La Navidad de Jesús

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Carta de monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas, para el cuarto Domingo de Adviento [22 de diciembre de 2024]

Estamos próximos a celebrar la Nochebuena. El gozo del nacimiento de Jesús, el Dios con nosotros. En este domingo vamos terminando el tiempo del adviento, la espera y la expectativa de los contemporáneos de Jesús por la llegada del Mesías. El texto del Evangelio (Lc 1,39-45), nos propone «la Visitación» en la que Isabel se llena de gozo por la visita de María embarazada: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!»

Sabemos que vamos transitando caminos exigentes. En nuestra vida cotidiana nos encontramos con muchas circunstancias complejas, inquietudes, que no nos dejan discernir aquello que es importante. La Navidad, el nacimiento de Jesús en el pesebre, del Dios hecho hombre, nos permite comprender el lenguaje de Dios y ubicarnos en aquello que es central para responder mejor a tantas urgencias que nos agobian.

En reflexiones anteriores subrayamos la necesidad de evaluarnos, o bien de realizar un examen de conciencia, hecho con humildad desde la verdad de nuestras vidas, también desde el respeto a la verdad en los otros, y como base para construir sólidamente en nuestra sociedad. Este examen de conciencia en el adviento tiene como efecto principal la posibilidad de volver a Dios, y ponerlo a Jesucristo en el centro de nuestras vidas. De alguna manera nos puede ayudar a que no seamos cristianos que vivimos con un pesebre sin el Niño Jesús.

La Navidad es una oportunidad que tenemos como cristianos y como discípulos, de volver a tenerlo a Jesucristo, el Señor, como Aquel a quien queremos seguir. Aparecida nos señala: «En el seguimiento de Jesucristo, aprendemos y practicamos las bienaventuranzas del Reino, el estilo de vida del mismo Jesucristo: su amor y obediencia filial al Padre, su compasión entrañable ante el dolor humano, su cercanía a los pobres y a los pequeños, su fidelidad a la misión encomendada, su amor servicial hasta el don de su vida. Hoy contemplamos a Jesucristo tal como nos lo transmiten los Evangelios para conocer lo que Él hizo y para discernir lo que nosotros debemos hacer en las actuales circunstancias» (DA 139).

Es cierto que muchos celebran la Navidad y se olvidan del nacimiento de Jesús vaciándola en su contenido central. Pero aun así debemos señalar que nuestra gente tiene una gran religiosidad, y la mayoría es cristiana. La Navidad es un tiempo oportuno para colocar a Jesucristo, el Señor en el centro de nuestras vidas y madurar la fe. En las capillas se multiplican los pesebres y las Misas navideñas. La fe necesita ser compartida, y requiere nuestro compromiso y búsqueda de comunión con otros hermanos que están en el mismo camino. El pesebre nos ayuda a convertirnos. Nos permite comprender aquello que necesitamos para ser amigos de Dios. Ante el pesebre descubrimos que para ingresar al camino que nos conduce a Dios debemos hacernos pequeños, y que la humildad es generadora de esperanza, en una sociedad excesivamente cargada de soberbia. Orando ante el pesebre comprendemos más profundamente la bienaventuranza: «Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los cielos». (Mt 5,3)

Una de las dificultades para recuperar la centralidad de Jesucristo, es el creciente subjetivismo e individualismo de la fe. Cuando nos pasa esto es porque fuimos acomodando la fe a nuestro parecer, afectos y criterios. Es una tendencia muy fuerte el adecuar la Palabra de Dios a lo que nos parece, porque su propuesta es exigente, pero siempre es el camino que nos lleva a la verdadera felicidad.

Al finalizar esta reflexión, próxima a la Navidad, no quiero dejar de tener especialmente presente a aquellos que padecen alguna forma de sufrimiento, a los que están presos, a los que padecen alguna enfermedad, o a aquellos que en la Nochebuena estarán en alguna sala de hospital, a los que están solos, a los que tienen poco para comer. El Señor los considera sus privilegiados y a ellos especialmente los invita a su mesa. Nosotros como cristianos también los queremos tener presentes en nuestro corazón y nuestra oración.

¡Feliz Navidad y hasta el próximo domingo!

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Pentecostés: Iglesia y evangelización

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Carta de monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas, para el Domingo de Pentecostés [28 de mayo de 2023]

En este domingo estamos celebrando la gran Solemnidad de Pentecostés. El Evangelio de San Juan (20, 19-23), nos muestra a Jesucristo Resucitado, enviando a sus Apóstoles, a aquellos que fueron elegidos entre los discípulos: «Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» (Jn 20,21). Y les otorga el poder para ejercer el ministerio de perdonar y retener los pecados, que los sacerdotes ejercen en el Sacramento de la confesión: «Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» (Jn 20,22-23). Es bueno recordar que estos hombres eran como nosotros. Ellos estaban orando junto a María, en el cenáculo, en la mañana de Pentecostés, cuando el Paráclito prometido, el Espíritu Santo descendió sobre ellos (Hch 2). En esa mañana de hace casi dos mil años nació la Iglesia.

