Elecciones y después, más federalismo en el horizonte

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Si la economía fuera un tren, no parece haber razones para esperar que descarrile como consecuencia de la campaña electoral que acaba de comenzar, y que habrá de extenderse hasta las legislativas de octubre. Pero si las primarias (PASO) a realizarse el 13 de agosto arrojan demasiada incertidumbre en la provincia de Buenos Aires, será como empezar un tramo de vías en subida, perdiendo velocidad. Sin embargo, la gobernabilidad, en el mediano y largo plazo, no depende de lo que ocurra en una jurisdicción, por más importante que sea, sino de la forma en que se ordenen los intereses comunes existentes entre las provincias ricas y las pobres, que se necesitan y pueden potenciarse mutuamente. Dado el tamaño del déficit fiscal, superior a 7 puntos del PIB consolidando Nación y provincias e incluyendo intereses, no es posible mejorar la calidad de vida de la población en base a viejos instrumentos como el empleo público o los subsidios. Insistir por esa vía es arriesgarse a nuevas venezuelas y, por lo visto desde fin de 2015, no parece haber tantos dirigentes políticos tan miopes como para ignorar esos riesgos.

Aunque es difícil que la cuestión del país federal ocupe suficiente espacio en los debates de cara a las legislativas, este será un tema subyacente de primer orden: de la relación de fuerzas que surja en octubre, y de cómo éstas se ensamblen, dependerá la gestión de los gobernadores y sus chances para 2019.

En la Argentina hay cinco provincias “ricas”, Mendoza, Santa Fe, Córdoba, Ciudad y Provincia de Buenos Aires; cuatro que son fuertemente dependientes de la minería y los hidrocarburos (Neuquén, Chubut, Santa Cruz y San Juan) y, las quince restantes, con muchos matices, están encuadradas como provincias pobres. La divergencia de intereses de corto plazo entre unas y otras está en la base de los problemas nacionales.

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La gestión en las cinco provincias ricas sufre el lastre de la elevadísima presión tributaria, del exceso de trabas burocráticas y de las llamadas “industrias del juicio”, porque allí el empleo es predominantemente privado y es dónde más repercuten las dificultades que enfrentan las empresas para invertir y generar puestos de trabajo. Esas jurisdicciones aportan más del 75 % del PIB nacional, pero en el Congreso tienen el 55 % de los diputados y el 21 % de los senadores.

A su vez, las provincias pobres tienen un buen número de diputados y el 62 % de los senadores, siendo que, en el corto plazo, sus incentivos son opuestos a los de sus “primos acomodados”, ya que su gestión depende poco de la suerte del empleo privado y la coparticipación puede llegar a representar hasta el 90 de sus ingresos fiscales. Por ende, la elevadísima presión tributaria es para ellas un beneficio (en lo inmediato), y no una preocupación.

Las provincias mineras, que tienen a las regalías como ingreso clave, dependen de la confianza que tengan los inversores en la permanencia de las reglas de juego del país, y en la existencia de infraestructura adecuada, que requiere inversiones estatales. Por esas razones, esas jurisdicciones y el gobierno nacional pueden encontrar puntos en común, como en el caso de Vaca Muerta. Pero esta experiencia no es extrapolable al resto, porque la intervención estatal consistió en fijar un precio base para el gas, no en bajar impuestos.

El común denominador entre provincias ricas y pobres está en la expansión del sector privado, que podría generar simultáneamente buenas noticias en materia de empleos y recaudación impositiva. Aunque una fracción de la oposición concentrada en la provincia de Buenos Aires apueste al fracaso de la política económica, para los responsables de administrar provincias y municipios que aspiren a llegar bien parados a 2019 sería muy arriesgado seguir ese llamado. Ya hubo una liga de gobernadores que contribuyó a voltear presidentes, pero las condiciones son bien distintas a 2001/02 como para jugar toda una carrera política a esa ficha.

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Las provincias pobres demandan fondos coparticipables abundantes, y tienen legisladores como para hacerse valer. Pero es en las provincias ricas dónde se genera el grueso de esos recursos y sólo un necio podría proponer subir alícuotas para recaudar más: el 21 % del IVA en la Argentina compara con el 13 % promedio de América Latina; y el 35 % de Ganancias con un 28 % en la región, sin hablar del “impuesto al cheque”, especie en extinción que sólo subsiste aquí.

Por ende, sin crecimiento de la economía no habrá mejora de recursos coparticipables, más allá de lo que pueda lograrse por menor evasión. La paradoja está en que, para lograr ambos objetivos, se necesita reducir tributos sobre los empleos formales (contribuciones patronales) y sobre las transacciones (ingresos Brutos), en los que los sacrificios fiscales corresponden a provincias ricas y Nación. Si esas cinco jurisdicciones logran unificar un plan con el gobierno nacional después de octubre, la discusión con el resto de las provincias podría avanzar de un modo inédito.

Fijar un cronograma de recorte gradual de los impuestos más distorsivos requiere un pacto de gobernadores de provincias pobres y ricas, con el respaldo de cada legislatura. ¿Quién tendrá la mayoría en esos recintos? Sería sorprendente que la tengan los que apuestan al fracaso de la política económica, incluso en la provincia de Buenos Aires. Desde el punto de vista de gobernadores e intendentes, el foco en 2019 empuja mucho más para el lado de la cooperación que de la anarquía.

 

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