God save the Queen
Por Alan Cowell, New York Times. La reina Isabel II, la monarca con más años de servicio de su país, cuyo reinado de siete décadas sobrevivió a los cambios tectónicos de la sociedad posimperial británica y superó los sucesivos desafíos planteados por las elecciones románticas, los errores y los embrollos de sus descendientes, murió el jueves en el Castillo de Balmoral, su retiro de veraneo en Escocia. Tenía 96 años.
La familia real anunció el fallecimiento en línea, diciendo que había “muerto en paz”. El fallecimiento no indicaba una causa.
Más temprano el jueves, el Palacio de Buckingham anunció que estaba bajo supervisión médica y que sus doctores estaban “preocupados” por su salud. La reina había permanecido en el Castillo de Balmoral durante gran parte del verano. El miércoles por la noche canceló abruptamente una reunión virtual con miembros de su Consejo Privado luego de que los médicos le aconsejaron descansar.
El martes se reunió con la primera ministra conservadora entrante, Liz Truss —la decimoquinta primer ministro con la que la reina trató durante su reinado— aunque al hacerlo, debido a su debilidad, rompió con una antigua tradición al recibirla en Balmoral en lugar del Palacio de Buckingham.
Sus años como soberana fueron una larga época de enorme agitación, en la que trató de proyectar y proteger a la familia real como un raro bastión de permanencia en un mundo de valores cambiantes.
En su coronación en 1953, un año después de acceder al trono, supervisaba un reino que emergía de un imperio de tal alcance geográfico que se decía que el sol nunca se ponía en sus confines. Pero en el nuevo siglo, mientras navegaba por su avanzada edad con creciente fragilidad, las fronteras se habían reducido. Mientras el Reino Unido se preparaba para abandonar la Unión Europea en 2020, se reavivó el clamor por la independencia de Escocia, que amenazaba con reducir aún más sus horizontes.
Su coronación fue el primer acontecimiento real de este tipo que se transmitió por televisión en blanco y negro. Pero fue una muestra de los cambios —y de la fascinación mundial— que acompañaron a su tiempo como monarca el hecho de que su reinado se convirtiera en el tema de una película de Hollywood y de una serie de gran éxito en Netflix, mientras que los problemas de su familia ofrecían una gran cantidad de material para procesar en las agitadas redes sociales.
Igual de reveladoras que las crónicas de su reinado, la deferencia incuestionable de los británicos hacia la corona ha sido sustituida por una gama de emociones que van desde la tolerancia leal y a menudo afectuosa hasta la hostilidad desenfrenada. La monarquía se vio obligada, más que nunca, a justificar su existencia ante la atención y el escrutinio públicos, a menudo escépticos.
Sin embargo, Isabel se mantuvo decididamente comprometida con el distanciamiento, la formalidad y la pompa característicos con los que la monarquía ha tratado de preservar durante mucho tiempo la mística que sustentaba su existencia y supervivencia. Sus modales cortesanos y reservados cambiaron poco.
Cuando la pandemia de coronavirus de 2020 se extendió por el Reino Unido y obligó a la gente a suspender su vida normal y sus costumbres sociales, la reina abandonó el Palacio de Buckingham, en el centro de Londres, para dirigirse al Castillo de Windsor, al oeste de la capital, un traslado que recordó el alcance histórico de las décadas que pasó inspirando un auténtico afecto entre muchos británicos.
Fue a Windsor donde ella y su hermana menor, Margarita, fueron enviadas para escapar de la amenaza de los bombardeos alemanes tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939. También fue desde Windsor desde donde hizo su primera emisión de radio como princesa en 1940, a los 14 años, ostensiblemente dirigida a los niños británicos que habían sido evacuados a Norteamérica, según su biógrafo, Ben Pimlott, pero también diseñada para influir en el pensamiento oficial de Washington.
“Mi hermana Margarita Rosa y yo lo sentimos mucho por ustedes, ya que sabemos por experiencia lo que significa estar lejos de los que más queremos”, dijo Isabel entonces.
También en 2020 trató de equiparar su situación con la de sus súbditos. “Muchos de nosotros tendremos que encontrar nuevas formas de mantenernos en contacto con los demás y asegurarnos de que nuestros seres queridos están a salvo”, dijo en una declaración publicada después de que ella y su esposo, el príncipe Felipe, llegaran a Windsor. “Estoy segura de que estamos a la altura de ese reto. Pueden estar seguros de que mi familia y yo estamos preparados para desempeñar nuestro papel”.
