Llamados a edificar la familia humana

Escribe monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

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Carta de monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas, para el cuarto Domingo de Pascua [08 de mayo de 2022]

En este cuarto domingo de Pascua, rezamos especialmente por las vocaciones, porque es el domingo del buen Pastor. El texto que leemos en el Evangelio (Jn 10,27-30), nos ayuda a comprender la importancia de rezar por las vocaciones sacerdotales y consagradas y ahondar en esta imagen de Jesús, como Buen Pastor: «Mis ovejas escuchan mi voz, Yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida Eterna». Hoy también seguimos necesitando que haya jóvenes que escuchen la voz del Señor, sean testigos de sus promesas y decidan con valentía donar su vida a Dios y a sus hermanos, respondiendo al llamado que Dios les hace a la vida sacerdotal o consagrada. Pero también para que todos asumamos con decisión responder al llamado que Dios nos hace en los ámbitos en los que estemos.

El Papa Francisco nos envía cada año una carta para este domingo. Este año se titula: «Llamados a edificar la familia humana». Allí nos dice: «En este tiempo, mientras los vientos gélidos de la guerra y de la opresión aún siguen soplando, y presenciamos a menudo fenómenos de polarización, como Iglesia hemos comenzado un proceso sinodal. Sentimos la urgencia de caminar juntos cultivando las dimensiones de la escucha, de la participación y del compartir. Junto con todos los hombres y mujeres de buena voluntad queremos contribuir a edificar la familia humana, a curar sus heridas y a proyectarla hacia un futuro mejor. En esta perspectiva, para la 59a Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, deseo reflexionar con ustedes sobre el amplio significado de la “vocación”, en el contexto de una Iglesia sinodal que se pone a la escucha de Dios y del mundo.»

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«La palabra “vocación” no tiene que entenderse en sentido restrictivo, refiriéndola sólo a aquellos que siguen al Señor en el camino de una consagración particular. Todos estamos llamados a participar en la misión de Cristo de reunir a la humanidad dispersa y reconciliarla con Dios. Más en general, toda persona humana, incluso antes de vivir el encuentro con Cristo y de abrazar la fe cristiana, recibe con el don de la vida una llamada fundamental. Cada uno de nosotros es una criatura querida y amada por Dios, para la que Él ha tenido un pensamiento único y especial; y esa chispa divina, que habita en el corazón de todo hombre y de toda mujer, estamos llamados a desarrollarla en el curso de nuestra vida, contribuyendo al crecimiento de una humanidad animada por el amor y la acogida recíproca».

«A esa gran vocación común se añade la llamada más particular que Dios nos dirige a cada uno, alcanzando nuestra existencia con su Amor y orientándola a su meta última, a una plenitud que supera incluso el umbral de la muerte. Así Dios ha querido mirar y mira nuestra vida».

«De este modo nace la vocación, gracias al arte del divino Escultor que con sus “manos” nos hace salir de nosotros mismos, para que se proyecte en nosotros esa obra maestra que estamos llamados a ser. En particular, la Palabra de Dios, que nos libera del egocentrismo, es capaz de purificarnos, iluminarnos y recrearnos. Pongámonos entonces a la escucha de la Palabra, para abrirnos a la vocación que Dios nos confía. Y aprendamos a escuchar también a los hermanos y a las hermanas en la fe, porque en sus consejos y en su ejemplo puede esconderse la iniciativa de Dios, que nos indica caminos siempre nuevos para recorrer».

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«Por tanto, cuando hablamos de “vocación” no se trata sólo de elegir una u otra forma de vida, de dedicar la propia existencia a un ministerio determinado o de sentirnos atraídos por el carisma de una familia religiosa, de un movimiento o de una comunidad eclesial; se trata de realizar el sueño de Dios, el gran proyecto de la fraternidad que Jesús tenía en el corazón cuando suplicó al Padre: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Toda vocación en la Iglesia, y en sentido amplio también en la sociedad, contribuye a un objetivo común: hacer que la armonía de los numerosos y diferentes dones que sólo el Espíritu Santo sabe realizar resuene entre los hombres y mujeres. Sacerdotes, consagradas, consagrados y fieles laicos caminamos y trabajamos juntos para testimoniar que una gran familia unida en el amor no es una utopía, sino el propósito para el que Dios nos ha creado».

Les envío un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo! Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

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