas a resolver es si una Cristina Kirchner desplazada de la carrera presidencial por razones judiciales puede transferir su apoyo a otro candidato (Agustín Rossi, Axel Kicillof) y hacerlo competitivo. El experimento brasileño funciona como un laboratorio para Argentina, y nos sugiere que si se profundiza la judicialización del liderazgo, esta posibilidad aumenta sus probabilidades de ocurrencia. Cada allanamiento domiciliario, cada comparencia de Cristina Kirchner en Comodoro Py, la reubica en un lugar central de la política argentina.

 
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Los gobernadores modelo 2015 están en problemas

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En el análisis político argentino hay una tentación inevitable: la de clasificar a los dirigentes según espacios “partidarios” “nacionales” (a cada ilusión su propio encomillado). Últimamente sobresalen tres. El primero es Cambiemos, la coalición oficialista. El segundo el kirchnerismo, oscilante entre la creación de una fuerza nueva (Unidad Ciudadana) y la peronización. Y el tercero sería el “peronismo con adjetivos” (federal, no-k, racional, perdonable), espacio sin un liderazgo claro pero enhebrado por la fuerza política de los gobernadores pejotistas y el massismo resiliente.
Sin embargo, en muchas provincias ha surgido un problema que socava toda esta ilusoria clasificación tripartidista. Ocurre que los gobernadores no tienen asegurada su continuidad. A decir verdad, nadie tiene asegurado nada en la Argentina de 2018. El presidente, líder del primer espacio, asiste a la declinación de su popularidad e intención de voto por el magro desempeño económico de su gobierno. La ex presidenta, referencia del segundo, está jaqueada por las denuncias de corrupción, los “cuadernos” y la judicialización. Y los gobernadores -sobre todo, aquellos que asumieron su primer mandato en diciembre de 2015, como Macri- todavía no han podido conformar en casa. Una mayoría de ellos enfrenta la decepción y la nostalgia coprovinciana.
Cerca de la Capital hay más calor. Cambiemitas como Horacio Rodríguez Larreta (Ciudad de Buenos Aires), Néstor Grindetti (Lanús) o Diego Valenzuela (Tres de Febrero) van bien. En sus distritos se hicieron obras de infraestructura y evergetismo urbano, financiadas muchas veces desde la Nación, y los electorados quedaron contentos. Capitalizaron ellos más que Macri y Vidal: hoy las encuestas dicen que los tres están bien posicionados para reelegir, sobre todo si la campaña se dirime en temas de gestión local. Lo notable es que esta misma lógica de gestión local que impulsó Cambiemos desde la Presidencia también contribuyó a blindar a los intendentes peronistas del Gran Buenos Aires. Pavimentar y hacer cloacas paga a los intendentes municipales; los problemas socioeconómicos y la inseguridad los pagan los presidentes.
Pero más allá del Área Metropolitana de Buenos Aires, los gobernadores están mal en las encuestas. Con el agravante de que sus predecesores están bastante mejor que ellos. El #VamosAVolver era por abajo y no discrimina por partido. En Chaco, el gobernador Peppo no está en condición alguna de competir contra la memoria de los gobiernos encabezados por Jorge Capitanich. En aquellos años hubo mejora de los salarios e indicadores sociales provinciales, y tanto el ex gobernador como su ministro de Economía, Eduardo Aguilar, le ganan a Peppo en los sondeos. Y algo similar le ocurriría a Manzur en Tucumán si tiene que enfrentar el eventual retorno de José Alperovich: el actual gobernador se quedó con el partido y con la dirigencia, pero su predecesor conserva votos.
En Entre Ríos, el gobernador Gustavo Bordet es otro castigado por las encuestas y si bien no está en los planes que Uribarri intente disputarle la silla, todo indica que un sector del peronismo -tal vez su propio vicegobernador- lo hará en 2019. En Misiones, Maurice Closs puede decidir qué quiere hacer en el futuro, porque es el dirigente con mejor imagen. En Mendoza el que mejor mide es Julio Cobos, un outsider del oficialismo que se ganó su prestigio durante su gobernación entre 2003 y 2007.
En otros casos, la nostalgia se expresa en forma de revancha. Agustín Rossi nunca fue gobernador de Santa Fe pero vio crecer su popularidad desde que Cristina Kirchner dejó la presidencia, y ello se vio reflejado en las elecciones provinciales de 2017. En Río Negro, Martín Soria -intendente de General Roca e hijo de Carlos, el gobernador que vio trágicamente interrumpido su mandato en enero de 2012, a solo tres semanas de asumir- dice que se presentará a la gobernación para “hacer lo que su padre no pudo”; hay una idea de reparación histórica respecto de las gobernaciones de Alberto Wereltineck.
De Alperovich a Cobos, lo que tienen en común todos estos posibles retornos provinciales es el buen recuerdo de sus gestiones en tiempos de crecimiento económico. Y el balance positivo en la comparación con las castigadas gestiones actuales. Los dirigentes provinciales de la “década ganada”, cualesquiera hayan sido sus filiaciones partidarias, no están en los cuadernos y no son responsabilizados por los problemas macroeconómicos nacionales. Son reservorios de popularidad territorial en momentos de declive de las popularidades nacionales.
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Volviendo a la ilusión de los alineamientos partidarios, sería una paradoja que el kirchnerismo pierda en Comodoro Py y que sus beneficiarios de herencia sean los liderazgos provinciales. Ellos no necesitarán usar los símbolos del kirchnerismo para hacer campaña pero tampoco podrán renegar de él si su fortaleza es la nostalgia. Además, habrán de enfrentar a gobernadores peronistas que estuvieron cerca de la Rosada, no pudieron llevaron agua al terruño y terminaron desdibujados en su identidad política provincial. Los que planean volver se fortalecerán predicando una diferenciación respecto del gobierno actual. Por otra parte, aunque hoy luzca poco probable, no es imposible que algunos gobernadores e intendentes de Cambiemos recalculen sus alianzas políticas si los problemas económicos nacionales se profundizan. En suma: los problemas económicos nacionales afectan a los ciclos políticos provinciales, que ya no lucen tan estables como antes, y no podemos estar tan seguros de que la hipótesis de los “tres tercios nacionales para 2019″ (cambiemismo, kirchnerismo, peronismo no k) se corresponda con lo que sucede en los distritos.

