GAZA CITY, GAZA - JULY 24: A charity organization distributed food to Palestinians facing severe difficulties accessing basic necessities due to Israel's ongoing blockade and military operations in the Gaza Strip on July 24, 2025. Crowds gathered during the distribution in Gaza City, highlighting the growing humanitarian crisis in the enclave. (Photo by Ali Jadallah/Anadolu via Getty Images)

¿Quiénes seremos después de Gaza?

Así como el Holocausto definió el siglo XX, el exterminio de los palestinos quizás sea el hecho inaugural de una nueva –y terrible– era histórica.

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Escribe Linda Kinstler. (Este artículo fue publicado originalmente en junio, en The Ideas Letter, un proyecto de la Open Society Foundations) El 8 de octubre, Israel y Hamás anunciaron un acuerdo para iniciar el proceso de paz, con la liberación de rehenes y prisioneros de ambos lados. Según las estimaciones más recientes, más de 65 mil personas murieron en la Franja de Gaza.

En marzo de 1988, el historiador israelí Yehuda Elkana, sobreviviente de Auschwitz, publicó un artículo en el periódico Haaretz sobre “la necesidad de olvidar”. En el texto, decía que, aunque conversaba frecuentemente sobre el Holocausto con sus cuatro hijos, contándoles lo que había vivido en el campo de concentración, se negaba a acompañarlos en visitas a Yad Vashem, el museo del Holocausto en Jerusalén. Decía también que se resistió a presenciar, en 1961, el juicio de Adolf Eichmann, militar nazi que organizó la matanza, y se opuso al juicio de John Demjanjuk, que había sido guardia en el campo de exterminio de Sobibor. Había un motivo para ello: Elkana creía que la memoria del Holocausto había sido cooptada para fines destructivos; que estaba siendo utilizada maliciosamente para insuflar el odio y la violencia contra el pueblo palestino.

Al publicar el artículo en aquel momento –en medio de la Primera Intifada, poco después de que salieran a la luz imágenes de soldados israelíes golpeando a palestinos indefensos–, el historiador quizás tenía la esperanza de que aún había tiempo para que Israel cambiara de rumbo. Argumentó que, “si el Holocausto no hubiera penetrado tan profundamente en la conciencia nacional”, el conflicto entre judíos y palestinos no habría generado tantos actos de terrorismo y violencia. Conjeturó que el proceso de paz en la región quizás no se habría estancado. Para Elkana, en 1988, había llegado finalmente el momento de que el pueblo judío abandonara la idea de que “el mundo entero está contra nosotros, y somos eternas víctimas”.

Aunque el resto del mundo podía, por supuesto, seguir rememorando y discutiendo el Holocausto, los israelíes necesitaban olvidar: “Hoy no veo una tarea política y educativa más importante para los líderes de esta nación que posicionarse del lado de la vida, dedicarse a la creación de nuestro futuro, y no ocuparse, de la mañana a la noche, con símbolos, ceremonias y lecciones del Holocausto”. La democracia, advirtió Elkana, fallecido en 2012, está en riesgo cuando “la memoria de los muertos participa activamente en el proceso democrático” –cuando la política se convierte en un camino hacia una venganza interminable.

El artículo fue un intento de impedir que su país continuara siguiendo un camino de violencia injustificable, alimentada por un dolor y un pánico existenciales. En los últimos 37 años, el mensaje del historiador ha sido recordado ocasionalmente, junto con otros llamamientos a la reconfiguración de la memoria del Holocausto. De cierta forma, él estaba adelantado a su tiempo, pero también atrasado –quizás ya veía en el horizonte los contornos de la época actual, o quizás no se atrevía a imaginar hasta qué punto las cosas aún iban a empeorar.

El escritor y crítico indio Pankaj Mishra dice que el mensaje de Elkana llegó demasiado tarde. Las negociaciones de paz entre Israel y Palestina se interrumpieron poco después de la publicación del artículo, y la extrema derecha israelí pasó a describir ese proceso diplomático como un “prólogo para la aniquilación judía”, sugiriendo un otro Holocausto inminente. Con su nuevo libro, The World After Gaza: A History –un impresionante análisis del tiempo presente, aún sin traducción al español–, Mishra se une al pequeño pero creciente grupo de intelectuales que, como Elkana, buscan rescatar las lecciones liberales y humanistas del Holocausto para impedir que den pie a impulsos vengativos. Si el colapso moral representado por el Holocausto marcó el inicio de una nueva era histórica, la destrucción de Gaza, ahora, inauguró otra.

