Por Tamara Taraciuk Broner / AQ – La seguridad se puede mejorar sin comprometer los derechos. Miren a Bogotá, São Paulo y Guatemala.
Es difícil hablar de seguridad pública en América Latina hoy sin hablar de El Salvador y de su presidente, Nayib Bukele. En una región donde la preocupación por la delincuencia es alta y los grupos del crimen organizado están expandiendo su alcance en muchos lugares, El Salvador se destaca. Bajo el mandato de Bukele, las tasas de homicidios y extorsiones del país se han desplomado, y barrios enteros, antes dominados por pandillas armadas, ahora son seguros para que los residentes caminen.
Pero esos resultados han tenido un costo aterrador: decenas de miles de personas encarceladas sin el debido proceso, un estado de emergencia constantemente extendido y una aguda concentración de poder debido a controles y equilibrios inexistentes. Pocos se detienen a preguntarse si los avances contra el crimen son sostenibles, o a calcular los costos para la democracia y las libertades civiles. Y El Salvador no es el único caso que sugiere que, al vivir con miedo, los ciudadanos latinoamericanos están cada vez más dispuestos a sacrificar derechos a cambio de seguridad. El porcentaje de personas en nuestra región dispuestas a aceptar un gobierno no democrático si resuelve sus problemas aumentó de 46% en 2016 a 51% en 2023, según Latinobarómetro.
A medida que los políticos de la región hacen dudosas promesas de llevar políticas de mano dura al estilo de Bukele a sus países de origen, vale la pena preguntarse: ¿existe una alternativa viable para América Latina hoy? ¿Se puede mejorar la seguridad pública sin que suponga un costo masivo para los derechos individuales?
La respuesta es un sí tentativo. Ningún modelo es perfecto ni se puede replicar automáticamente, pero en Guatemala, São Paulo (Brasil) y Bogotá (Colombia), una combinación de investigación y sanción eficaces con políticas sociales destinadas a la inclusión social ha dado resultados tangibles sin comprometer el estado de derecho. Vale la pena mirar estos ejemplos para ver cómo se lograron los resultados.
Avances de Guatemala
Guatemala fue uno de los países más violentos de la región a principios de la década de 2010, pero desde entonces ha visto una reducción progresiva de la violencia letal. Mientras que en 2009 la tasa de homicidios fue de 45,6 por cada 100.000 habitantes, en 2023 alcanzó un mínimo histórico de 16,7, aunque persisten muchos problemas, como la violencia contra las mujeres y el narcotráfico.
El país logró esto a través del fortalecimiento institucional, el aumento de la capacitación y el equipamiento, y la sustitución del enfoque caso por caso de los fiscales por investigaciones dirigidas a las estructuras criminales. Paralelamente, el gobierno implementó un programa social llamado “escuelas abiertas”, que extendió el horario extraescolar y permitió a los jóvenes pasar tiempo en un entorno seguro, limitando su exposición a las organizaciones criminales.
La fiscalía y la policía guatemaltecas continuaron investigando los homicidios de manera estratégica a pesar de la división política del país, el desmantelamiento de la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI) y la persecución de funcionarios de justicia que investigaban delitos políticamente sensibles, muchos de los cuales fueron procesados u obligados a exiliarse.
El caso de São Paulo
São Paulo, la ciudad más grande de América del Sur, alcanzó un máximo de 52,2 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2000. Esa tasa bajó a 6,1 en 2018 y se ha mantenido estable a lo largo del tiempo, siendo la tasa de 2023 de 7,8. La mayoría de los cambios en las políticas públicas para mejorar la seguridad y reducir los homicidios comenzaron en 1995 y continuaron a lo largo de dos gobiernos sucesivos del Partido de la Social Democracia (PSD) de Brasil.
Un factor clave fue que el departamento de policía civil responsable de investigar los homicidios en los que se desconocía quién era el autor. En 2001, un plan para investigar los homicidios cometidos por reincidentes hizo que el número de asesinos encarcelados se multiplicara por siete, y las tasas de resolución de casos alcanzaron el 65% en 2005, mientras que la unidad responsable de asesinatos en masa y homicidios múltiples logró una tasa de resolución del 95% en 2003. Las autoridades invirtieron en sistemas de información para rastrear los homicidios. Eso les permitió asignar mejor los recursos y el personal. Con alrededor del 67% de los homicidios cometidos con armas de fuego, otras medidas se centraron en confiscar y destruir estas armas. Vale la pena señalar que, si bien los homicidios disminuyeron, la letalidad policial sigue siendo una preocupación.
Las autoridades también implementaron programas sociales y comunitarios, como el “Joven Aprendiz”, que, a partir de 2000, brindó capacitación a jóvenes de 14 a 17 años de origen vulnerable para prepararlos para el mercado laboral y luego les asignó un trabajo remunerado para aplicar sus habilidades. En 1997 se puso en marcha un modelo de policía comunitaria, en el que los agentes se encomendaban a grupos comunitarios y organizaciones no gubernamentales para diagnosticar y abordar los problemas relacionados con la seguridad.
Trayectoria de Bogotá
En 2022, la ciudad de Bogotá alcanzó una tasa de homicidios de 12,8 homicidios por cada 100.000 habitantes, la más baja desde 1984. (Aunque ese progreso puede estar disminuyendo: en 2023, la tasa de homicidios aumentó un 5,3%).