 
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Ante una nueva forma de riesgo

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El derrumbe de la lira turca se convirtió en un caso testigo del fenómeno global de la depreciación monetaria. La mayoría de las “monedas territoriales” (es decir, de las monedas que no son globales, como el dólar, el euro y en cierta forma el yen) perdieron frente al dólar. En el caso de Turquía, el vendaval fue disparado por una medida proteccionista fuerte de Estados Unidos que afecta a las exportaciones turcas. El otrora “aliado estratégico” de Washington en las puertas de Asia y Medio Oriente ahora fue tratado sin tantas contemplaciones. El “Make America Great Again” que prometía -y sigue prometiendo- Donald Trump está más fuerte que nunca, y se consigue a través de la competencia monetaria.
Esta vulnerabilidad cambiaria es un fenómeno difícil de analizar y de comprender. La economía y la ciencia política son dos disciplinas que estudian la realidad a partir de anteojeras nacionales. Admiten lo global (lo que está por encima) y lo local (lo que entra por abajo), y lo estudian, pero siempre en tanto variables exógenas al modelo. Por eso, se trata siempre de un fenómeno que nos toma por sorpresa. Pero hay que despojarse de esas anteojeras y estudiar la dimensión global con mayor fluidez y detenimiento. Más aún, cuando vivimos inmersos en una realidad bimonetaria.
Que algunos economistas y analistas políticos se esfuercen por destacar la importancia de la “dimensión interna” sobre el “factor externo” habla más de su amor por la anteojera que de la realidad. Si tenemos inflación de origen cambiario y no podemos explicarla por la emisión o el proceso de formación doméstica de los precios, y eso está sucediendo en forma simultánea (aunque con diferentes intensidades y velocidades) en países tan diferentes como Turquía, México, Rusia, Chile o Argentina es porque estamos ante un proceso global de magnitud. La incertidumbre surge del hecho de que Washington está actuando en contra del régimen que ella misma ha creado.
La globalización fue posible a partir de la hegemonía de los Estados Unidos, y perdura gracias a la estabilidad y la regulación que Estados Unidos le proveen. El sistema financiero global está valuado en dólares, evaluado en dólares, y regulado en dólares. Las (pocas) instituciones que proveen cierta arquitectura al sistema comercial, monetario y de inversión directa están gobernadas en buena medida por el accionista principal del sistema, que es Washington y su reserva federal. La Casa Blanca no rompe el sistema (no tendría el poder de hacerlo) pero juega con él para fortalecer sus intereses relativos. El resultado esperado de la era Trump, caracterizada por la competencia estratégica con las potencias emergentes (y con sus aliados históricos), el proteccionismo y la aspiradora de dólares (de la tasa de interés) es un Estados Unidos más fuerte que antes.
En este contexto, algunos analistas desde Washington están planteando una nueva forma de medir el riesgo cambiario y soberano. Dado que los mercados son impredecibles y las monedas se deprecian frente al dólar, es más importante que antes contar con las reservas monetarias en dólares para hacer frente a los vencimientos de la deuda. Es decir, observan la relación entre reservas y deuda. En tiempos de apogeo de la globalización financiera, los “fierros” macroeconómicos e institucionales de la refinanciación (deuda en relación al PBI, estabilidad, competitividad, calidad institucional) parecían ser los datos centrales; en un esquema de vulnerabilidad cambiaria, hasta países como Chile aparecen en la lista de los países de riesgo.
Si estos son los términos del análisis, uno de los grandes aciertos de la gestión del BCRA desde 2016 fue la recomposición de las reservas. Y a partir de ahora, deberá ser evaluada por su capacidad de sostenerlas.
Smiling George Washington

