No prendas la luz
Por Lisa Abend, New York Times. La oscuridad tiene mala reputación. Algunos niños sienten miedo cuando se quedan solos en una habitación, rodeados de sombras. Los amigos de lo ajeno suelen escudarse bajo su protección para llevar a cabo fechorías. Y, solo por dar un ejemplo más, la penumbra también es aliada de todo tipo de accidentes.
Pero pasan muchas cosas buenas cuando las luces están apagadas.
La oscuridad es tan necesaria como la luz del día, y cada vez escasea más: el 83 por ciento de la población mundial no tiene acceso a un cielo bien oscuro por culpa de la luz eléctrica de las ciudades, según un estudio de 2016.
El zoólogo Johan Eklöf empezó a plantearse la desaparición de la oscuridad en nuestro luminoso mundo cuando se encontraba contando murciélagos en el sur de Suecia, en 2015. Los terrenos circundantes estaban a oscuras, como habían estado décadas atrás, cuando su asesor académico había contabilizado las poblaciones de murciélagos en las iglesias de la región. Sin embargo, en los años transcurridos desde entonces, esas iglesias (cuyos campanarios son muy apreciados por los mamíferos alados) se habían iluminado con focos.
“Empecé a pensar: ¿cómo reaccionan los murciélagos ante esto?”, explicó Eklöf.
La respuesta es breve: no muy bien. Junto con su asesor, Jens Rydell, inició un nuevo censo de murciélagos y descubrió que en 30 años (el periodo de vida promedio de un murciélago) había desaparecido la mitad de las colonias de la zona.
Esa investigación llevó a Eklöf a estudiar cómo afectaba la iluminación artificial a otras especies, incluidas las responsables de la instalación de focos en los patios de las iglesias. El libro derivado de esa investigación, The Darkness Manifesto (El manifiesto de la oscuridad), publicado en inglés por Scribner el 14 de febrero, es una exploración amplia de la problemática relación de la humanidad con la oscuridad y los efectos perjudiciales de nuestro afán por combatirla.
Los astrónomos empezaron a usar el término “contaminación lumínica” en la década de 1960 y en la actualidad se refiere sobre todo al resplandor persistente que emana de las ciudades al anochecer, que no permite ver las estrellas y tiñe el cielo nocturno de un gris anaranjado. En 2016, el 80 por ciento de la población mundial (y el 99 por ciento de la población de Estados Unidos y Europa) vivía bajo cielos contaminados por la luz.
Un estudio publicado este año en la revista Science reveló que, entre 2011 y 2022, la contaminación lumínica en la Tierra aumentó un 9,6 por ciento anual. “De verdad impactó mi fe”, señaló Christopher Kyba, investigador del Centro Alemán de Investigación en Geociencias y autor principal del estudio, sobre los drásticos resultados. “Yo había sido bastante optimista y creía que con las nuevas tecnologías las cosas iban a mejorar, porque las luces están mejor diseñadas, pero en vez de eso vemos que la mayoría de los países son cada vez más luminosos”.
En la actualidad, una tercera parte de la población mundial no puede ver la Vía Láctea, ni siquiera en las noches más despejadas, pero el impacto de toda esa luz va mucho más allá de impedir la observación de las estrellas. Como explica The Darkness Manifesto con detalles fascinantes, aunque aterradores, todos los organismos vivos se rigen por ritmos circadianos sensibles a la luz que, si se trastornan, pueden desencadenar efectos que van desde una alteración del sentido de la orientación (pobre del escarabajo pelotero que, incapaz de ver las estrellas que le ayudan a trasladarse, no puede llevarse a casa su nutritiva bola de excremento) hasta ejecuciones en masa (como le sucedió al enjambre de saltamontes que, atraídos por el rayo que dispara el casino Luxor, descendieron sobre Las Vegas en 2019 y acabaron como el confeti inerte que atesta el Strip de Las Vegas).
Como puede atestiguar cualquiera que haya observado a las polillas dar vueltas sin cesar alrededor de la luz del porche, los focos artificiales pueden ser fatales para los insectos.
“Muchos mueren antes del amanecer, a veces de puro agotamiento”, escribió Eklöf. Incluso los que sobreviven “no han alcanzado sus objetivos nocturnos. No han conseguido su néctar (y transportado el polen de las plantas), no han encontrado pareja y no han puesto huevos”.
Pero esto no solo afecta a los insectos. Las tortugas marinas recién nacidas se dirigen hacia tierra, hacia el resplandor de la ciudad, en vez de hacia el mar iluminado por la luna. Engañados por la iluminación exterior, los árboles urbanos permanecen verdes más tiempo que sus homólogos rurales. En una isla australiana, la luz era tan perturbadora que los walabíes, cuya gestación se desencadena por lo general con el solsticio de verano, terminaron pariendo tan tarde que se les acabó la comida. Incluso el coral —que en Australia se reproduce normalmente una vez al año, cuando la luna llena de diciembre le induce a liberar una “tormenta de nieve” de células sexuales masculinas y femeninas— se está confundiendo: desorientado por la luz artificial, la liberación de gametos ya no está sincronizada, lo que disminuye la reproducción y contribuye, según se cree, a la decoloración del coral.