El modelo “Mockus y Peñalosa”, que lleva el nombre de exalcaldes, implementado entre 1995 y 2003, se centró en programas de concientización sobre el consumo de alcohol y medidas de control de armas de fuego. También incluyó la asistencia social a las poblaciones desplazadas y a los jóvenes consumidores de drogas, así como la rehabilitación de zonas degradadas, siguiendo la “teoría de las ventanas rotas” que indica que los espacios con signos visibles de abandono pueden incitar a conductas delictivas. Las autoridades promulgaron reformas institucionales, supervisando y evaluando la conducta policial e invirtiendo importantes recursos para renovar el equipo de transporte y comunicación de la policía.
Una mejor alternativa para la región
Las políticas implementadas en estas áreas no son perfectas. Por ejemplo, una deficiencia significativa en las estrategias, tanto en São Paulo como en Bogotá, es que no necesariamente se enfocan en delitos perpetrados por el crimen organizado, una preocupación creciente en la región, o con armas de fuego obtenidas ilegalmente.
Pero muestran un camino en la dirección correcta: hacia una política de seguridad eficaz basada en el estado de derecho. Los dos ingredientes cruciales a este respecto son una política eficaz de aplicación de la ley penal con las debidas garantías procesales para investigar y enjuiciar a quienes cometen delitos, junto con una política de prevención social para abordar las condiciones que llevan a las personas, especialmente a los jóvenes, a la delincuencia. Este enfoque combinado debe trascender la polarización basada en la ideología mediante la articulación de políticas punitivas típicamente promovidas por la derecha y políticas sociales generalmente propuestas por la izquierda.
Dada la complejidad de abordar las causas estructurales de la delincuencia, es necesario elaborar políticas de seguridad duraderas, que requieren esencialmente cierto nivel de consenso entre los diversos actores políticos. Debido al alcance transnacional de la delincuencia organizada, la coordinación y la cooperación regionales también son esenciales.
También es vital una política estratégica de comunicación y la sensibilidad hacia las principales preocupaciones de la población. La narrativa es moldeada por quien actúa primero, y actualmente, son los defensores de la mano dura. Una estrategia alternativa debe llegar a públicos más amplios y diversos, especialmente a los jóvenes. Esto requiere emplear nuevos formatos, contenidos, plataformas y un lenguaje diferente, apelando a las emociones en lugar de a los datos duros.
La región necesita un líder democrático dispuesto a asumir este desafío. Quienquiera que tenga éxito será capaz de abordar una preocupación primordial —el derecho de las personas a la seguridad y la obligación del Estado de garantizarla— y contribuir a frenar el retroceso democrático demostrando que, para variar, la democracia puede cumplir.
Tamara Taraciuk Bronerdirectora del Programa de Estado de Derecho Peter D. Bell del Diálogo Interamericano
Javier Milei mantuvo una reunión este sábado con Nayib Bukele, quien acaba de asumir un nuevo periodo como presidente de El Salvador. El mandatario argentino llegó acompañado por la secretaria General de la Presidencia, Karina Milei, quien luego de la ceremonia -en la que estuvo sentado en primera fila- lo acompañó a saludar al salvadoreño.
“Estimado presidente”, saludó Milei a Bukele con un abrazo a quien, además, le expresó el placer de conocerlo en persona. Inmediatamente el mandatario argentino le preguntó: “¿Cómo es esto de ser reelecto?”. “Es necesario porque cuando uno emprende reformas no alcanza el tiempo. Cuando se empiezan a ver los frutos se termina el mandato y se necesita poder administrar los frutos”, respondió el salvadoreño.
El Presidente Javier Milei y la Secretaria General de la Presidencia, Karina Milei, saludan al Presidente de El Salvador, Nayib Bukele, en su segunda investidura. pic.twitter.com/RGnYeWwzKl
— Oficina del Presidente (@OPRArgentina) June 1, 2024
Entre risas el líder de La Libertad Avanza se refirió al caso de Argentina: “Nosotros también la estamos remando pero afortunadamente está funcionando”.
Milei aterrizó esta mañana en el aeropuerto internacional San Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, el principal del país, donde fue recibido con una alfombra roja y el protocolo oficial desplegado para la llegada de distintos mandatarios. Se trata de la primera vez que Milei asiste a la toma de posesión de otro presidente desde que llegó a la Casa Rosada el pasado 10 de diciembre.
El presidente salvadoreño, de 42 años, arrasó en las elecciones del pasado 4 de febrero al obtener el 84,6 por ciento de los votos, lo que se interpretó como un apoyo masivo a su política de represión del crimen organizado, con la captura de más de 76.000 personas acusadas de pertenecer o colaborar con bandas. Gracias a su alta popularidad, el líder de Nuevas Ideas se convirtió en el primer presidente en ser reelegido en El Salvador desde que el país entró en democracia, a pesar de la prohibición constitucional de la reelección inmediata.
“Sí, juro”, respondió Bukele a la juramentación hecha por el líder de la Asamblea Legislativa, Ernesto Castro, quien le impuso la banda presidencial en las instalaciones del centenario Palacio Nacional.
El acto fue privado, sin acceso al público, transmitido en cadena nacional y en el que solo estuvieron presentes el rey de España, Felipe VI; el presidente de la Argentina, Javier Milei; otros mandatarios, la familia y cercanos de Bukele.