El Espíritu Santo prometido va acompañándola y lo hará hasta el final de los tiempos.

En esta reflexión de Pentecostés quiero tener especialmente presente a la Iglesia. Los cristianos por el bautismo somos parte de la Iglesia. Nuestra fe en Jesucristo, el Señor, por un lado, tiene una dimensión de compromiso personal y por otro necesariamente tiene una dimensión comunitaria-eclesial.

Es importante subrayar que difícilmente la fe de un cristiano pueda madurar sin esta relación con la comunidad eclesial, con la formación permanente, con la necesidad de recurrir a los sacramentos, a la Palabra de Dios y al Magisterio de la Iglesia. Esto nos permite iluminar los acontecimientos que vivimos y nos fortalece para realizar opciones a veces difíciles que ayuden a humanizar y evangelizar nuestra cultura.

Al respecto quiero citar un texto clave para profundizar en la necesaria eclesialidad en la espiritualidad de un cristiano, sobre todo en este tiempo caracterizado por un excesivo individualismo y subjetivismo. En Evangelii Nuntiandi el Papa San Pablo VI nos dice: «Existe, por tanto un nexo íntimo entre Cristo, la Iglesia y la Evangelización. Mientras dure este tiempo de la Iglesia, es ella la que tiene a su cargo la tarea de evangelizar. Una tarea que no se cumple sin ella ni mucho menos contra ella. En verdad, es conveniente recordar esto en un momento como el actual, en que no sin dolor podemos encontrar personas, que queremos juzgar bien intencionadas, pero que en realidad, están desorientadas en su espíritu, las cuales van repitiendo que su aspiración es amar a Cristo, pero sin la Iglesia, escuchar a Cristo, pero no a la Iglesia. Lo absurdo de esta dicotomía se muestra con toda claridad en estas palabras del Evangelio: “el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí” (Lc 10,16). ¿Cómo va a ser posible amar a Cristo sin amar a la Iglesia, siendo así que el más hermoso testimonio dado a favor de Cristo es de San Pablo: “Amó a la Iglesia y se entregó por ella?” (Ef 5,25)» (EN 16)

Como Iglesia diocesana, en el ámbito del laicado, de la familia y de los jóvenes, encontramos espacios que nos impulsan a profundizar en la dimensión discipular y misionera. En nuestras distintas comunidades ya sean parroquiales o educativas, en los movimientos y asociaciones, estos temas nos desafían a encontrar respuestas adecuadas a las nuevas situaciones que nos plantea esta época.

En esta reflexión quiero señalar la alegría de tantas comunidades que celebran con gozo y de diversas maneras la Solemnidad de Pentecostés. El Espíritu Santo nos da el don de la comunión en la diversidad de dones y carismas, y nos impulsa en la tarea evangelizadora que es la razón de ser de la Iglesia.

En este nuevo Pentecostés quiero terminar esta reflexión con un texto del documento de Aparecida que expresa el gozo que tiene la Iglesia sobre el amor de Dios: «Anunciamos a nuestro pueblo que Dios nos ama, que su existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación, que alienta incesantemente nuestra esperanza en medio de todas las pruebas. Los cristianos somos portadores de buenas noticias para la humanidad y no profetas de desventuras» (DA 30).

Con la alegría de celebrar la venida del Espíritu Santo sobre su Iglesia, en este Pentecostés, les envío un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo!

Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

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Cambio de época

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Carta de monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas, para el 23° domingo durante el año [04 de septiembre de 2022]

Nos quedamos perplejos en esta época frente a los cambios permanentes y profundos. La evolución tecnológica e informática genera cambios esenciales que nos desconciertan y exigen que busquemos comprenderlos y dar respuestas adecuadas. Lamentablemente en nuestra Patria hemos padecido antes y padecemos ahora, situaciones de total inestabilidad e imprevisibilidad. A la vez, pareciera que tenemos una gran incapacidad de buscar consensos en temas fundamentales superando las estrategias y las ambiciones de tener y poder.

En medio de tantas situaciones complejas, los cristianos necesitamos profundizar y formarnos en la fe que creemos. Esto nos permite madurar nuestra identidad cristiana para que, en medio de las luces y sombras de nuestro tiempo, podamos ser constructores de los valores que profesamos. Servirá para nuestra reflexión la lectura de una parte del texto «Jesucristo, Señor de la historia», documento escrito por los obispos argentinos con motivo del año jubilar. En el mismo hay una referencia explícita a la necesidad de afirmar nuestra identidad en una época de cambios: «El comienzo del siglo encuentra a la humanidad en un momento muy significativo. Algunas décadas atrás la Iglesia hablaba del amanecer de una época de la historia humana caracterizada, sobre todo, por profundas transformaciones.