El 5 de abril de 2020, en un discurso televisado que evocaba la transmisión de 1940, instó a sus súbditos a luchar contra el virus con la misma tenacidad que habían mostrado los británicos en tiempos de guerra. Fue solo la cuarta emisión especial de su monarquía fuera de sus apariciones en televisión programadas para la Navidad.
“Espero que en los años por venir todos puedan sentirse orgullosos de cómo han respondido a este desafío”, dijo. “Y los que vengan después de nosotros dirán que los británicos de esta generación fueron tan fuertes como cualquiera. ”.
“Debería consolarnos que, aunque aún tengamos que soportar más, volverán días mejores: volveremos a estar con nuestros amigos; volveremos a estar con nuestras familias; volveremos a encontrarnos”, añadió, en una referencia directa a “We’ll Meet Again”, una canción de tiempos de guerra de Vera Lynn.
En 2017, celebró el aniversario número 70 de su matrimonio con el príncipe Felipe, al que había conocido cuando era una adolescente en los años 30. Hasta su muerte en abril de 2021, Felipe ocupó un papel inusual, generalmente dos pasos detrás de su esposa, brindando a Isabel un apoyo estoico, incluso si sus ocasionales comentarios sin tacto dañaban su imagen.
A pesar de los numerosos informes sobre los deslices iniciales de él —ocultos de la vista del público con la ayuda de magnates de la prensa que colaboraron—, sus vínculos perduraron, un retroceso a décadas anteriores de relaciones más duraderas. Y su muerte, dijo su segundo hijo, el príncipe Andrés, “dejó un enorme vacío en su vida”.
Algunos predijeron que Isabel se retiraría a la sombra tras la muerte de Felipe, como hizo la reina Victoria luego de la muerte de su esposo, el príncipe Alberto. Pero sorprendió a muchos al resurgir como una presencia ágil en la vida pública, recibiendo a los líderes mundiales en una cumbre en Cornualles en junio de 2021 y haciendo de anfitriona de Bill Gates y otros empresarios en el Castillo de Windsor después de una conferencia de inversión sobre el cambio climático.
Aun así, la agitada agenda le pasó factura. Isabel fue fotografiada con un bastón, una inusual concesión a sus rígidas rodillas. En octubre de 2021 tuvo que pasar la noche en un hospital de Londres tras lo que, según sus ayudantes, fue un episodio de agotamiento. Pocos dudaban del impacto de la pérdida de Felipe, que había servido de fuerza estabilizadora en la familia.
Los propios hijos de Isabel parecían menos inmunes a la calamidad matrimonial.
En 1992, su primogénito, el príncipe Carlos, y su inmensamente popular esposa, Diana, acordaron separarse, al igual que el príncipe Andrés y su esposa, Sarah Ferguson. La segunda hija de Isabel, la princesa Ana, se divorció de su marido, Mark Phillips, ese mismo año. Junto con una serie de otros trastornos, la reina calificó 1992 como su “annus horribilis”.
Pero lo peor estaba por llegar.
En 1997, la muerte de Diana en un accidente de auto en París escribió algunos de los capítulos más oscuros de su reinado, y durante un tiempo, la propia monarquía pareció amenazada por una enorme ola de apoyo público a Diana que hizo que la reina pareciera fría y emocionalmente distante de sus súbditos.
La monarquía sobrevivió. Pero hasta bien entrado el siglo XXI, surgieron nuevos retos.
En 2019, se vio arrastrada sin contemplaciones y en contra de todas las normas de protocolo anteriores a las maquinaciones políticas sobre el Brexit, la salida del Reino Unido de la Unión Europea, un debate del que antes habría permanecido alejada.
Ese mismo año, el príncipe Andrés se vio envuelto en un escándalo tras conceder una desastrosa entrevista en la televisión en la que parecía no ser consciente del nocivo impacto de una amistad con Jeffrey Epstein, un depredador sexual estadounidense condenado a prisión. Acusado de conducta sexual inapropiada con una adolescente que le presentó Epstein —una acusación que él ha negado—, el príncipe, también conocido como el duque de York, se retiró de la vida pública en noviembre.
(En enero de este año fue obligado por el Palacio de Buckingham a renunciar a sus títulos militares y a sus obras de caridad reales, una reprimenda hiriente por parte de la familia real un día después de que un juez federal en Nueva York permitió que procediera un caso de abuso sexual en su contra).