Afuera, en la Plaza Capitán General Gerardo Barrios, cientos de personas, entre invitados especiales de diferentes sectores del país e internacionales, simpatizantes de Bukele y del partido oficialista, Nuevas Ideas (NI), esperaban su discurso. Bukele se convierte así en el primer presidente de la etapa democrática de El Salvador en asumir para un segundo período consecutivo, tras décadas de dictadura militar y una guerra civil de 12 años (1980-1992). Diversos actores políticos y sociales de El Salvador han manifestado que no reconocen la legalidad ni legitimidad del segundo mandato de Bukele por ser contrario a la Carta Magna.
También participaron en el acto de investidura la presidenta de Honduras, Xiomara Castro; sus homólogos de Costa Rica, Rodrigo Chaves; de Paraguay, Santiago Peña, y de Ecuador, Daniel Noboa, y el primer ministro de Belice, John Briceño. Además, se hizo presente una comitiva del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos en representación el gobierno de Joe Biden, liderada por Alejandro Mayorkas.
Momentos antes de la investidura, el Congreso de amplía mayoría oficialista dio inicio a una sesión plenaria extraordinaria en las instalaciones del Teatro Nacional para luego trasladarla al Palacio Nacional.
Bukele, próximo a cumplir 43 años y empresario de la publicidad, se impuso en los comicios del 4 de febrero pasado con más del 85 por ciento de los votos válidos a pesar de que la Constitución prohíbe la reelección inmediata.
Su participación en esas elecciones se dio después de que la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, elegida por la legislatura 2021-2024 sin seguir el proceso legal establecido, emitiera un acto en el que cambió el criterio de interpretación de la Constitución.
Con esta resolución, que de acuerdo con expertos no tiene efectos generales y no es de obligatorio cumplimiento por no ser un fallo, Bukele no debía esperar diez años para buscar una reelección.
El último presidente salvadoreño en reelegirse para un segundo período consecutivo fue el dictador y general Maximiliano Hernández Martínez, quien gobernó entre 1931 y 1944, y dejó el poder tras una huelga general.
En medio del caos pandillero, el primer ministro de Haití, Ariel Henry, anunció que dimitirá tras el establecimiento de un consejo presidencial de transición.
Este martes (12/3) ante el bloque político regional de la Comunidad del Caribe, Caricom, el primer ministro de Haití, Ariel Henry, anunció que renunciará al cargo una vez se haya formado un consejo de transición en el país que permita el nombramiento de un premier interino.
“El gobierno que dirijo no puede mantenerse insensible ante esta situación. No hay sacrificio demasiado grande para nuestro país. El gobierno que dirijo se retirará de inmediato tras la instauración del consejo”.
Tomó aquella decisión en medio de una crisis institucional del país al borde del colapso por la violencia de las bandas criminales que controlan Puerto Príncipe.
Bandas fuertemente armadas atacaron el Palacio Nacional e incendiaron parte del Ministerio del Interior y estaciones de policía con bombas molotov. También asaltaron puertos y prisiones. Más de 4.000 presos se fugaron en esos asaltos.
Durante el fin de semana la violencia aumentó tanto que provocó el cierre de sus principales aeropuertos internacionales. Henry ahora está varado en Puerto Rico. Hace una semana llegó a allí tras un vuelo proveniente de Nairobi, Kenia, donde negociaba un despliegue militar respaldado por Naciones Unidas de policías del país africano. A hora es incapaz de poner un pie en el país que aparentemente dirige.
“Pido a todos los haitianos que mantengan la calma y hagan todo lo posible para que la paz y la estabilidad regresen lo más rápido posible”, concluyó Henry en un mensaje grabado.
En los últimos días, gobernantes de los países caribeños y el secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, se reunieron en Jamaica para abordar con urgencia una solución que frenara la creciente crisis en Haití, tomada por pandilleros.
El presidente de Guyana, Irfaan Ali, reconoció la dimisión de Henry y adelantó que el sucesor interno será designado por un consejo presidencial con dos observadores y 7 miembros votantes. “Los representantes del consejo provendrán del sector privado y de la sociedad civil e incluirán un líder religioso”.
Así, Henry cedió a la presión de los criminales. El líder de la banda criminal más famosa del país, Jimmy “Barbecue” Chérizier, había vuelto a pedir al primer ministro que dimitiera.
“Si Ariel Henry no renuncia y la comunidad internacional continúa apoyándolo; nos llevarán directamente a una guerra civil que terminará en genocidio”.
Haití no ha tenido elecciones desde 2016. El gobierno de Henry considerado corrupto e ilegítimo porque en repetidas ocasiones no celebró elecciones. Henry fue el primer ministro que más tiempo estuvo en el cargo desde que se aprobó la Constitución haitiana en 1987. Juró el cargo casi 2 semanas después del asesinato del presidente Jovenel Moïse el 7 de julio de 2021. El Parlamento no existe desde que los mandatos de los últimos senadores que quedaban expiraron en enero de 2023.
Justamente la violencia en Puerto Príncipe ha aumentado significativamente desde que el 28/02 se conociera que Ariel Henry se había comprometido a celebrar elecciones en Haití antes de septiembre 2025, una fecha muy lejana si se tiene en cuenta que él debió concluir su mandato el 07/02/2023, según un acuerdo de 2022.
Bajo el gobierno de este hombre, las pandillas tomaron el control de gran parte del país y aterrorizaron regularmente a los civiles, cortando el suministro de alimentos y combustible y bloqueando carreteras. Casi la mitad de la población pasa hambre habitualmente, según diversas ONGS.