 
 
 
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Efectos del “CuadernosGate” en las provincias

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Los efectos de las investigaciones de corrupción administrativa iniciadas a partir del llamado “CuadernosGate” aún no están claros. En las encuestas, por ahora, son limitados. Los primeros sondeos nacionales de opinión (me refiero a los primeros días posteriores a la noticia) no muestran demasiados cambios en la calle respecto de las mediciones de julio. En todo caso, lo que dicen hasta ahora es que la imagen del presidente y la aprobación de la gestión de gobierno, que venían en declive, no se recuperan por esto. Aunque la tendencia a la mejora que venía mostrando Cristina Kirchner se detiende, y hasta retrocede. La novedad de los últimos cuatro meses fue que la ex presidenta, de a poco, comenzaba a perforar su techo. A su núcleo duro de apoyo (30%) comenzaba a sumar algunas adhesiones más, mientras que su imagen negativa comenzaba a caer. Los “cuadernos” podrían operar contra este fenómeno.
Más intrigante que el impacto sobre electorados macristas y kirchneristas es lo que ocurre en las franjas intermedias, de baja politización. En un contexto de incertidumbre económica y judicialización política, en el electorado no alineado hay riesgos de cierto hartazgo con la dirigencia. Ninguna de las fuerzas establecidas luce para ellos como capaz de mostrar futuro o de practicar la moralidad pública. El “quesevayantodismo” nunca es buena noticia.
Pero más que la calle, hoy hay que focalizarse en cómo lo ven quienes deciden. Son más sensibles e inestables las percepciones del “círculo rojo” (local e internacional) que las del electorado. Los votantes ya están saturados de noticias de corrupción, se hicieron su propia idea sobre el asunto, y parecen más preocupados por la economía que por las otras agendas. Los mayores de 40 temen el regreso a viejas escenas de crisis. Mientras tanto, los círculos rojos huelen un “Lava Jato” o un “Mani Pulite” en el ambiente. Ven riesgos imprevistos. Riesgos sistémicos.
Por “un Lava Jato” solemos entender a un caso de corrupción que afecta al conjunto de la dirigencia política y económica. Y que termina teniendo un impacto resonante en el sistema. Una crisis de la dirigencia, digamos. En el “cuadernos gate” todo parece dirigido a dejar fuera de la competencia al kirchnerismo, y a que los empresarios involucrados presenten explicaciones o paguen las multas correspondientes. Pero puede salirse de ese cauce controlado. En un contexto de incertidumbre económica, la sombra de una crisis sistémica multiplica las dudas y los riesgos. Un Lava Jato no luce bien.
Y para los gobernadores tampoco. Se ha extendido la tesis de los beneficios de este escenario para el peronismo federal. Sin embargo, no hay que dejar de tener en cuenta que los gobernadores también sufren los efectos de la crisis y la inestabilidad. Los que asumieron en 2015 no han podido aún dar buenas noticias a sus electorados. Y temen a los competidores internos. No hay beneficiarios directos bajo la sombra de una crisis sistémica: nadie sabe, en definitiva, como puede terminar.
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La aceleración de los tiempos políticos