En su discurso anual de Navidad a la nación, la reina describió 2019 como un año “accidentado”.
Estaba a punto de serlo mucho más
En 2020, una decisión quizá tan humillante como cualquier convulsión familiar a la que la reina se haya enfrentado, de su nieto, el príncipe Enrique, sexto en la línea de sucesión al trono, la tomó por sorpresa, a ella y al resto de la familia, cuando él y su esposa estadounidense, Meghan Markle, anunciaron sus planes de “retirarse” de los deberes reales. Fue una medida que algunos comentaristas compararon con la decisión en 1936 del tío de la reina, el rey Eduardo VIII, de abdicar para poder seguir adelante con sus planes de casarse con la estadounidense Wallis Simpson.
Sin embargo, lejos de labrarse un “nuevo papel progresista dentro de esta institución”, como habían declarado esperanzados, la joven pareja se vio obligada a una dura salida, aceptando en un acuerdo de separación con el Palacio de Buckingham a renunciar a sus títulos reales de más rango, renunciar a la financiación estatal y devolver al menos tres millones de dólares del dinero de los contribuyentes utilizados para reformar su residencia oficial en los terrenos del Castillo de Windsor.
A medida que se desarrollaba la nueva década y se acercaba el final del reinado de Isabel, parecía que la Casa de Windsor estaba siendo tomada por asalto desde dentro como nunca antes, un proceso agravado por una espectacular fanfarria mundial por un encuentro televisivo de dos horas entre Meghan y Enrique y Oprah Winfrey.
Durante el programa, emitido primero en Estados Unidos y un día después en Reino Unido, la pareja tachó de racista a un miembro no identificado de la casa real. Winfrey dijo después que el príncipe Enrique le había asegurado que él y su esposa no se habían referido a la reina o a su esposo, el príncipe Felipe. En la entrevista, Markle dijo que se había sentido tan aislada en su desacostumbrado papel real que había contemplado activamente el suicidio.
El Palacio de Buckingham quedó sorprendido y respondió con un escueto comunicado de 61 palabras que trataba de contener el drama dentro del conocido cerco real de privacidad. La familia real estaba “aturdida al conocer el alcance total de los desafíos que han supuesto los últimos años para Enrique y Meghan”, decía el comunicado
“Las cuestiones planteadas, en particular la de la raza, son preocupantes”, decía. “Aunque algunos recuerdos pueden discrepar, se toman muy en serio y serán atendidos por la familia en privado”.
A pesar de los desafíos, la reina siguió adelante con los preparativos para la celebración de su Jubileo de Platino en junio de este año, para conmemorar sus siete décadas como soberana con un feriado de cuatro días.
Pero previo a la ocasión, los temas gemelos de su salud y las fricciones familiares parecían confundirse.
En febrero, dio positivo al coronavirus y en mayo fue obligada a cancelar su asistencia a una de las ceremonias públicas más importantes, una visita al Parlamento para dar un discurso estableciendo la agenda legislativa del gobierno, debido a lo que el Palacio de Buckingham llamó “problemas episódicos de movilidad”.
Era la primera vez en casi 60 años que se perdía de dicho evento. Solo se había ausentado en dos ocasiones previas durante su reinado debido al embarazo de los príncipes Andrés y Eduardo.
Fue significativo que su hijo mayor y heredero al trono, el príncipe Carlos, leyera su discurso el su nombre. A su lado se colocó la corona ceremonial llena de joyas —la corona imperial del Estado—, como para expresar su presencia simbólica.
Apenas unos días antes, su despacho había anunciado que cuando la familia real apareciera en el balcón del Palacio de Buckingham durante el Jubileo de Platino —momento considerado la más potente oportunidad para hacer un retrato real— el príncipe Andrés, el príncipe Enrique y su esposa Meghan no estarían presentes.
Ostensiblemente, se les excluyó debido a que la monarca deseaba limitar la asistencia a “aquellos miembros de la familia real que actualmente cumplen con deberes públicos oficiales en nombre de la Reina”, en palabras de un vocero de palacio. Pero muchos británicos interpretaron la decisión como un desdén a los miembros de la familia que habían causado comentarios indeseados y titulares poco favorables a los últimos años del reinado de Isabel.
Un desfile deslumbrante
El 9 de septiembre de 2015, Isabel superó a la reina Victoria como la monarca que más tiempo sirvió en su país y, tras la muerte del rey de Tailandia el 13 de octubre de 2016, su reinado se convirtió en el más longevo del mundo. Incluso en sus años de mayor edad, sus súbditos la veían inusualmente fuerte y cómoda con el boato de su cargo, como ocurrió durante una celebración de cuatro días en junio de 2012 para conmemorar el aniversario número 60 de su llegada a la corona.
