Teyú Cuaré: Misterios de la selva

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Naturaleza, mitos y memoria conviven en el sur misionero. Una región que inspiró a Horacio Quiroga y que guarda tanta naturaleza como interrogantes, allí donde conviven las leyendas de una presunta presencia nazi con la imponente de la jungla que se cuela en el paisaje.

Página12 – Los borceguíes de Leandro pisan el sendero algo castigado por las lluvias de las últimas semanas. Voy tras sus pasos y a nuestros costados, verde. Todo verde. El suelo arenoso y marrón de esta zona de San Ignacio –cosa extraña en toda la roja Misiones– es contraste puro con este color que nos rodea, y en el que nos internamos. Lo sigo a él, uno de los guardaparques, por el corazón del parque provincial Teyú Cuaré, un pulmón de acantilados, correderas y vegetación a la vera del alto Paraná.

Teyú Cuaré sería algo así como la “vieja cueva del lagarto” en guaraní. Un nombre forjado en esa cosmovisión rebosante en mitología, que supo hablar de un lagarto gigante que solía comerse las embarcaciones que se aventuraban en las aguas del Paraná. Un origen de leyenda que atraviesa los siglos y sigue moldeando la vida cotidiana en muchos rincones de este litoral, donde muchas veces la ciencia choca de frente con el relato oral y deriva en algo nuevo. Algo que sobrevuela verdad y fantasía, pero es definitivamente otra cosa. Con todo, está ahí: naturaleza, aves, río inmenso, historias nazis, las huellas de Horacio Quiroga y estos senderos de puro silencio.

EL TEYÚ La cabaña de los guardaparques aparece tras una curva donde ya la selva lo copó todo. Hoy están acá Víctor Hugo, de Apóstoles, y Leandro –de Posadas él– que me reciben en su casa para comenzar la aventura: sándwich en panza, agua en mochila y a caminar. Víctor Hugo se queda para recibir a los visitantes y salimos con Leandro tras las huellas de varios siglos de historia. En el parque son varios los senderos posibles, y todos autoguiados. Con un folleto se pueden recorrer sin problemas y descubrir las especies de flora que habitan la zona.

El guardaparques elige comenzar por dos senderos que nos pondrán ante las mejores vistas de los peñones, esos enormes acantilados de roca que son marca registrada del parque. Comenzando así estamos calentando motores en los de menor dificultad. Para el final quedará un trayecto algo más complejo, que nos llevará hasta uno de los costados más extraños del parque. Pero eso será más adelante: ahora apenas pasó el mediodía y el sol se escurre hacia dentro de la selva como una catarata, en un día de invierno en que la temperatura trepa ya hasta los 26 grados. Aunque tenemos un cielo radiante, varias jornadas de lluvia recientes dejaron algunos pozos. Sin embargo, la arenisca se mantiene firme, y avanzamos metros arriba.

MIENTRAS TANTO Del otro lado del parque en este momento pasan cosas. Ahí está el Club de Río, un emprendimiento privado lindante al Teyú y pegado también a la reserva Osonunú. El club está en un predio enorme enmarcado en plena naturaleza, al lado del río y con el peñón de Osonunú a su derecha. Es un mix de alojamiento –con cabañas y hostel– y actividades tanto en el río como en la selva: con la misma gente del club se pueden organizar caminatas, paseos náuticos y mountain bike. Una enorme pileta con forma de trébol domina el paisaje con su celeste, y un restaurante metido unos 70 metros río adentro –en una especie de escollera– es el toque distinto.

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Osonunú, pegado a este club y al parque provincial, es otro atractivo: una reserva privada administrada ahora por la fundación Temaikén. Centrada –así lo proponen en sus objetivos– en la problemática del peligro de extinción de flora y fauna nativa. En 2013, en base a la cantidad y características de las especies encontradas, se certificó a Osununú-Teyú Cuaré como “Área de importancia para la conservación de murciélagos”. El trabajo en la reserva es en conjunto con los guardaparques. Como Víctor Hugo. Como Leandro.

VUELTA A LA SELVA Leandro había dicho que la parte más compleja era la final, y hasta ahora eso parece cumplirse: pasaron ya un par de horas subidas y bajadas entre el trino de los pájaros, árboles e historias, y el cansancio no se nota. Sobre todo por eso: por las historias. Leandro camina y va dejando caer palabras y mitos de manera apasionada. Encendida, podría decirse. Es que esta zona guarda el paso de siglos: la construcción de esa “ciudad” jesuítico-guaraní de la que quedan restos en San Ignacio se nutrió de materiales de esta región. Incluso en algunos sectores resguardados hay por acá piedras talladas que datan de esa época. También fue parte clave en la guerra de la Triple Alianza, y el protagonista siempre es el mismo, el Paraná, este río ancho que riega de vida estos límites argentinos. Enfrente, Paraguay. Y a nuestra derecha el peñón de la Reina Victoria. Dicen que la mirada de perfil del enorme acantilado rocoso que cae vertical sobre la costa inspiró para encontrar cierto parecido con la reina de Inglaterra. Al margen de la fidelidad de esa comparación, el peñón se levanta hasta más de 100 metros, con su silueta que brota entre el verde.

