Independencia de Estados Unidos: desafíos pendientes

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En la etapa constitutiva de los Estados Unidos como potencia imperialista, tuvo en las diversas guerras emprendidas por el deseo de dominio una de sus manifestaciones históricas específicas. Desde su propio nacimiento como Estado-nación moderno con la guerra de independencia, pasando por las guerras por la conquista del Oeste y por la hegemonía americana, la Guerra de Secesión, y luego las guerras mundiales, la de Corea y Vietnam, en todas se expresó de manera específica la “cuestión negra”. Si históricamente Estados Unidos se sirvió de la población negra para sus intereses dominantes mientras la condenó en el terreno interno a la esclavitud primero y a una ciudadanía de segunda después, el movimiento negro desplegó frente a esto múltiples formas de resistencia y fortaleció su organización.

Más allá de proclamar el nacimiento de los Estados Unidos de América, la Declaración de Independencia supuso una auténtica declaración de intenciones que dejó claras las aspiraciones de la nueva nación. Desde su promulgación el 4 de julio de 1776, la elocuencia de su mensaje se convirtió en un poderoso mito fundacional, el origen de un destino común venerado por el pueblo estadounidense.

Hoy en día, la Declaración sigue siendo una referencia para aquellos que anhelan convertir a EE UU en el país más justo e inclusivo del mundo. Paradójicamente, la Declaración constituye también un obstáculo para conseguir ese objetivo.

Redactada y firmada por los Padres Fundadores con Thomas Jefferson a la cabeza, en su segundo párrafo la Declaración afirmó como verdades “evidentes en sí mismas” que “todos los hombres son creados iguales” y que “la libertad y la búsqueda de la felicidad” son “derechos inalienables”.

La claridad y rotundidad de estas afirmaciones son innegables y su impacto ha marcado el devenir histórico del país. La Declaración es la base del “excepcionalismo americano” que ha ensalzado a EE UU como una nación única, bendecida en su creación por ideales democráticos y no limitada a vínculos ancestrales a un territorio.

Es una idea radical y extraordinariamente atractiva: una nación abierta a todos los que quieran unirse a ese ideal de libertad e igualdad. No en vano, en un país que orgullosamente se auto identifica como una nación de inmigrantes, la Declaración ha sido el motor del “sueño americano” que ha atraído capital humano de todo el mundo y ha impulsado los grandes logros de EE UU.

El texto, ratificado por el Segundo Congreso Continental el 4 de julio de 1776, sirve para múltiples propósitos: memorial de agravios contra el colonialismo inglés, alegato contra la tiranía y proclamación revolucionaria. No es la Constitución de 1787. Se trata más bien de una declaración de principios democráticos pero sin resultados garantizados: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

Créditos: Craig Hudson

Estas incumplidas promesas, tan originales como engañosas al venir desde el minuto cero acompañadas de la tolerada lacra de la esclavitud, ayudan a explicar el cúmulo de frustraciones preexistentes a las protestas que se desencadenaron tras el asesinato de George Floyd en Minneapolis.

En Estados Unidos, donde la esclavitud marcaría -desde antes de la independencia- diferencias difíciles de reconciliar entre el Norte y el Sur, millones de personas fueron utilizadas como mano de obra cautiva sobre todo en el especulativo cultivo de algodón. Para 1860, en vísperas de la guerra civil americana, el valor de todos los esclavos en Estados Unidos era superior al valor combinado de todos los ferrocarriles y bancos de la nación.

En este proceso, la esclavitud se integró en el diseño político de Estados Unidos. Para ganarse el respaldo de los futuros Estados sureños, con grandes plantaciones e incontables esclavos para su cultivo, de la Declaración de Independencia tuvo que desaparecer la acusación de que la monarquía británica había impuesto la esclavitud a sus colonias americanas. 