La única otra monarca británica que celebró un jubileo de diamante fue la reina Victoria, tatarabuela de Isabel, cuyo reinado duró 63 años y 7 meses antes de su muerte en 1901.
El jubileo de diamante de Isabel, que incluyó un deslumbrante desfile de 1000 embarcaciones por el río Támesis a través de Londres, suscitó un entusiasmo público que parecía consolidar el lugar de la familia real en la sociedad británica, a pesar de los interrogantes sobre el futuro de la monarquía. Si bien el príncipe Carlos, el hijo mayor de Isabel, era su heredero directo, muchos británicos parecían más atraídos por el propio hijo de Carlos, el príncipe Guillermo, el duque de Cambridge, que se casó con una plebeya, Kate Middleton, en abril de 2011, con gran aprobación del público.
La única desviación en la apretada coreografía de los actos del jubileo fue la enfermedad del príncipe Felipe, el esposo de Isabel, que tenía 90 años en ese momento. Fue trasladado a un hospital con una infección de vejiga durante las celebraciones, después de pasar horas en el frío cortante encima de la embarcación real.
Había preocupación por la salud de la reina desde que faltó a los servicios religiosos el día de Navidad de 2016 y los de Año Nuevo de 2017 debido a lo que el Palacio de Buckingham describió como un “fuerte resfriado”. Esas ausencias fueron la primera vez en unos 30 años que faltó a un servicio festivo.
La reina hizo su primera aparición pública de 2017 el 8 de enero, tras un mes de ausencia. Al mes siguiente, celebró su Jubileo de Zafiro, convirtiéndose en la primera monarca británica en reinar durante 65 años.
Los modales elegantes y reservados de Isabel cambiaron poco a medida que el Reino Unido se desprendía de su imperio en el extranjero y se transformaba internamente, pasando de ser un país deferente y titubeante, empobrecido por la Segunda Guerra Mundial, a uno audaz, impulsado por la riqueza, menos respetuoso y más centrado en sí mismo.
En los años posteriores a la muerte de su padre, el rey Jorge VI, en 1952, fue testigo —y aprovechó— el ascenso de la televisión, que pasó de ser una tecnología relativamente desconocida a convertirse en el vehículo abrumador de comunicación nacional para una generación obsesionada con la celebridad. Su coronación en 1953 fue la primera en Reino Unido en transmitirse casi en su totalidad por televisión. (La BBC había televisado la procesión real por las calles de Londres en 1937 para la coronación del rey Jorge VI). En 1997, la monarquía creó su propia página web.
En un nuevo salto a esferas antaño insospechadas, en 2007 su tradicional mensaje navideño se emitió en un canal real en YouTube, 75 años después de que el abuelo de Isabel se convirtiera en el primer monarca británico en emitir un mensaje navideño similar por radio. Y en 2018, los telespectadores pudieron disfrutar de una monarca relajada y sin guion cuando apareció en su primera entrevista ante las cámaras para un documental sobre su coronación. (En deferencia a las sensibilidades de palacio, la entrevista se describió como una “conversación”).
En 2009, la familia real abrió una cuenta en Twitter, que actualmente tiene unos 4,7 millones de seguidores.
Ancla de la nación
Tan duradero fue el control de Isabel sobre el cargo supremo de la nación que su reinado abarcó los mandatos de 15 primeros ministros británicos —desde Winston Churchill hasta Liz Truss— y 14 presidentes estadounidenses, desde Harry S. Truman hasta Joe Biden.
Si bien su papel era en gran medida protocolar, en tanto monarca constitucional sin poder ejecutivo, sus partidarios sostenían que desempeñaba un papel importante y menos tangible como ancla de la nación, y seguía en su cargo gracias a un consenso tácito entre la reina y los súbditos.
Y aunque no ejercía ningún poder político formal, sus audiencias semanales con los sucesivos primeros ministros le permitían conocer los asuntos de la nación, y su presencia en reuniones internacionales se consideraba positiva para el prestigio británico.
Y hubo ocasiones en las que su presencia reforzó incluso la política oficial. En junio de 2012, en lo que varias generaciones habían visto como el más improbable de los encuentros, la reina estrechó la mano de Martin McGuinness, quien fuera comandante del Ejército Republicano Irlandés, en un gesto considerado un símbolo muy público del compromiso con la paz en Irlanda del Norte.