Un poco de agua que cargamos en un arroyito, y a seguir. Subir y bajar, con un poco de suerte cruzarse con algún acutí –un roedor que suele andar por selvas tropicales de toda Sudamérica– y detenerse a ver el vuelo de los grandes jotes, esas aves negras que tienen su nido en esta zona; hasta caer del otro lado, en una pequeña playa donde el río corre manso y se asoman desde el agua los troncos sumergidos. El río subió mucho con la construcción de la represa de Yacyretá, y parte de la costa quedó bajo el agua. Como pasó con la “isla del barco hundido”, que estaba frente a este lugar. “Fue un barquito que encalló y se hundió, y con el tiempo fue cubriéndose de sedimentos y vegetación hasta crear una isla. Hasta el año 2000 todavía se veía el mástil”, dice Leandro. Hoy, barco e isla están bajo las aguas.

Si hubo una figura que marcó a la zona de San Ignacio en la primera mitad del siglo XX fue la del escritor uruguayo Horacio Quiroga; ese Jekyll y Hyde que trazó historias macabras y a la vez, inspirado en sus días en este verde, escribió sus Cuentos de la selva. La casa en la que vivió –en realidad una reconstrucción exacta– se puede visitar en las cercanías del parque. Para los locales, la figura de Quiroga trasciende lo literario: además de un enamoramiento con esta selva que ocupó gran parte de su atribulada mente, fue juez de Paz en San Ignacio, y hasta fue el fotógrafo que destapó al mundo los restos de las ruinas jesuíticas. Por entonces, la zona era un magma de fronteras difusas.

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BORMANN Las horas pasan, y de la boca de Leandro va creciendo la telaraña de historias, que ahora tiene como centro una parte de este parque que es una cápsula de misterio. Llevo en mi mochila el flamante libro Arqueología de un refugio nazi en Argentina, de dos arqueólogos: Daniel Schávelzon y Ana Igareta. Leandro lo sabe, se lo mostré. Tomamos el sendero que está señalado con la contundencia de la verdad: “Sendero a la casa de Borman (sic), 600 metros”. La senda sube y sube, y de golpe aparece la primera de las construcciones de piedra. Es la principal, entre varias diseminadas a la redonda.

La historia, resumida, es así: Martin Bormann fue secretario de Hitler y jefe de la cancillería nazi. Desde el fin de la guerra y al día de hoy las versiones de jerarcas en la Argentina dividen aguas de manera tajante. Desde la captura de Adolf Eichmann en San Fernando en 1960, al trazo esquivo de Josef Mengele, historia oral e investigaciones han coincidido y se han enfrentado mil veces. Las casas en lo profundo del Teyú son prueba de eso. La investigación muestra que se encontraron muchos objetos de factura alemana, muchos “desubicados” en el contexto selvático de mediados de siglo (esto no era un parque aún) y hasta una pequeña caja metálica con fotos y monedas. Pero no afirman que se haya tratado de un refugio de Bormann, quien según la historia oficial murió en Alemania en 1945.

Una segunda mirada circulante es categórica y guarda lógica. Todo lo hallado solo alimenta una fantasía, y apunta a lo endeble de las pruebas que permitirían hablar de “refugio nazi”. Y la tercera opinión es la que me dice Leandro, sentados los dos en un tronco frente a la semiderrumbada casa. “Acá vivió Martin Bormann. Pero a nadie le conviene que eso se sepa”. Leandro habla con seguridad de una historia que se repite en la zona de boca en boca; de una mujer que fue esposa del jerarca alemán, de otra que le proveía comida. Y hasta de un hijo “que hoy vive en Paraguay”.

Hechos, mitos, leyendas, historia oral están ahí y son parte del menú. En una zona de frontera donde la mixtura de los relatos fue creando mundos. Como sea, estas viejas construcciones son un misterio: sembradas en este sitio inhóspito (antes mucho más) con detalles de vida urbana –bañera con azulejos europeos de vidrio, restos de vajilla de porcelana alemana– se recortan en la mudez del verde. Aquí, los arqueólogos proponen crear un “espacio para la memoria”. Ahora, la tarde comienza a caer y con ella los sonidos que crecen y envuelven las historias y leyendas de –al decir de Quiroga– los cuentos de la selva.

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