Y para sacar adelante la Constitución de 1787 se utilizó el Three-Fifths Compromise. A efectos del censo federal, un esclavo sería contabilizado como las tres quintas partes de un hombre libre, lo que garantizaba el peso específico dentro de la Unión de la demografía desigual de los Estados.

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A pesar de todos estos intentos de proteger y mantener esta tragedia descrita en términos moralistas como el defecto de nacimiento de Estados Unidos, la esclavitud llevó a la secesión de los Estados del Sur en 1861, lo que desembocó en una guerra civil que costó la vida a un 2,5% de la población americana, en torno a un millón de víctimas mortales.

Al final del destructivo conflicto, se aprobaron las enmiendas XIII, XIV y XV de la Constitución de Estados Unidos. Estas reformas se concentraron en la abolición de la esclavitud, ciudadanía y derechos políticos para los esclavos. Una rectificación sin compensación alguna que, sobre todo en el Sur, relegó a los afroamericanos a una posición marginal. 

Esa histórica desigualdad fue el foco de la lucha por los derechos civiles a mediados del siglo XX y pese a los avances logrados todavía afecta a gran parte de la sociedad norteamericana.

Así es como surgen muchos interrogantes ¿cómo es posible convivir con la esclavitud durante 89 años después de haber declarado solemnemente que “todos los hombres son creados iguales”? ¿cómo es posible que, en 1965, cien años después de abolir la esclavitud, el matrimonio interracial fuera todavía un crimen en casi la mitad de los Estados del país?

Para entender estas paradojas es necesaria una lectura más profunda de la Declaración. El contexto histórico arroja luz sobre lo que los Padres Fundadores quisieron decir, más allá de lo que textualmente dice la Declaración. Muchos de sus autores, incluido Jefferson, eran dueños de esclavos y, obviamente para ellos, el hombre negro, pudiendo ser su propiedad, no podía ser su igual. Los nativos americanos solo se mencionan en la Declaración como “indios salvajes” y quedaron también ajenos a los derechos descritos en la Declaración.

Con el paso del tiempo, los descendientes de los autores de la Declaración (algunos con entusiasmo, otros a regañadientes y otros de tan mala gana que llegaron a provocar una guerra civil) ampliaron poco a poco el círculo, otorgando derechos a grupos “extraños”, no solo a negros e indígenas. Judíos, católicos, italianos, chinos, irlandeses, hispanos, etc. han sufrido discriminación por motivos religiosos o por ser percibidos como “culturalmente diferentes”. Algunos grupos como los de ascendencia italiana e irlandesa han entrado plenamente en el círculo de la América blanca. Otros grupos como los musulmanes o los hispanos continúan sufriendo hoy la discriminación y los ataques del nacionalismo xenófobo que Donald Trump sabe explotar con maestría.

El actual estallido racial en Estados Unidos debe entenderse también como parte de la corrosiva crisis de desigualdad agravada por la pandemia.

Los afroamericanos (y también los hispanos) son los que de forma desproporcionada la están sufriendo. Ya sea en su condición de víctimas del virus o damnificados de la subsecuente crisis económica.

La retórica racista se basa en incitar miedos similares a los que azuzaron otros arrebatos racistas de la historia de EE UU. Por ejemplo, en la década de 1920 el país adoptó las ideas de jerarquía racial de la eugenesia. Promovidas por la formidable maquinaria universitaria norteamericana liderada por Yale y Harvard, esas ideas justificaron el racismo, establecieron el supremacismo blanco, y produjeron políticas abiertamente racistas como el bloqueo a la inmigración de grupos étnicos “indeseables”, la segregación, la esterilización forzada y la criminalización del matrimonio interracial. El objetivo era aplacar el temor a lo que el presidente Theodore Roosevelt llamó “suicidio racial”, es decir, la disminución del dominio de la raza angloamericana o raza nórdica, considerada la raza maestra.

Trump ha alimentado constantemente una guerra civil cultural a través de provocaciones más propias de un político en auge en las redes sociales que del presidente de una de las naciones con mayor diversidad racial del mundo.