Solo el escenario, en Belfast, Irlanda del Norte, evocaba tres décadas de luchas sectarias que arrastraron a las fuerzas británicas, de las que la reina era la comandante jefe titular, a una lucha con las guerrillas del IRA que buscaban una Irlanda unida, antes de que el acuerdo de paz del Viernes Santo de 1998 pusiera fin a los llamados Problemas.
No obstante, los críticos calificaban a la monarquía de anacronismo costoso y poco querido, que extraía su riqueza de un país que nunca consintió formalmente al lujoso estilo de vida de la realeza en palacios y castillos. Solo la reina mantenía residencias en el Palacio de Buckingham, el Castillo de Windsor, la finca de Sandringham en Norfolk y el Castillo de Balmoral.
Para los paparazzi y la prensa sensacionalista, algunos de los miembros más extravagantes de la familia real eran un terreno fértil. En 1992, aparecieron fotografías en los periódicos británicos en las que se veía a Sarah Ferguson, la duquesa de York, que se había separado del príncipe Andrés meses antes, sin la parte superior de su bikini y entrelazada con un rico empresario estadounidense.
En 2012, el hijo de Carlos, el príncipe Enrique, entonces tercero en la línea de sucesión al trono, fue fotografiado retozando desnudo en una fiesta en Las Vegas. Antes se le había visto vestido de nazi en una fiesta de disfraces. Más tarde, una revista francesa publicó fotografías de la entonces señorita Middleton, ahora duquesa de Cambridge, tomando el sol en topless. Los episodios suscitaron dudas sobre los límites de la privacidad de la realeza y amenazaron con reavivar las viejas tensiones con los medios de comunicación, que habían llegado a su punto más bajo durante el malogrado matrimonio de Carlos y Diana.
La pareja, que se casó en 1981, se lió en relaciones adúlteras que condujeron al divorcio en 1996. Pero en ese tiempo, Diana, la princesa de Gales —seguida por los paparazzi— se convirtió en un icono glamuroso de la realeza con un toque humano. Tony Blair, que era primer ministro en el momento de su muerte, la llamó la “princesa del pueblo”.
La muerte de la princesa, perseguida por los paparazzi, en un accidente de auto en París el 31 de agosto de 1997, convulsionó al Reino Unido en un duelo público que dejó a la reina aislada en Balmoral.
Durante días, la monarca se negó a reconocer públicamente el luto y las montañas de ofrendas florales en las calles y parques de Londres en honor a la mujer cuya imagen y comportamiento habían hecho que la reina luciera lejana y anticuada.
La relación de Diana con Isabel había sido fría. Su entusiasmo por el contacto con el público solo parecía destacar el contraste con la reputación de la familia real como emocionalmente distante y disfuncional. Los momentos posteriores a la muerte de Diana se convirtieron en la base de una película de 2006, La reina, protagonizada por Helen Mirren, que retrataba a Isabel como indiferente y lenta para aceptar la crisis que se desataba a su alrededor.
Aferrada a los protocolos reales, la monarca se negó inicialmente a permitir que la bandera de la Unión ondeara a media asta sobre el Palacio de Buckingham, insistiendo en que su papel de abuela era consolar en privado a los hijos de la princesa, Guillermo y Enrique.
Pero su negativa inicial a dirigirse a la nación o incluso a salir de su reducto escocés dejó a la monarquía en el filo de la navaja, ya que los periódicos lideraron a la miríada de dolientes de Diana en un coro de desaprobación sin precedentes, amenazando con romper el consentimiento público vital para la supervivencia de la monarquía. Finalmente, la reina cedió; algunos consideraron que era demasiado tarde.
Viajó de Balmoral a Londres, moviéndose entre multitudes de dolientes, y, en un discurso a la nación desde el Palacio de Buckingham el 5 de septiembre de 1997 —cinco días después del choque automovilístico en París— la reina habló en términos notablemente personales para un monarca británico, elogiando a Diana como “un ser humano excepcional y dotado”.
“Por mi parte, creo que se pueden extraer lecciones de su vida y de la extraordinaria y conmovedora reacción a su muerte”, dijo la reina.