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Cambios en el gabinete económico, dólar sin precio estable, acuerdo marco con el FMI, caída de popularidad medida en encuestas y movilización social constituyen un contexto de crisis. Esto, por definición, implica recalcular posiciones y escenarios. La política se acelera. Y se hace necesario tomar perspectiva para no perder de vista la velocidad del proceso.
Recordemos dónde estábamos hace tan solo unos meses. En octubre de 2017 Cambiemos ganó holgadamente las elecciones de medio término. Si esos resultados se repitiesen en 2019, Macri reeligiría en primera vuelta. Sin embargo, sesenta días después ese mismo oficialismo triunfante en las legislativas había comenzado a perder el control del Congreso. Más bancas significaron menos efectividad. Algo infrecuente, para no decir inédito. Fue cuando los bloques justicialista y renovador, cercanos al peronismo “de los gobernadores”, que habían acompañado en numerosas oportunidades las iniciativas de Cambiemos durante los primeros 24 meses de Macri, comenzaron a tomar distancia.
El quiebre comenzó en la última semana de diciembre de 2017, fatídica para el gobierno. La votación de la reforma previsional, una medida sin dudas impopular, erosionó el respaldo de la opinión pública; el “apoyo blando” de aquellos que habían votando por Macri en el ballotage pero no en la primera vuelta, comenzaba a fugar. Luego de esa turbulenta votación, vino el anuncio conjunto del Ejecutivo y el Banco Central sobre la revisión de las metas de inflación. Allí pudimos ver a un Sturzenegger alineado al Ejecutivo, que sinceraba lo que estaba ocurriendo con los precios.
Hasta diciembre, la mayoría de los gobernadores creían en una reelección de Macri en 2019. Desde el fin del año 2017, entre la Navidad y los Reyes Magos, dejaron de creer. Pichetto formó una mesa de economistas de bajo perfil, formada por asesores poco mediáticos pero cercanos a los senadores y las administraciones provinciales. La mesa de asesores elevó un informe lapidario: como consecuencia de la inflación que no bajaba, el negocio financiero de las LEBACS estaba llegando a su fin, y muchos dólares que habían entrado al sistema iban a irse. Por lo tanto, el triunfo de Macri en las legislativas iba a desvanecerse. El peronismo cambiaba de plan. A partir de marzo esta idea terminó de cristalizarse.
Sin la cooperación de este aliado clave, las cosas se hicieron más difíciles para el presidente. Y mientras tanto, la opinión pública  comenzaba a sufrir cambios. Por un lado, la popularidad presidencial y la aprobación del gobierno caían mes tras mes. En la última semana de mayo, Macri tuvo un respiro: su imagen positiva y su aprobación dejaron de caer y se estabilizaron (31% y 37%, respectivamente). Sin embargo, los números de la imagen negativa y la desaprobación se robustecían. El gobierno parecía encontrar su piso: 3 de cada 10 argentinos lo sostiene, pase lo que pase, y -hoy, al menos- a pesar de la economía. Su nuevo problema es que, por fuera de ese “núcleo duro”, que no es poco, ya no suma más.
Las expectativas también cayeron. Durante más de dos años de gobierno, Macri fue una conjunción de insatisfacción presente (quienes decían estar “peor que antes” siempre fueron mayoría) y esperanzas en el futuro. Casi todo su electorado, y algunos de quienes no lo votaban, creían que Macri y su equipo de emprendedores podían mejorar la situación económica. Eso cambió de forma notoria desde la reaparición del FMI en el horizonte. FMI suena a problemas. Hoy, solo 1 de cada 10 argentinos cree que el 2018 será mejor que el 2017. Y como vemos en el gráfico adjunto, la mayoría responsabiliza al gobierno actual (no al anterior, no al contexto internacional) por la suba del dólar y los precios.
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Si las elecciones presidenciales fueran hoy, Macri cuenta con su núcleo duro -digamos, de 30 puntos- y Cristina Kirchner con el suyo -digamos, de 25- pero hay una apetecible 45% de la sociedad que está en estado de orfandad. No sabemos aún si eso terminará engrosando los segmentos de las dos corrientes que dominaron la política argentina de los últimos 4 o 5 años (kirchnerismo y cambiemismo), o si podrá ser capitalizado por un tercer actor, probablemente de origen peronista.
El escenario político, entonces, está en desequilibrio. En el gobierno se preguntan qué pueden hacer para capear los problemas económicos y erosión del poder de compra de los votantes, que tendrá un impacto en las clases medias que apoyan a Cambiemos. Todo presidente necesita, en momentos difíciles, renovar el apoyo de su electorado más leal. Y Macri sabe que su electorado sufrirá. ¿Puede haber otros elementos no económicos que satisfagan y contengan al electorado cambiemita? Tal vez si, pero durarán poco. El derrumbe de las expectativas dice que se requiere una señal ahí, en lo económico. Los apoyos que Macri perdió fueron por la economía, y deberá recuperarlos con la economía. Porque no puede darse el lujo de perder a sus votantes clasemedieros. La alianza Cambiemos seguramente mantendrá su unidad, porque todos sus integrantes dependen del éxito del gobierno, pero algunos pueden terminar desertando. Las recientes amenazas de ruptura por parte de Carrió fueron impactantes por este contexto económico, y no por el marco más cómodo de la ley de despenalización del aborto.
En cuanto al peronismo, con este panorama queda más lejos que nunca de la unidad entre K y no-K. Porque además de las diferencias ideológicas y otras heridas abiertas, aparece otro elemento que incentiva la competencia manifiesta entre los dos espacios (el kirchnerista y el “de los gobernadores”): éste último, coordinado con Massa, hoy ve posibilidades de ganar. La unidad tenía sentido en la medida que los dos sectores se necesitasen mutuamente. Hoy eso nadie en la oposición lo ve. Más bien, se preparan para vencerse entre ellos y piensan en qué hacer en función de lo que se viene.

 
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