Henry había intentado conseguir un grupo de trabajo de tropas extranjeras respaldado por la ONU para reforzar la policía del país y reforzar el orden desde octubre de 2022. El 1 de marzo, finalmente consiguió que Kenia firmara un acuerdo para enviar 1.000 oficiales al Caribe.
Solo un pequeño grupo de militares estadounidenses lograron entrar al país. Blinken anunció el lunes 100 millones de dólares adicionales para financiar el despliegue de una fuerza multinacional en Haití, así como otros 33 millones de dólares en ayuda humanitaria y el despliegue pendiente de las oficiales de Kenia.
De todas maneras, las autoridades deberán negociar con los pandilleros que aún controlan el 80% de Puerto Príncipe.
Sobre este punto, si falla la propuesta de paz de Blinken, podría barajar la oferta persistente del presidente de El Salvador,Nayib Bukele. El mandatario salvadoreño se ofreció a normalizar Haití si ONU lo respalda y paga los costos de la fuerza de intervención. El proceso de “restauración del orden” implicaría el envío de una misión de asistencia y el establecimiento de una “oficina de El Salvador en la República de Haití”.
La idea sería replicar una estado de excepción enfocado en “la guerra contra las pandillas” que redujo 92% de los homicidios en El Salvador. Ecuador tomó el mismo enfoque y pareciera estar funcionando.
Aunque efectivo en términos de seguridad ante la urgencia, el régimen de excepción de Buekele es criticado por varios organismos de derechos humanos que denuncian el control de Bukele casi total de diversas partes del gobierno. Entre las polémicas, la Asamblea Legislativa depuró el poder judicial a finales de 2021, despidiendo a decenas de jueces y nombrando a más de 150 sustitutos, muchos de ellos vinculados al gobierno de Bukele, según una investigación de la Revista Factum.
Un poco de historia: violencia, negociaciones de paz y llegada de Bukele al poder
Nayib Bukele asumió como presidente de El Salvador el 1 de junio de 2019, luego de haber ganado las elecciones con el 53,1% de los votos. De esta manera, el frente electoral de Bukele superaba ampliamente las cifras obtenidas por el oficialismo del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y por la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). Estos dos espacios políticos habían gobernado el país centroamericano en las últimas décadas; la derecha de ARENA había estado representada en el Poder Ejecutivo por cuatro presidentes entre 1989 y 2009, mientras que la centroizquierda del FMLN administró el país en la década posterior. Por esa razón, el día que fue electo presidente, Bukele celebró la ruptura del bipartidismo salvadoreño y hasta se animó a afirmar que, tras 27 años desde los Acuerdos de Paz, El Salvador podía por fin pasar la página de la posguerra civil.
Los Acuerdos de Paz fueron alcanzados luego de años de negociaciones bajo los auspicios de las Naciones Unidas y constituyen un hito en la historia contemporánea de El Salvador. Firmados el 16 de enero de 1992 en la Ciudad de México, esta serie de convenios entre el gobierno salvadoreño y el FMLN apuntaba a poner fin al conflicto armado que venía teniendo lugar desde fines de la década de 1970. Como parte integral de éstos se creó la Comisión de la Verdad para El Salvador, que tuvo a su cargo la producción de un Informe sobre el conflicto. En él se investigaron los graves hechos de violencia ocurridos entre enero de 1980 y julio de 1991, reflejando las “violaciones reiterativas” y las “transgresiones” de los derechos humanos realizadas por integrantes de las Fuerzas Armadas y de la guerrilla, respectivamente.
El Informe, publicado en marzo de 1993, indicaba en su introducción que El Salvador estaba transitando “un camino afirmativo e irreversible de consolidación de la paz interna y de adaptación de conductas para el mantenimiento de un auténtico y perdurable ambiente de convivencia nacional”. Treinta años después, este tono esperanzador se reveló acertado sólo en un sentido específico: la violencia armada entre el Ejército y las organizaciones guerrilleras y su saldo de miles de muertes y desapariciones dejaron de ser el eje de la vida social y política salvadoreña. Pero la combinación entre el histórico subdesarrollo, la desigualdad socioeconómica y la incapacidad del Estado de lidiar con los problemas estructurales del país dieron nacimiento a un nuevo fenómeno de violencia social: las pandillas.
El origen de las pandillas
Las pandillas son organizaciones criminales creadas originalmente por la inmigración salvadoreña en Estados Unidos, buena parte de la cual se dirigió allí durante los años del conflicto armado. Lograda la paz, estas organizaciones (entre las cuales sobresalen la Mara Salvatrucha y Barrio 18) se expandieron hacia El Salvador y otros países latinoamericanos. La descomposición social encontrada resultó terreno fértil para desplegar sus células (clicas) y desarrollar sus variadas actividades delictivas (narcotráfico, asesinato por encargo, extorsión, contrabando, etc.). Desde fines del siglo pasado, la respuesta del Estado salvadoreño a este fenómeno creciente incluyó dosis variables de persecución judicial, policial y militar, pero también negociación y pactos. El resultado fue sumamente deficiente: El Salvador ocupa desde hace años uno de los primeros lugares entre los países con mayores tasas de homicidios del mundo.