En la visión de Mishra, la aniquilación de los palestinos expuso la hipocresía moral de Occidente para una nueva generación de personas que, comprensiblemente, no se satisfacen con los eufemismos y las explicaciones cínicas para la matanza. La guerra de Gaza, según el escritor, marca “una ruptura final en la historia moral del mundo”, el fin de una era “en la que el Holocausto era una referencia universal para un colapso calamitoso de la moralidad humana”.

La misma convicción de que entramos en una nueva y aterradora era impregna Being Jewish After the Destruction of Gaza: A Reckoning (“Ser judío después de la destrucción de Gaza: Un ajuste de cuentas”, en traducción libre), nuevo libro de Peter Beinart, el más prominente intelectual de la izquierda judía en Estados Unidos. El título anticipa la principal tesis del autor: después de la devastación de Gaza, la experiencia de ser judío fue transformada, porque pasó a ser inseparable de la violencia perpetrada por el Estado israelí. Beinart dice tener la esperanza de que “un día veremos la aniquilación de Gaza como un punto de inflexión en la historia judía” (está implícito, aunque no dicho, que ese acontecimiento ya marca un punto de inflexión en la historia palestina). Después de ese momento, los judíos no pueden alegar más ser “las víctimas permanentes de la historia”.

Los dos libros fueron escritos en estilos diferentes, para públicos diferentes –la prosa de Beinart está llena de referencias bíblicas y se dirige a lectores judíos, mientras que el texto de Mishra ofrece una introducción al sionismo para quien no está familiarizado con el asunto. Los dos autores, sin embargo, asumen la misma tarea: enfrentar una visión de la historia judía que gira en torno al Holocausto. Mishra y Beinart exhortan a sus lectores a reflexionar sobre cómo esa historia será inevitablemente transformada después de Gaza y cómo podemos construir un futuro verdaderamente libre.

Los dos sitúan a Gaza como el nuevo “marco fundador” (foundational past) de nuestro tiempo, para usar una expresión de Alon Confino, historiador cultural israelí. En Occidente, el Holocausto fue, de cierta forma, el marco fundador del siglo XX; antes de eso, había sido la Revolución Francesa. Estos eventos definieron sus épocas porque, según Confino, encarnaron “un novum histórico que sirve como una regla moral e histórica, como una medida de lo que es ser humano”. Representaron, respectivamente, el auge de la aspiración humana y el grado de su depravación. Ahora, Mishra y Beinart argumentan que la devastación de Gaza llevó a la humanidad a un nuevo escalón de degradación. La violencia israelí, observa Beinart, equivalía en cierto momento a que una sala de clases entera de niños palestinos fuera asesinada todos los días. Los efectos históricos y geopolíticos de esa catástrofe, según él, serán fundamentalmente diferentes de todo lo que los antecedió.

Pero ¿y si los dos autores están equivocados? ¿Y si el mundo post-Gaza no es tan diferente del que estamos acostumbrados? ¿Y si las condiciones de ese mundo no son definidas por Gaza, sino por algún otro cataclismo que aún está por venir? ¿Y si este momento no señala un punto de inflexión, un nuevo despertar moral, sino solo un pequeño punto histórico en un mundo de devastaciones cada vez peores? Esa posibilidad, real e inquietante, es la más aterrorizante que los dos libros obligan a los lectores a considerar.

Tanto Mishra como Beinart narran sus propias historias de desilusión con Israel. El primero relata que, al crecer en India en los años 70, “sentía afinidad” por la historia y la literatura judías e incluso tenía una foto del general israelí Moshe Dayan en la pared de su cuarto. En aquella época, y aún hoy, nacionalistas hindúes admiraban a los sionistas por haber “ganado la carrera y haberse convertido en una nación musculosa”. Aunque al principio no sabía “casi nada” sobre la Segunda Guerra, Mishra veía a Israel “como una redención para las víctimas del Holocausto, y una garantía inquebrantable contra su repetición”. Al entrar en contacto con algunos estudiantes palestinos, sin embargo, el escritor percibió que las cosas quizás no eran así. Cambió de opinión definitivamente cuando visitó Israel y Cisjordania en 2008, constatando, in loco, la opresión a los palestinos. Mishra dice que, en aquel momento, “se sintió ineludiblemente implicado en el sufrimiento” del pueblo palestino.