Pero este amanecer no ha concluido. Más aún, aquellas situaciones nuevas se han vuelto más complejas todavía. Por eso podemos percibir qué es lo que termina, pero no descubrimos con la misma claridad aquello que está comenzando.

Frente a esta novedad se entrecruzan la perplejidad y la fascinación, la desorientación y el deseo de futuro. En este contexto se plantean, a veces de un modo oculto y desordenado, preguntas urgentes: ¿quién soy en realidad? ¿cuál es nuestro origen y cuál nuestro destino? ¿qué sentido tiene el esfuerzo y el trabajo, el dolor y el fracaso, el mal y la muerte? Tenemos necesidad de volver sobre estos interrogantes fundamentales. En una época de profundas transformaciones, la cuestión de la identidad aparece como uno de los grandes desafíos. Y esta problemática afecta de modo decisivo al crecimiento, a la maduración y a la felicidad de todos. En este marco, queremos anunciar lo que creemos, porque el Evangelio es una luz para planteos que nos inquietan» (JSH 3).

En el centro de nuestra identidad como cristianos, está la persona de Jesucristo. Dios hecho hombre. Es la piedra angular de la creación y de la historia de Salvación. Es tarea de cada cristiano comprender la centralidad de Jesucristo en su vida y asociarse libremente a Él. Desde esta reflexión podemos entender la afirmación del texto de este domingo (Lc 14, 25-33). «Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 25-26).

Si realmente como cristianos, queremos ser discípulos de Jesús, trataremos de abrir nuestro corazón a sus enseñanzas. En la Palabra de Dios, en el Magisterio y la comunión de la Iglesia, nosotros alimentamos nuestra identidad y nuestro discipulado. Cuando entendemos que este discipulado debemos vivirlo en el mundo, en la familia, trabajo, política, escuela… comprendemos que la identidad cristiana realmente es un desafío necesario, para que nuestro aporte sea fecundo en medio de tantas situaciones nuevas y complejas. El intentar vivir con identidad y coherencia de vida nos permite entender la exigencia del discipulado que nos pone el Señor. «El que no carga con su cruz y me sigue no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 27).

Un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo! Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

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Artesanos de la Paz

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Carta de monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas, para el 20° domingo durante el año [14 de agosto de 2022]

Jesús es el Príncipe de la paz. En Él descubrimos la altísima vocación de todo cristiano a trabajar incansablemente por la paz. Sin embargo, el Evangelio de este domingo puede parecernos algo extraño ya que Jesús dice a sus discípulos: «¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división». Con esta expresión Cristo nos enseña que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. De hecho, si prestamos atención, en cada misa recordamos las palabras de Jesús: «la paz les dejo, mi paz les doy». Pero el texto del Evangelio de Juan continúa diciendo: «pero no como la da el mundo». Por eso, tendremos que entender que la paz que nos propone Jesús se aleja de la falsa paz de la indiferencia del mundo y, por el contrario, es fruto de una lucha constante contra el mal.

La pandemia que hemos padecido parecía traer consigo la renovada enseñanza de que solos no podemos, de que el «sálvese quien pueda» no funciona, porque «estamos todos en la misma barca». Y, sin embargo, la palabra guerra se hizo nuevamente actual y todavía nos llegan noticias del sufrimiento del pueblo ucraniano. Y la violencia y el odio siguen apareciendo en muchos rincones del planeta. Necesitamos la paz.

Nuestra oración por la paz debe ser constante. Y junto con la oración, debe estar el esfuerzo cotidiano por construir esa paz tan necesaria. La paz no es solo resultado de los acuerdos internacionales, sino que hay una responsabilidad personal que todos debemos asumir.

Todos, y más aun los bautizados, tenemos la hermosa misión de ser «artesanos de la paz». Lamentablemente constatamos también con frecuencia que en nuestra sociedad se impone muchas veces una cultura que se caracteriza «por la autorreferencia del individuo, que conduce a la indiferencia por el otro, a quien no necesita ni del que tampoco se siente responsable. Se prefiere vivir día a día, sin programas a largo plazo ni apegos personales, familiares y comunitarios. Las relaciones humanas se consideran objetos de consumo, llevando a relaciones afectivas sin compromiso responsable y definitivo». (cfr. DA 46)