Desde el inicio de su gobierno, Bukele también desplegó una política de negociación con las pandillas, que incluyó beneficios carcelarios a cambio de reducción de los homicidios y apoyo electoral. Cuando el medio periodístico El Faro publicó la investigación que revelaba estas negociaciones, el gobierno desconoció las evidencias. Por el contrario, en marzo de 2022 el propio presidente destacaba el “trabajo combinado de la Policía Nacional Civil y la Fuerza Armada” en haber reducido en un 80% los “homicidios, desapariciones forzadas y otros delitos“ y en haber registrado en febrero el “mes más seguro” de la historia del país desde 1996.
Paralelamente y desde diciembre de 2020, Bukele negó la importancia de los Acuerdos de Paz, calificándolos de “farsa” y de “pacto de corruptos” y achacando la continuidad de las violaciones a los derechos humanos durante la posguerra al bipartidismo del que él, en última instancia, formó parte (Bukele había sido alcalde de San Salvador por el FMLN antes de llegar a la Presidencia y, como tal, también había negociado con las pandillas).
En suma, el Presidente aprovechaba las limitaciones de la paz lograda a principios de los noventa y los errores y crímenes de las presidencias anteriores a la suya para presentarse como un presidente fundacional, negando la importancia del conflicto armado, de las negociaciones que condujeron a su fin y de los pactos secretos que mantuvo con las organizaciones criminales (que surgieron en el vacío dejado por el propio conflicto) para la reducción de los homicidios.
Ruptura del pacto y régimen de excepción
El pacto entre las pandillas y el gobierno de Bukele llegó abruptamente a su fin apenas días después del “mes más seguro”. Entre el 25 y el 27 de marzo de 2022, se contabilizó en El Salvador un total de 87 asesinatos; en particular, el 26 de marzo fue el día con más homicidios (62) en todo el presente siglo. La reacción del gobierno no se hizo esperar: el presidente le pidió a la Asamblea Nacional que declare el régimen de excepción la noche del sábado 26 y en pocas horas el órgano legislativo (ya el domingo 27 y con mayoría de integrantes del oficialismo de Nuevas Ideas) actuó en consecuencia sancionando el decreto legislativo nro. 333 por treinta días y renovado mes a mes en diecisiete oportunidades, el último de ellas el miércoles 9 de agosto, un día después de que se cumplieran 500 días ininterrumpidos de esta nueva etapa histórica en el país centroamericano.
El régimen de excepción cuenta con dos problemas de origen:
1) El primero es que su aprobación, como lo indica un informe de la organización no gubernamental Cristosal, “no es acorde con el marco constitucional y con las obligaciones del El Salvador en materia de derechos humanos” por distintas razones. La causa que origina la sanción del régimen (el “repunte de hechos violentos”) no justifica por sí sola la existencia de “graves perturbaciones del orden público” invocadas en el decreto 333 ni la correspondiente suspensión de derechos constitucionales. Asimismo, la Asamblea tampoco hizo el análisis de proporcionalidad necesario para justificar la sanción del régimen en su totalidad ni la suspensión de cada derecho concreto, todo lo cual contradice la jurisprudencia y los tratados internacionales adoptados por El Salvador, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas.
2) El segundo problema del régimen de excepción es que es innecesario para llevar a cabo la lucha contra las pandillas. Esto lo revela con claridad una nota del medio El Faro, al hacerse las siguientes preguntas sobre la decisión adoptada por la Asamblea Legislativa: “¿Acaso no tenía ya potestad la Policía de capturar a pandilleros activos que se encontrasen reunidos? ¿Acaso los allanamientos de las últimas horas, en los que encontraron armamento en casas de pandilleros, no eran ya posibles antes del régimen de excepción? ¿Acaso no han aprobado los jueces, desde hace años, intercepciones a los teléfonos de pandilleros en menos de 24 horas? ¿Acaso las pandillas no están ya tipificadas como organizaciones criminales y la pertenencia a ellas como asociación ilícita para delinquir?”. Las respuestas evidentemente afirmativas a estos interrogantes nos sugieren que el objetivo del régimen trasciende el combate a los crímenes de las pandillas con las que el gobierno de Bukele había pactado hasta marzo de 2022.
En concreto, el régimen de excepción de El Salvador implicó desde su inicio la suspensión de una serie de derechos y garantías consagrados en la Constitución salvadoreña. Estos son el derecho a asociarse libremente; la inviolabilidad de la correspondencia y las telecomunicaciones; el límite de la detención administrativa de 72 horas; y los derechos de las personas detenidas a ser informadas sobre sus derechos y las razones de su detención y a contar con asistencia de defensa. La única modificación significativa realizada en las distintas prórrogas del régimen ocurrió en agosto de 2022, cuando se dejó sin efecto la suspensión del derecho a la asociación libre. Pero desde ya, la presunción de inocencia nunca dejó de verse severamente afectada en la práctica.
El régimen de excepción, en la práctica
En efecto, el régimen de excepción se terminó convirtiendo en un “mecanismo permanente de represión y violación a derechos constitucionales”, en el que la “estrategia operativa principal” fue la “ejecución de detenciones arbitrarias masivas”, como indicó Cristosal al cumplirse un año de su instauración. En ese mismo aniversario y en línea con este planteo, desde Amnistía Internacional se alertó sobre el procesamiento penal y encarcelamiento indiscriminado (más de 66.000 personas); las desapariciones forzadas, torturas y muertes arbitrarias (al menos 132) bajo la custodia del Estado; los tratos crueles e inhumanos; el hacinamiento carcelario; y la criminalización de las personas que viven en la pobreza y sus efectos colaterales (gastos adicionales de la familia ante el encarcelamiento de la persona proveedora, mayores cargas de cuidado en las mujeres, crecimiento del trabajo infantil, etc.). Este era el saldo provisorio que dejaba en El Salvador la coordinación cómplice de los tres poderes del Estado, la confección de un marco jurídico contrario a los estándares internacionales de derechos humanos (que incluyó la sanción de nueva legislación punitiva y hasta una “ley mordaza”) y la falta de adopción de medidas tendientes a evitar su violación sistemática.