Ya la desilusión vivida por Beinart comenzó en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, de donde proviene su familia. Él dice que, al visitar el país en la infancia y la adolescencia, conoció la injusticia racial del Apartheid y oyó que aquello era “necesario” para garantizar la seguridad de los blancos. “Cuando llegué a la edad adulta, esa historia se desmoronó”, escribe. “El ejército, que tanto había asustado a los blancos, se dispersó tan pronto como los sudafricanos negros pudieron expresarse a través de sus votos, en lugar de las armas”. Para Beinart, conceder a las personas el derecho al voto –derecho que es negado a los palestinos en las elecciones israelíes– es uno de los mejores caminos para la paz. El fin del Apartheid, en su visión, es un precedente esperanzador para el futuro de Israel y Palestina: en Sudáfrica, al fin y al cabo, los mitos de excepcionalismo usados para justificar la supremacía blanca se derrumbaron bajo el peso de sus propias mentiras. Beinart dice creer en un mundo en el cual los palestinos desplazados durante y después de 1948 puedan volver a sus casas, y en que los israelíes desplazados después del 7 de octubre puedan hacer lo mismo. No se arriesga a sugerir lo que debería hacerse en caso de que esas “casas” sean, en realidad, la misma.

Aunque los dos libros intentan situar a sus lectores en el mundo aterrador “post-Gaza”, queda la impresión de que su público, en realidad, son los lectores de un futuro cercano –aquellos que mirarán hacia atrás y verán en esos textos una evidencia de que alguien al menos dijo algo, de que las personas se manifestaron contra la eliminación de las vidas y las tierras palestinas, y algunas hasta se atrevieron a imaginar un futuro alternativo. (En su libro más reciente, One day, everyone will have always been against this –“Algún día, todo el mundo habrá estado siempre en contra de esto”–, el novelista canadiense-egipcio Omar El Akkad se dirige explícitamente a esos lectores. Su título es un intento de anular, por anticipación, cualquier omisión moral que aún esté por venir).

Mishra pide a sus lectores que miren “más allá de la encarnación actual de Israel” y examinen “la condición de impotencia y marginalidad que el sionismo originalmente buscaba corregir –una condición más común en las historias de Asia y África que en la de Europa y América del Norte, y aún dolorosamente no resuelta”. Hay esperanza para el mundo post-Gaza, dice Mishra, porque aún existen personas lo suficientemente valientes para manifestarse contra la violencia israelí y la complicidad de Occidente. Beinart, por su parte, sugiere que una vertiente más antigua del “sionismo cultural” –que valoraba la vida y la cultura judías, pero rechazaba la idea de un Estado judío– podría ser rescatada como alternativa a las formas más nacionalistas y militarizadas del sionismo.

Ninguna de estas obras tiene propuestas satisfactorias sobre cómo llegar a un mundo justo post-Gaza, pero ese no es su objetivo. En su lugar, anuncian la llegada de una nueva era, en la que el Holocausto ya no es el agujero negro moral alrededor del cual gira el mundo. Otros pensadores han expresado recientemente esta misma visión, pidiendo una reevaluación de la memoria del Holocausto después del 7 de octubre de 2023. “El ambiguo privilegio de ser un sufriente ejemplar […] se pierde cuando los papeles de verdugo y víctima son, en el mejor de los casos, confundidos, y en el peor, invertidos”, escribió el historiador Martin Jay en un ensayo en el Journal of Genocide Research a principios de este año. “La triste verdad es que, por varias generaciones futuras, la expresión ‘nunca más’ será usada para referirse tanto a la limpieza étnica de Israel en Cisjordania y a su guerra en Gaza como al Holocausto”.

Marianne Hirsch, cuya obra pionera sobre la “posmemoria” definió toda una generación de estudios sobre el Holocausto, cuestionó las implicaciones de su propia investigación en un ensayo en la revista online Public Books, el año pasado. “¿Acaso las estructuras de recuerdo que nuestro trabajo destacó también alimentaron el miedo existencial del retorno del Holocausto, tal como estamos presenciando ahora?”, pregunta, en tono autocrítico. Aquellos que hoy tocan la alarma del antisemitismo en los campus universitarios llegaron a la edad adulta “justamente cuando los estudios sobre el Holocausto y el trauma se estaban desarrollando”, afirmó. “¿De qué forma este pánico actual remite a la memoria marcada por el trauma que algunos de nosotros, en el área, quizás hayamos estimulado?”

Tanto Mishra como Beinart defienden el fin de esa memoria marcada por el trauma del Holocausto. Es interesante notar que Beinart apenas menciona el Holocausto en su libro –una de las pocas veces en que lo hace es para enfatizar que ese acontecimiento no debe ser comparado con el 7 de octubre, porque hoy los judíos tienen “supremacía legal” sobre sus agresores. Con notable moderación, Beinart protege la memoria del Holocausto de nuevas distorsiones y manipulaciones, y propone acabar con la “evasión moral” y la “falsa inocencia” de la vida judía moderna, que intenta siempre “camuflar la dominación como autodefensa”.