La indiferencia nos adormece y nos lleva a contentarnos con una falsa paz que es necesario superar. El Papa Francisco en la Exhortación sobre la santidad «Gaudete et exsultate» nos advierte sobre las dificultades que tendremos que superar para ser auténticos hombres y mujeres de paz: «No es fácil construir esta paz evangélica que no excluye a nadie, sino que integra también a los que son algo extraños, a las personas difíciles y complicadas, a los que reclaman atención, a los que son diferentes, a quienes están muy golpeados por la vida, a los que tienen otros intereses. Es duro y requiere una gran amplitud de mente y de corazón, ya que no se trata de un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría feliz, ni de un proyecto de unos pocos para unos pocos. Tampoco pretende ignorar o disimular los conflictos, sino aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. Se trata de ser artesanos de la paz, porque construir la paz es un arte que requiere serenidad, creatividad, sensibilidad y destreza. Sembrar paz a nuestro alrededor, esto es santidad». (GE 89)

Si queremos seguir a Jesús el Señor, y ser verdaderos discípulos y misioneros suyos tenemos que comprometernos con la realidad. Esto probablemente signifique salir de nuestras zonas de confort y someternos a incomprensiones y cruces. Pero tenemos siempre la certeza pascual del amor de Dios que nos acompaña y nos da las fuerzas que necesitamos para convertirnos en «instrumentos de su paz», según la conocida expresión de san Francisco de Asís. No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien.

Un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo! Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

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Diálogo y comunicación en la diversidad

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Carta de monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas, para la solemnidad de la Santísima Trinidad [12 de junio de 2022]

En este domingo celebramos a la Santísima Trinidad. Si hay algo esencial de nuestra fe como cristianos es creer que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Creemos en la Trinidad por la Revelación que Jesucristo el señor realizó y que tenemos en los textos de la Palabra de Dios.

El texto bíblico de este domingo (Jn 16,12-15) nos ayuda a profundizar la Revelación trinitaria hecha por Jesucristo del Padre y del Espíritu Santo: «Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes».

Es importante que comprendamos la significación que tiene para nuestra vida esta verdad que confesamos los cristianos. Nuestra época va relativizando todo, y a veces, hasta lo revelado por Jesucristo. Algunos dirán que reflexionar sobre esto de la Trinidad no tiene ninguna importancia ni implicancia en la realidad. Y, sin embargo, la confesión en el Dios Uno y Trino no es accidental a la fe y tiene consecuencias bien concretas en nuestra espiritualidad, en la manera de vivir y de concebir el mundo. Nos ilumina en nuestros días donde las grietas y divisiones hacen tanto daño a nuestra Patria. En la vida de la comunidad eclesial necesitamos profundizar sobre la dimensión comunitaria y social de la fe. El diálogo y la comunión en la diversidad es un instrumento fundamental de la convivencia humana, social y política.

El Papa Francisco en «Evangelii gaudium» nos ayuda a entender cómo la confesión de fe en la Santísima Trinidad está ligada estrechamente al compromiso social: «Confesar a un Padre que ama infinitamente a cada ser humano implica descubrir que con ello le confiere una dignidad infinita. Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne humana significa que cada persona humana ha sido elevada al corazón mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros nos impide conservar alguna duda acerca del amor sin límites que ennoblece a todo ser humano. Su redención tiene un sentido social porque Dios, en Cristo, no redime solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los hombres.

Confesar que el Espíritu Santo actúa en todos implica reconocer que Él procura penetrar toda situación humana y todos los vínculos sociales: El Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de una mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos e impenetrables. La evangelización procura cooperar también con esa acción liberadora del Espíritu.

El misterio mismo de la Trinidad nos recuerda que fuimos hechos a imagen de esa comunión divina, por lo cual no podemos realizarnos ni salvarnos solos. Desde el corazón del Evangelio reconocemos la íntima conexión que existe entre evangelización y promoción humana, que necesariamente debe expresarse y desarrollarse en toda acción evangelizadora. La aceptación del primer anuncio, que invita a dejarse amar por Dios y a amarlo con el amor que Él mismo nos comunica, provoca en la vida de la persona y en sus acciones una primera y fundamental reacción: desear, buscar y cuidar el bien de los demás». (EG 178)

Esta exigencia de la comunión en la diversidad contrasta sin embargo con el escándalo de las divisiones y grietas, odios, estrategias totalmente vaciadas de ideales y valores, y posicionamientos sin ninguna responsabilidad ciudadana. Debemos denunciar también la mediocridad, y plantear la necesidad del aporte cristiano y de la gente de recta conciencia que se preocupe por priorizar el bien común por encima del triste escenario del mero posicionamiento de poder que muchas veces se va instalando no solo en ambientes sociales y políticos, sino también en nuestras comunidades eclesiales. Esto será clave para que podamos pensar en una sociedad con esperanza.

Desde este domingo en que celebramos la Trinidad, Dios Uno y Trino que es Amor, tenemos que plantearnos con seriedad la convivencia eclesial y social para que el diálogo que nos ayuda a hacer propuestas superadoras de las clásicas coyunturas y el respeto a la dignidad humana sean claves del futuro en nuestra Patria.

Les envío un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo! Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas

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