Desde fines de marzo se han sucedido distintos eventos que muestran que el régimen de excepción salvadoreño continúa coexistiendo con una ampliación de la escalada represiva y de la impunidad por parte del Estado. En junio, la Fiscalía General de la República archivó 142 casos de muertes en las cárceles. Al mes siguiente, el partido de Bukele avanzó en reformas penales con el fin de facilitar los juicios masivos, afectando las garantías del debido proceso. Por último, el 1 de agosto el gobierno de Bukele dispuso un cerco de siete mil soldados y mil policías que por primera vez abarcaba todo un departamento (el de Cabañas, en el centro-norte del país). Estos episodios se inscriben en un contexto en el que las detenciones continuaron aumentando, alcanzando más de 72.000 casos según cifras oficiales esgrimidas en la última prórroga del régimen de excepción y contribuyendo a consolidar a El Salvador como el país con mayor tasa de población carcelaria en el mundo.
Este es el resultado de 500 días de régimen de excepción dispuesto por el gobierno de Nayib Bukele. Evidentemente muy distinto al que habría derivado de una estrategia de seguridad con prioridad en la prevención y rehabilitación y con reconocimiento a la labor de la sociedad civil y de las personas defensoras de derechos humanos, como se había comprometido a hacer el Presidente ante Amnistía Internacional a pocos días de asumido su mandato.
Por Jordana Timerman, Le Monde Diplomatique. Nayib Bukele, el presidente millennial de El Salvador, parece tenerlo todo: ganó la lucha eterna contra las violentas maras que aterrorizaban a los ciudadanos desplegando una política punitiva de mano dura extrema, que además le permite gastos discrecionales. Encarceló el uno por ciento de la población del país, y es el líder con mayor aprobación en la región, con un 88 por ciento (1), por lo que es probable que sea reelecto el año que viene, a pesar de que está prohibido por la Constitución (2). Tiene amplia mayoría en el Congreso, purgó las autoridades judiciales, y ataca ferozmente a los medios y organizaciones de sociedad civil. Al margen de las luchas polarizadas entre las “izquierdas” y las “derechas”, su creciente autoritarismo vuela debajo del radar de las denuncias diplomáticas.
No sorprende que el autodenominado “dictador más cool del mundo” –con sus aires mesiánicos (3), su pelo increíble y una bella y joven esposa que lo acompaña vestida del azul eléctrico de su bandera nacional– sea la nueva estrella manodurista en una región golpeada por variantes de las mismas dinámicas que lo consolidaron a él: violencia criminal y hartazgo ante la impunidad y corrupción de las élites políticas.
Los admiradores del llamado “punitivismo populista” vienen de todos los ámbitos del espectro ideológico. Bukele, un político “pos político”, se presta a todo; hasta esboza una incipiente diplomacia de seguridad (4). En Colombia la derecha contrapone el punitivismo salvadoreño a las negociaciones del presidente Gustavo Petro con las organizaciones armadas ilegales. En Honduras el gobierno izquierdista de Xiomara Castro implementó un estado de excepción para combatir la extorsión aplastante de las pandillas en algunas partes del país. Candidata presidencial ultraderechista en Guatemala, Zury Ríos ha forjado lazos con allegados de Bukele. El Ministro de Seguridad costarricense lo admira. Marchas ciudadanas han pedido por políticas bukelistas en Guatemala, Honduras y Chile.
En Argentina, ante el crecimiento de la violencia por parte de grupos criminales en Rosario, se empiezan a escuchar voces de dirigentes citando el “modelo Bukele”. Casi todos hacen hincapié en la detención masiva de pandilleros; en particular, aluden al nuevo “Centro de Confinamiento del Terrorismo” (5), una de las cárceles más grandes del mundo que también va ser una de las más superpobladas, con el agravante de haber sido diseñada para el hacinamiento (6) y para prácticas abusivas, como la deprivación de luz.
Sin embargo, como todo en el bukelismo, la narrativa de éxito contra las maras tiene una parte de verdad, una buena dosis de marketing y mucho que no sabemos.
Los logros
Una cancha de fútbol en el municipio de Sopayanga funciona como emblema del supuesto éxito de las políticas de seguridad del gobierno salvadoreño. La cancha era tierra de nadie, un límite territorial entra la Mara Salvatrucha (MS-13) y sus rivales Sureños del Barrio 18. Pero desde que las fuerzas de seguridad comenzaron a detener a decenas de miles de supuestos pandilleros (y miles de civiles inocentes también), se volvió a usar para amistosos entre los jóvenes de la zona. En las comunidades cuentan que pueden cruzar límites invisibles dentro de sus territorios que los dividían de familiares, que los comercios se liberaron del yugo de las extorsiones, que se recuperaron las plazas, que se puede pedir comida a domicilio y tomar taxis, todas acciones antes imposibles en territorios controlados violentamente por pandillas que aterrorizaban a las poblaciones.
