El colapso no se resuelve: se atraviesa, se asume, se transforma
El cambio climático no es un problema ambiental. Ni siquiera es un problema. Es la consecuencia directa de un modo de vida que ya no puede sostenerse. Sin embargo, todo el aparato institucional —educación, política, medios, economía— insiste en tratarlo como si fuera una anomalía técnica, una ecuación mal resuelta que necesita ajustes. Como si bastara con electrificar la flota de autos y firmar acuerdos que nadie cumple.
Flavia Broffoni lo dice con claridad: “El colapso de nuestra civilización es inevitable. Y yo sé que decir esto genera rechazo, pero el punto es ganar tiempo para aprender a colapsar mejor”. Ese rechazo no es azaroso. Es estructural. Forma parte de la cultura fósil que nos enseñó a pensar el mundo como algo externo, a resolver problemas sin revisar quiénes los están produciendo ni desde dónde los estamos mirando.
El problema es cómo pensamos los problemas
La educación moderna nos entrenó para diagnosticar, modelar y resolver. Aprendemos a separar sujeto y objeto, naturaleza y cultura, conocimiento y experiencia. El resultado: vemos el cambio climático como algo “afuera”, algo que “le pasa” al planeta, y que si actuamos rápido, con innovación suficiente, podríamos “solucionar”.
Pero el cambio climático no se resuelve. No hay solución técnica a una crisis civilizatoria. Porque no se trata de reducir emisiones en abstracto, sino de reconfigurar el modo en que habitamos el mundo. Y eso no se aprende con contenidos curriculares ni simuladores. Se aprende reaprendiendo a estar en la Tierra.
Autores como Gregory Bateson, Edgar Morin o Paulo Freire ya advertían que el error no está solo en lo que sabemos, sino en cómo fuimos formados para conocer. Cuando tratamos al clima como un ítem de agenda o un KPI ambiental, seguimos operando desde la misma lógica instrumental que generó la crisis. Hacemos de cuenta que “tomar conciencia” es suficiente, pero sin tocar lo que comemos, lo que consumimos, lo que soñamos, lo que deseamos.
Flavia Broffoni lo enuncia sin rodeos: “La economía capitalista está completamente disociada de las posibilidades geofísicas de la Tierra. El crecimiento infinito no resiste ninguna racionalidad termodinámica”. La escuela, como prolongación cultural de esa economía, tampoco enseña a vivir dentro de límites. Enseña a competir, a producir, a crecer. Incluso cuando habla de sustentabilidad.
Tipping points y punto ciego educativo
Mientras tanto, el sistema terrestre se acerca —o ya cruzó— varios umbrales de no retorno: deshielo del Ártico, colapso del Amazonas, liberación de metano en el permafrost, debilitamiento de las corrientes oceánicas. Ninguno de estos fenómenos funciona como una “catástrofe” cinematográfica. Son procesos acumulativos, lentos, pero irreversibles. No se notan hasta que es tarde. Y no se revierten por decreto.
La gravedad no radica solo en el impacto físico. El verdadero riesgo es que nuestra cultura no tiene herramientas simbólicas para reconocer el umbral. Los llamamos “problemas climáticos”, cuando en realidad son límites biofísicos a un modelo de vida que ya no encaja en el planeta.
La educación, al no integrar cuerpo, territorio, deseo y afectividad, deja al sujeto sin capacidad de procesar esa transición. Sabemos sobre el clima, pero no nos sabemos parte del clima. Por eso seguimos scrolleando informes del IPCC sin cambiar nada en la práctica.
De la anestesia institucional a la acción regenerativa
Las instituciones no están hechas para prevenir colapsos. Están diseñadas para estabilizar el orden vigente. Por eso las cumbres climáticas no producen resultados. Porque no buscan interrumpir el modelo, sino adaptarlo sin tocar sus bases. Broffoni lo sintetiza bien: “la política no logró acompañar el diagnóstico empírico. Lo que hacen es sostener la ilusión de que alguien se está ocupando del problema”.
Ante esa inercia, Flavia propone desobediencia civil no violenta, asambleas ciudadanas, y sobre todo, asumir el colapso como condición de posibilidad para otro tipo de política. No se trata de caer en el nihilismo, sino de dejar de fingir que todo puede seguir igual con un poco más de eficiencia energética y educación ambiental.
El verdadero cambio no empieza en una ley ni en un programa de gobierno. Empieza cuando dejamos de pensar en “soluciones” y empezamos a transformar la relación que tenemos con lo vivo, con el otro, con el tiempo, con nosotros mismos.
Educación para el colapso: otra pedagogía
¿Qué tipo de educación podría estar a la altura del momento histórico que habitamos?
Una que no enseñe solo “sobre” el cambio climático, sino que enseñe desde dentro de él. Una que no divida teoría y práctica, ni mente y territorio. Una que ayude a leer el mundo como un sistema vivo, no como un conjunto de variables.
Una educación que no se limite a informar, sino que habilite procesos de reconfiguración interior. Porque la crisis climática no se reduce, se integra. Y eso requiere formar sujetos capaces de resistir el cinismo, de sostener el duelo, de imaginar sin garantías, de vivir con menos sin perder lo esencial.
No necesitamos más “conciencia ambiental” como contenido. Necesitamos una subjetividad ecológica: una forma de estar en el mundo que no se base en el control, sino en el cuidado. Que no acumule respuestas, sino que cultive relaciones.
La salida no está en una nueva tecnología, ni en una reforma curricular. Está en abandonar la lógica de resolver lo irresoluble, y en empezar a habitar el colapso como una posibilidad de transformación colectiva.

