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Por Roberto López Belloso, Le Monde.

El mundial de fútbol de Qatar se jugará sobre un cementerio indio. No de apaches o navajos. De indios de la India. También sobre muertos paquistaníes, nepalíes, y de otras nacionalidades del sudeste asiático que han sido la cantera de la mano de obra para construir los estadios y los megaproyectos de infraestructura necesarios. El número es conocido, aunque no se sepa la cifra exacta: se estima en 6.500 personas las que perdieron la vida en esa empresa. Jornadas agotadoras bajo un calor abrasador llevaron a muertes que, de forma oficial, se atribuyeron a fallas cardíacas. Para colmo, las familias que quedaron en los países de origen se encuentran con la imposibilidad de pagar las deudas con los contratistas. Es que los trabajadores entraban a la obra debiendo dinero y con los derechos recortados hasta la virtual inexistencia.

Es verdad que los mundiales de fútbol llevan mucho tiempo en territorio de “pelota manchada”, para usar un término maradoniano, como para que alguien no sepa de su impureza estructural. Pero Qatar 2022 parece condensar todos los males y atentar contra todo, desde el ambiente hasta los derechos humanos. Por eso, por ejemplo, los jugadores de Australia aprovecharon su visibilidad, aumentada por la cercanía de la Copa del Mundo, para posicionarse de forma pública contra la represión que sufre la comunidad LGTB del país sede. A su vez, la selección danesa saltará al césped sin distintivos en su camiseta que los asocien con los organizadores, como si sus partidos se fueran a jugar en ningún sitio. Y en cierto modo es así. Lo que sucede en el lugar donde se disputa un mundial es sólo una parte del mundial. El carácter global del evento se expresa en el hecho de que no “ocurre” en una sola parte. También se desarrolla en las calles y bares de los países que envían a sus selecciones (quizá por eso París y Marsella, entre otras ciudades francesas, decidieron que esta vez no tendrán su habitual pantalla gigante para ver los partidos en fan zones a cielo abierto), pero sobre todo en la televisión, que no sólo pasa los partidos sino que los partidos “pasan” en ella (al punto que algunas televisoras públicas europeas no colocarán el logo de Qatar 2022 en sus transmisiones).

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Esa ubicuidad se vuelve dislocación. Es especial en un país donde el fútbol es parte de la identidad. Así, en Uruguay, o en Argentina, Qatar deja de estar atado a su latitud y longitud específicas y se vuelve, por algunos meses, la esquina donde se intentan conseguir las figuritas del álbum, la casa de electrodomésticos que aprovecha la zafra de los televisores de cada vez más pulgadas, la oficina donde se organiza la penca de resultados. Todo un acá que a medida que se acerca el pitazo inicial se vuelve más estrábico, al tener un ojo puesto allá. Trastornos de visión para mirar la realidad propia que propician, en esos días y en algunos países, aumentos de tarifas, pase de leyes controversiales, destituciones que en otros momentos habrían resultado clamorosas.

En paralelo, y para sostener ese estado general de realidad trastornada, mientras un aeropuerto o un shopping center pueden ser un “no lugar”, un estadio mundialista resulta casi su opuesto. Un “demasiado lugar”. No sólo no puede decirse que sea tierra de anonimato sin apropiación social de quien lo habita, en general de manera provisoria, como Marc Augé categorizó a los “no lugares” (1). Sino que son todo lo contrario. Durante un tiempo, para mucha gente, los espacios cotidianos permanecen, para usar la frase del cartel que colgaba en la puerta de su casa Eduardo Galeano, “cerrados por fútbol”. El topónimo con su marca temporal (Qatar no es Qatar, es Qatar 2022), pasa a contener, no para todos, pero sí para muchos, la significación tribal por excelencia. Tanto es así que, cuando hay éxito, el año y el sitio se congelan en su capacidad de exacerbar lo que significaron en el instante de la magia: para los uruguayos 2010 no fue sólo 2010, es Sudáfrica 2010. La falta de concordancia de tiempos verbales no es una licencia periodística. Ese Sudáfrica 2010 sigue sucediendo, aunque el resto del 2010 se haya apagado en el olvido. Tanto, que cuando para una comunidad uno de esos instantes se desborda y vira al mito, ya no necesita de la conjunción de espacio y tiempo. Brasil 1950 es sólo la forma larga y acartonada de decir Maracaná. Tan “demasiado lugar”, ese estadio, que podrá ser tirado abajo y construido de nuevo mil veces, pero que siempre será una única franja de césped: la de la corrida de Alcides Edgardo Ghiggia en el minuto fatal del 1-2.

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Amnistía Internacional está exigiendo que la FIFA reserve un fondo de 440 millones de dólares –lo mismo que se pagará a las selecciones nacionales por competir– para compensar a las familias de los trabajadores que murieron.

Por eso, quizá, el cementerio indio de Qatar tiene el poder de sacudir que no tienen otras tragedias. Lo positivo es que se hable de lo que se suele callar (2), aunque sea con el ruido de fondo de las vuvuzelas. La huella ambiental de un mega evento (3), la ausencia de rasgos democráticos en las monarquías gasopetroleras (en Qatar están prohibidos los partidos políticos y recién en 2021 se realizó algo parecido a una elección legislativa general, en la que, como era previsible, no fue electa ninguna mujer) o los costos humanos de las obras de construcción faraónicas (4). En este aspecto, Amnistía Internacional está exigiendo que la FIFA reserve un fondo de 440 millones de dólares –lo mismo que se pagará a las selecciones nacionales por competir– para compensar a las familias de los trabajadores que murieron o sufrieron daños físicos en la construcción de los escenarios (5). Esos que en el refucilo de este mundial –al menos en este caso lo sabemos– son los cementerios indios cubiertos por un cielo encapotado y ominoso donde estallarán, en una paradoja inevitable, cada una de esas explosiones irracionales que se repetirán en millones de gargantas.

Es que el fútbol tiene dos lógicas. La segunda es la que ocurre dentro de la cancha y que puede, en una dinámica que le es propia, actuar sobre la implacable lógica del mundo. En esa artificialidad del “once contra once” muchas veces se puede establecer un momentáneo desafío al poder más absoluto y al hormigón armado de una dictadura. Baste pensar en las tribunas del Mundialito de 1980 como coda del Plebiscito del “No” en Uruguay. O repasar el reposicionamiento de buena parte de la selección argentina de 1978 en favor de los derechos humanos después de haber sido usada por el régimen de Rafael Videla. Es, en una dinámica difícil de comprender por los profanos, la pelota limpiándose a sí misma. Lo deseable es que lo haga sin perder de vista la realidad primera, que es la que ocurre antes y después de los 90 minutos del encantamiento.

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