Cuando Eklöf, quien también dirige una consultoría que incluye el asesoramiento a empresas y gobiernos sobre cómo minimizar su huella de contaminación lumínica, empezó a investigar para The Darkness Manifesto, aún no se habían estudiado a fondo los diversos impactos de la contaminación lumínica. El libro se publicó en Suecia en 2020 y, en los últimos dos años, el tema ha explotado, explicó. “Y con cada especie estudiada, se descubre que la luz tiene ciertos efectos”, dijo. “Además, todas están interrelacionadas, por lo que amenaza a todo el sistema”.
Ese sistema nos incluye a nosotros. The Darkness Manifesto registra cómo la contaminación lumínica ha aumentado el insomnio, la depresión e incluso la obesidad: la leptina, la hormona que controla el apetito, trabaja en conjunto con la melatonina, la hormona sensible a la luz que nos induce al sueño, pero a Eklöf también le interesan las repercusiones que no están estrictamente relacionadas con la salud.
“Perder la conexión con el cielo nocturno y las estrellas es perder nuestra conexión con la naturaleza, pero también es perder nuestra historia”, afirmó. “El cielo nocturno ha sido el mismo durante miles de millones de años y lo que vemos ahora es el mismo cielo que miraban nuestros antepasados y sobre el que creaban historias”.
Muchas de esas historias eran sobre los terrores que la oscuridad producía en los humanos, que, a diferencia de aproximadamente dos tercios de los mamíferos, no son nocturnos. El miedo sigue motivándonos a disipar la oscuridad, aunque estemos, en su mayor parte, muy lejos de los demonios y monstruos que poblaban las noches de nuestros ancestros.
“Las personas suelen decir que necesitan la luz para sentirse más seguras”, aseveró Eklöf, “aunque todos estos estudios demuestran que la delincuencia no tiene nada que ver con una ciudad luminosa u oscura”.
Kiba, del estudio publicado en Science, concuerda en parte con esta explicación. “Es muy fácil decir: ‘Quieren que todo oscurezca. Mira qué locura es eso’”, dijo de las iniciativas para reducir la contaminación lumínica. “Pero reducir la contaminación lumínica debería ofrecerle algo a todos. Desde un punto de vista fiscal tiene sentido, desde un punto de vista ambiental, tiene sentido, e incluso si te preocupa el tema del acceso y la movilidad para las mujeres, hacer un mejor trabajo al armonizar la iluminación urbana va a mejorar la visión de todos”.
Y además, añade Kyba, está el hecho de que en cualquier ciudad hay grandes cantidades de personas –dueños de viviendas, de negocios, funcionarios locales— que toman decisiones, a menudo mal informadas, sobre la iluminación exterior. “No puedes esperar que 400.000 personas sean todas expertas en luz y elijan un diseño eficaz”, dijo.
Sin embargo, entre las principales crisis que enfrenta hoy el planeta –el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, las pandemias— la contaminación que casa la luz artificial tiene una solución relativamente fácil: simplemente puedes apagar la luz. Como señala Eklöf, ni siquiera hay que hacerlo por completo. La luz puede usarse solo cuando es necesaria. “Si no hay gente en el parque, no hace falta iluminarlo”, dijo. También pueden ayudar los sensores de movimiento, los temporizadores y los focos rojos o amarillos, cuya luz imita más la de las estrellas por la noche que la luz blanca brillante.
En algunos lugares ya se están tomando medidas. Francia adoptó una política nacional que impone toques de queda a la iluminación exterior y limita drásticamente la cantidad de luz que puede proyectarse hacia el cielo. Flagstaff (Arizona) regula la dirección de los haces de luz exteriores y limita el número de luces en un lugar determinado. En todo el mundo, algunos países, sobre todo los que tienen regiones menos contaminadas por las luces de las ciudades, están adoptando el “turismo de cielo oscuro”, que engloba actividades como paseos para observar las estrellas o excursiones para ver la aurora boreal.
Irlanda, que cuenta con parques de cielo oscuro e incluso con un festival de cielo oscuro en el condado de Mayo, se está poniendo a la vanguardia de este tipo de turismo. “Si piensas en un mapa de Europa, no hay nada entre nosotros y Canadá”, dice Brian Espey, presidente de Dark Sky Irlanda. “Tenemos estas orillitas de zonas de cielo oscuro que están protegidas y que podemos presentar como parte de un destino, algo que tal vez se asocia al ecoturismo, pero también que es único de la zona”.
El mismo Eklöf ha ampliado su consultoría para incluir asesoría sobre cómo reducir la contaminación lumínica. El verano pasado, trabajó con un municipio sueco para diseñar un sistema de iluminación para senderos boscosos que resulten más amigables para la fauna. Emplearon luces rojas, dijo, y encontraron la misma cantidad de especies sensibles a la luz antes y después de instalarlas. “Es un buen indicador de que este podría ser un camino a seguir”.
Eklöf espera que su libro, que culmina en un auténtico manifiesto, inspire a los lectores a aceptar la oscuridad de la noche con mayor plenitud. Parte de su investigación se centra en el avistamiento de los murciélagos (que, cabe aclarar, no son ciegos en realidad). Ese trabajo lo ha llevado a pasar muchas noches al aire libre. “Me gusta la oscuridad y buscar murciélagos en el crepúsculo”, dijo. “Es un poco relajante”.
Relajante y, en ocasiones, emocionante. La otra noche, Eklöf sacó a su hija adolescente para que viera cómo un cometa surcaba los cielos. “Tiene 14 años, así que no le interesa nada”, dijo riendo. “Pero eso le pareció fascinante. Hay algo en la sensación de ser pequeño bajo el cielo nocturno que nos fascina a todos”.