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Por supuesto, Donald Trump no es el primer ocupante del despacho oval que ha intentado politizar el problema racial de Estados Unidos.

Descrédito internacional, violencia extrema, sobredosis de miedo e incertidumbre, retroceso económico, polarización política, protestas raciales y populismo desatado. 

La historia no se repite pero el 2020 se parece mucho a 1968, el año que realmente nunca ha terminado para el gigante americano y que se ha convertido en la última fuente de inspiración electoral para Donald Trump.

Y para esto es clave entender que la transformación racial está siendo el motivo detonante de estos discursos de odio.

El electorado que se mantuvo fiel a Trump añora un pasado que trasciende los últimos cuatro años. Evoca un país mítico de los años cincuenta, una realidad previa a la declaración de derechos civiles. 

Mucho ha cambiado desde entonces. 

La sociedad norteamericana es más secular, las mujeres ya no votan como los hombres, la distribución del ingreso es más desigual, y los obreros estadounidenses ven sus trabajos desaparecer. Pero quizás el cambio más profundo sea la transformación racial. La población blanca, 90% del país en 1950, representa hoy cerca del 60%. El electorado es hoy más diverso que nunca.

Cada vez que un cambio político subvierte el rígido orden racial estadounidense, un presidente conservador emerge para resistir la transformación histórica. 

En el siglo XIX, tras la guerra civil y el asesinato del presidente Abraham Lincoln, Andrew Johnson demoró la reconstrucción de los estados del Sur y empoderó a la élite blanca. En el siglo XX, tras el movimiento de los derechos civiles, Richard Nixon llegó al poder reclamando representar a la “mayoría silenciosa”. En el siglo XXI, tras el ascenso de Barack Obama, el primer presidente afroanericano en la historia del país, Donald Trump prometió hacer “América grande de nuevo”. 

Los presidentes explotan al límite sus poderes constitucionales. No es casual que Johnson, Nixon y Trump hayan enfrentado un juicio político en el Congreso. Nixon renunció antes de ser juzgado. Johnson y Trump sobrevivieron al voto del Senado, y apostaron su reelección a todo o nada. Johnson fue reemplazado por Ulysses Grant, general de los ejércitos del Norte. Trump defendió su puesto frente al vicepresidente de Obama, Biden. 

Y el gran perdedor de esta lucha -además de la comunidad afroamericana- ha sido el propio Partido Republicano. El proyecto personalista de Trump impidió que el republicanismo se modernizara para capturar a un país cambiante. El núcleo duro de su electorado está representado hoy por un hombre blanco, de edad avanzada, evangélico y sin educación superior. Los jóvenes, las mujeres, la minorías raciales, las disidencias sexuales y el electorado suburbano de clase media-alta se alejan cada vez más del partido. 

El futuro de la democracia no se funda en la derrota definitiva del Partido Republicano y su discurso que engrandece al supremacismo blanco, sino en la revitalización de la democracia, de la inclusión social y representación efectiva de todos los ciudadanos en todas las instancias de gobierno.

Hoy la administración Biden tiene una tarea enorme por delante y ya ha dado muchos guiños hacia la comunidad afroamericana, este 4 de Julio se celebrará con la primera mujer vicepresidenta afroamericana y descendiente de inmigrantes de la historia en la Casa Blanca, con Juneteenth (fecha que celebra el fin de la esclavitud) declarado feriado nacional, con el asesino de George Floyd en prisión, pero todavía no es suficiente.

La oposición y los desafíos que quedan: el tema de las reparaciones sigue siendo un tema controversial en los EE. UU., Incluso la falta de apoyo para las reparaciones, particularmente en comunidades como Tulsa, la oposición feroz a la teoría crítica de la raza, las luchas culturales en curso sobre la eliminación de monumentos confederados legislación en curso para la supresión de votantes aprobada en los estados republicanos.

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