Sionistas pioneros como Dayan, Zeev Jabotinsky –fundador del movimiento juvenil Betar– y Hans Kohn eran más sinceros en cuanto a la naturaleza de los proyectos que defendían, definiendo la violencia de los palestinos como una forma de revuelta anticolonial. (Jabotinsky se refirió explícitamente a los israelíes como “colonizadores” y a los palestinos como “nativos”). En 1902, Theodor Herzl, fundador del sionismo político moderno, escribió en una carta al político británico Cecil Rhodes que el sionismo era “algo colonial”.

“Es difícil hablar con tanta franqueza hoy en día”, dice Beinart. De hecho, se está volviendo muy difícil hablar cualquier cosa.

¿Cómo será el mundo post-Gaza? ¿Y seremos capaces de reconocerlo cuando llegue, si es que llega? Por los testimonios, fotografías e imágenes de satélite que llegaron a nuestras pantallas hasta ahora, tenemos solo una noción mínima de lo que sucedió: paisajes áridos, casas bombardeadas, cuerpos bajo escombros, miles de desaparecidos. Thomas Friedman, columnista del New York Times, afirmó que, el día en que la guerra en Gaza realmente termine, los periodistas irán hasta allí y podrán, por fin, exponer al mundo los horrores sufridos por los palestinos: “Y cuando eso ocurra, será un día muy malo para Israel, y un día muy malo para los judíos de todo el mundo, porque las escenas serán horribles”.

Pero las escenas ya son tan horribles y abundantes (recién nacidos sin comida ni medicinas, padres abrazados a los cuerpos ensacados de sus hijos, los famélicos, los no enterrados, los vivos que saben que pronto podrán morir) que ninguna otra prueba debería ser necesaria. ¿Solo ahora, pasado tanto tiempo desde el inicio de la guerra, con decenas de miles de muertos, los aliados fieles de Israel concluyeron que es hora de actuar? Si este es el punto a partir del cual la comunidad internacional comienza a tomar una actitud, estamos en apuros. La respuesta que se esbozó hasta ahora es demasiado tímida ante la gravedad de los hechos.

Al afirmar con convicción que el mundo post-Gaza será fundamentalmente diferente del que conocemos, Mishra y Beinart transmiten una tenue esperanza. Mishra pregunta si algún día podremos liberarnos de las “narrativas históricas maniqueas” que hace tanto tiempo nos aprisionan y abandonar “la extraña búsqueda de la inocencia” –aunque, al formular esas ideas solo como preguntas, él parece un tanto escéptico en cuanto a la posibilidad real de que eso suceda. Beinart, por su parte, reafirma su creencia de que el cambio vendrá para los palestinos así como vino para los negros de Sudáfrica.

Queremos creer que ellos tienen razón –que un día miraremos a este tiempo presente y lo veremos como el marco de un cambio histórico decisivo e incontestable, un momento en que la masacre de los inocentes motivó grandes cambios legales y políticos. Pero, aunque hay algunas señales de que eso pueda suceder –algunos juristas, por ejemplo, han defendido que el sistema legal sea reconstruido desde cero–, hay muchos más indicios apuntando en la dirección contraria. El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, aún no ha sido disuadido de la idea de destruir, vaciar y reurbanizar la Franja de Gaza. Como escribió el abogado israelí de derechos humanos Michael Sfard, en un artículo en Haaretz, nos estamos “quedando sin palabras” para describir las atrocidades contra los palestinos. El hambre, las deportaciones y los asesinatos en masa son actos flagrantemente ilegales, que violan leyes nacionales e internacionales. Sin embargo, continúan ocurriendo, impulsados por la sed de poder y la creencia en la victimización y el excepcionalismo judío.

Nadie escuchó el llamamiento de Yehuda Elkana en 1988. Como era de esperar, el historiador fue duramente criticado por cuestionar la centralidad del Holocausto en la vida israelí. Aun previendo esa reacción, él consideró importante defender el olvido, cuestionar si la memoria histórica puede algún día ser una fuerza liberadora e intentar crear las condiciones para imaginar un futuro diferente. Aún no sabemos cómo será el mundo post-Gaza, ni si lo reconoceremos de esa forma. Pero, como nos recuerdan Mishra y Beinart, aún podemos aceptar el desafío de Elkana y “posicionarnos al lado de la vida”.

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