El Salvador fue durante años uno de los países más violentos del mundo. En el 2015, la tasa de homicidios por 100.000 habitantes era de 103. Pero el año pasado bajó a 7.8, uno de las más bajas de Centroamérica. El crimen parece haber bajado exponencialmente en el último año. Y las encuestas muestran una baja importante en la sensación de inseguridad y una fuerte valoración de las fuerzas de seguridad (7).
El Salvador tiene la tasa más alta de detenidos sobre población en el mundo
Esta evolución rápida fue posterior a la instauración de un estado de excepción por parte del gobierno hace un año. La emergencia suspende derechos constitucionales (incluidos los derechos de libertad de asociación y a ser informados sobre el motivo de una detención), permite detenciones preventivas por hasta dos años y aumenta los poderes de las fuerzas de seguridad. Desde que comenzó el estado de excepción en marzo de 2022 –y se ha extendido cada mes por 30 días–, las fuerzas de seguridad salvadoreñas han detenido aproximadamente a 64.000 personas. El Salvador tiene la tasa más alta de detenidos sobre población en el mundo (8). Las cifras incluyen a por lo menos 1.600 niñes detenidos tras la baja de edad de imputabilidad a 12 años.
Los resultados son impactantes: las estructuras pandilleras, tal como se conocieron en las últimas décadas, han dejado de existir, declaró en febrero El Faro (9), el medio de investagión más importante de El Salvador, férreo crítico de Bukele. El reportaje, llevado a cabo en las comunidades más afectadas por las maras da cuenta de una impactante evolución en la vida cotidiana. Esto ayuda a explicar por qué la política manodurista ha sido enormemente apoyada por la población de El Salvador, a pesar de ser acompañada por graves violaciones a los derechos humanos.
La contracara
Efectivamente, el costo en materia de derechos humanos ha sido severo. Organizaciones de derechos humanos denuncian miles de detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, torturas y otros malos tratos en prisión, así como violaciones graves del debido proceso. Una política de cuotas instalada por algunos jefes policiales solo habría fomentado las detenciones arbitrarias. Cristosal, una organización salvadoreña de derechos humanos, estima que de los detenidos, el 70 por ciento son civiles y el 30 por ciento pandilleros.
“La campaña de detenciones masivas e indiscriminadas por parte de las autoridades ha llevado a la detención de cientos de personas sin conexión con las operaciones abusivas de las pandillas,” detalla un informe lapidario de Human Rights Watch y Cristosal (10). “En muchos casos, las detenciones parecen estar basadas en la apariencia física de las personas y en su lugar de residencia, o en evidencias cuestionables, como llamadas anónimas y acusaciones no corroboradas en las redes sociales. En estos casos, los policías y soldados no presentaron una orden judicial de captura o de allanamiento, y en muy pocas ocasiones informaron a los detenidos o a sus familiares sobre los motivos de su detención.”
Las condiciones de detención son inhumanas, los reos están hacinados y dependen de sus familias para necesidades básicas, incluyendo comida (11). Más de 100 personas han muerto bajo custodia estatal en el último año (12).
Si bien la percepción general de inseguridad ha mejorado, para algunos jóvenes “el temor a ser víctimas de las pandillas fue prácticamente apaciguado pero apareció otro: el miedo a ser capturado injustamente,” explica el Diario de Hoy (13). En varios casos, jóvenes “han migrado de manera irregular hacia Estados Unidos, para conjurar el peligro de ser capturados de manera arbitraria”. Algunos creen que el relativo silencio de Estados Unidos hacia Bukele tiene que ver con la esperanza de que sus políticas de seguridad reduzcan la migración hacia el Norte. Esto podría cambiar si el autoritarismo genera una nueva ola migratoria.
Por su parte, los familiares de los detenidos temen luchar por su liberación frente a un Estado cada vez más arbitrario y autoritario, cuenta Noah Bullock, director ejecutivo de Cristosal. “La forma en que las personas son capturadas es verdaderamente la de una estructura fascista. La gente que sufre capturas está absolutamente sola y son estigmatizados por la policía y los soldados sin el apoyo de sus comunidades. Hay una fractura del entramado social.”
Otras voces de alarma advierten sobre la posibilidad de que una criminalidad pandillera sea reemplazada por la “mafia del Estado”: los allegados del presidente que despliegan los mecanismos estatales para enriquecerse de forma ilícita y amedrantar o eliminar a su competencia, escribe el periodista salvadoreño Juan Martínez d’Aubuisson en The Washington Post (14).
Falsas novedades
Un video que muestra a miles de supuestos pandilleros (15), hombres rapados y en cuero –para mostrar sus tatuajes, aparente evidencia de afiliación ilegal– corriendo, descalzos y con las manos en la cabeza mientras siendo trasladados a una nueva mega cárcel, fue twitteado en febrero por Bukele, quien maneja por sí mismo las comunicaciones gubernamentales a través de la red social. Fue furor en los noticieros latinoamericanos y admirado por muchos comentaristas en Argentina (16), en un momento que coincide con un incremento de la violencia narco en Rosario.
El ministro de seguridad bonaerense, Sergio Berni, dijo que la imagen de supuestos pandilleros salvadoreños amontonados en cuclillas es “música para sus oídos” y que la política carcelaria de Bukele parece sacada de su propio cerebro (17). Cesar Milani, jefe del Ejército durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, argumenta que habría que seguir el ejemplo de El Salvador y construir centros de detención de máxima de seguridad en “lugares despoblados” para “narcos” y suspender sus garantías constitucionales (18). El abogado Fernando Burlando twitteó: “¿Qué piensan de perseguir y encarcelar a los narcos de Rosario y el Conurbano al estilo salvadoreño? Sin titubeos, ni garantismos”. La publicación obtuvo más de 2.642 retweets y 36.8K me gustas (19). El jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, sin nombrar al mandatario salvadoreño, visitó Rosario en tono de campaña y prometió que construiría cárceles especiales para organizaciones narcotraficantes.
Sergio Berni dijo que la imagen de supuestos pandilleros salvadoreños amontonados en cuclillas es “música para sus oídos”.
Pero la narrativa de Bukele es, justamente, eso: una historia. Los matices de esa realidad deberían alertar ante posibles imitadores. Bajo el estado de excepción se redujo el acceso a la información pública. Las cifras que se conocen son las twitteadas por el presidente, y nada se puede auditar. A su vez, se cambió la forma de calcular homicidios, dejando fuera las muertes que ocurren en enfrentamientos con fuerzas de seguridad, lo cual también contribuye a la baja. Expertos señalan que, sin entrar a las cárceles, es imposible evaluar la organización de los pandilleros detenidos y observan que las maras salieron muy fortalecidas de otras políticas de encarcelamiento previas (20). También, desde antes del estado de excepción, se observaba que los homicidios estaban siendo reemplazados por desapariciones (21), es decir, los cadáveres dejaron de aparecer para minimizar la visibilidad de la violencia, sin brindar una solución real.
“La atracción regional que ha recibido Bukele es resultado de una preocupación genuina y entendible en muchos países de la región por la criminalidad y la violencia, y una sofisticada campaña de comunicación y desinformación del gobierno de El Salvador que ha intentado abiertamente promocionar su modelo en la región”, argumenta Juan Pappier, de Human Rights Watch.
Bukele, viene del mundo del marketing –un eje central de su carrera política–. Se presenta como un anti-político que rompe con lo anterior, aunque sus inicios fueron en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Su imagen de renovación y eficiencia convenció a un electorado que aborrece a las corruptas élites políticas de siempre.
No obstante, en materia de seguridad no hay novedad. El manodurismo es la política por default, tanto en El Salvador como en la región, cuenta Steven Dudley, co-director del medio de investigación del crimen organizado, InSight Crime. Dudley destaca la importancia de las mejoras palpables en las calles salvadoreñas, pero dice que todavía se desconoce demasiado como para concluir el éxito, en especial sin ningún plan de políticas sociales que ponga fin al surgimiento de las pandillas. Las condiciones inhumanas de los detenidos y la extensión de este accionar oficial podrían detonar una reacción adversa (22). Históricamente, las políticas de mano duran solo han fortalecido a las pandillas, cuya cuna es justamente la cárcel, observa Dudley.
Un balance potente de este modelo –que no llegará a tiempo para las elecciones en Argentina– vendrá en el mediano y largo plazo del experimento bukeleano. “Paz sin justicia,” es lo que tiene El Salvador ahora, le dijo a la BBC el periodista Óscar Martínez (23), uno de los autores de la investigación de El Faro. “Como yo no creo que pueda existir paz sin justicia, y como no creo que sea duradera, me pregunto qué es lo que va a ocurrir.”
No está claro cuánto tiempo se podrá sostener la mano dura, tanto desde el ánimo nacional como desde lo presupuestario. No está confirmado que el liderazgo pandillero haya sido detenido, ni que las jerarquías maras hayan sido afectadas, explica Bullock, poniendo en duda si las pandillas han sido vencidas o si, golpeadas, están en proceso de reorganización y reinvención. Por otra parte, actualmente los familiares de las personas detenidas están en relativo silencio después de aglunas protestas iniciales, producto del miedo que produce el autoritarismo, marca Bullock. Pero es posible que en algún momento se desaten protestas o demandas por los detenidos. Dudley, además, señala que las pésimas condiciones de vida dentro de las cárceles podría desatar motines o protestas desde adentro. Otros dicen que Bukele solo caerá, en el mediano plazo, ante un traspié propio, ya que la oposición política está diezmada y los activistas amedrentados.
Riesgos regionales
Las particularidades salvadoreñas, las altísimas tasas de violencia que sufre hace décadas, el desmantelamiento institucional bajo Bukele y el profundo desencanto ciudadano con el poder político nacional, hacen poco probable una copia exacta de este modelo en otros países de la región.
Sin embargo, no hay que subestimar la importancia del discurso manodurista ante el fenómeno creciente del desencanto con los políticos y las altísimas tasas de violencia en algunos lugares. Bukele y sus políticas de seguridad no son “producto del fanatismo o de la ignorancia de los salvadoreños,” explica Jorge Mantilla, investigador colombiano de crimen y conflicto. Ante la inseguridad “la gente no encuentra respuesta dentro de los parámetros de corte democrático.”
En Bukele, los manoduristas ven una justificación para pasar por encima las garantías constitucionales. No alcanza con responder que estos procedimientos no tienen sostén legal, ni son permitidos por los tratados internacionales de derechos humanos. Lo cierto es que el discurso de seguridad de la región en los próximos tiempos girará en torno a las políticas salvadoreñas, y el “punitivismo populista” necesitará contrapropuestas concretas para no avanzar y consolidarse.