La transmisión fue en vivo, algo inusual, una muestra de la conciencia que tenían los asesores de la reina de la importancia de los ciclos noticiosos de 24 horas continuas. Diana, dijo la reina, “nunca perdió su capacidad de sonreír y reír, ni de inspirar a otros con su calidez y amabilidad”. Por primera vez en el reinado de Isabel, los británicos vieron a su monarca acercarse a ofrecer una disculpa.
“Todos hemos estado intentando, a nuestra manera, sobrellevar la situación”, dijo. “No es fácil expresar el sentimiento de pérdida, ya que a la conmoción inicial suele seguirle una mezcla de otros sentimientos: incredulidad, incomprensión, ira y preocupación por los que quedan”.
Y, en lo que quizá fue el gesto más difícil y de mayor carga simbólica, la reina, flanqueada por miembros de la familia real, salió a pie de las puertas negras de hierro forjado del Palacio de Buckingham el 6 de septiembre, cuando el carruaje de armas que llevaba el féretro de Diana pasaba de camino a la Abadía de Westminster. En ese momento, la reina inclinó la cabeza en reconocimiento tácito de una mujer que había robado el corazón de Gran Bretaña, y, por tanto, había amenazado a su reina.
Una monarquía restaurada
El funeral fue un punto de inflexión. La reina había capeado la feroz tormenta de la desaprobación pública y discretamente se desvivió por garantizar que en el futuro el pueblo británico se sintiera atraído, al menos simbólicamente, por su vida. En 2002, 2006 y 2012 organizó grandes fiestas para celebrar su Jubileo de Oro, su cumpleaños número 80 y su Jubileo de Diamante. Las celebraciones, muy coreografiadas, reflejan el equilibrio que buscaba entre una cautelosa apertura al público y el distanciamiento de su papel y personalidad.
Incluso cuando se enfrentaba a situaciones imprevistas —como en una visita de Estado a EE. UU. en 2007, cuando el presidente George W. Bush tropezó al insinuar en su presencia que podía tener dos siglos más de los que tenía— mantenía la compostura con solo una mirada regia.
“Me dirigió una mirada que solo una madre puede dirigir a un hijo”, dijo Bush después de que la reina lo mirara inquisitivamente en el podio que compartían.
Su comportamiento personal, a diferencia del de la mayoría de su familia, era irreprochable, nunca se vio empañado por el más remoto indicio de escándalo. Isabel ofrecía a sus súbditos un espejo de las elevadas normas morales a las que muchos podrían aspirar, pero que la mayoría no lograba alcanzar.
A lo largo del reinado de Isabel, la agitación social forzó cambios en la monarquía. Pero ella nunca se apresuró a adoptarlos, reforzando la sensación de una continuidad real que existía en un mundo aparte y funcionaba según un código velado al que la mayoría de los británicos no tenían acceso. Su reticencia a precipitarse a adoptar nuevos métodos reforzó la imagen que sus críticos tenían de la monarquía como algo anticuado, irrelevante y fuera de lugar, un costoso retroceso a un pasado de realeza enjoyada y distante que se divertía en palacios y castillos a costa del público.
Sin embargo, su imagen pública se gestionaba y maquillaba tan hábilmente como la de cualquier estrella de cine o alto ejecutivo de empresa.
En cierto modo, la mística de la monarquía no era una sorpresa: la reina nació en un mundo aparte. Nunca asistió a la escuela ni a clases y fue criada y educada en casa por niñeras, institutrices y tutores privados.
Desde el principio, sus encuentros con el público estuvieron planeados y limitados. Desde el momento en que su tío, el rey Eduardo VIII, abdicó en medio del escándalo por su relación con Wallis Simpson, una mujer estadounidense y divorciada en 1936, la futura reina —entonces de 10 años— entró en la línea de sucesión que la situó muy lejos de los británicos como una figura insigne de honor.
Cuando su padre, el rey Jorge VI, murió, ella tenía 25 años y era una joven cuyos intereses conocidos se limitaban a montar a caballo y a cuidar de su séquito de corgis.
Pero fue esa crianza, impregnada de los valores de una monarquía que no se había enfrentado a ninguna de las presiones de la era de la televisión y del Reino Unido de la posguerra, lo que hizo que a menudo pareciese que tardaba en adaptarse a un mundo muy diferente del que había nacido.
La joven princesa
La princesa Isabel Alejandra María, hija de la duquesa y el duque de York, nació en Bruton Street, en el centro de Londres, en la madrugada del 21 de abril de 1926. En el momento de su nacimiento, era la tercera en la línea de sucesión al trono, después de su tío y su padre, pero parecía lejana la perspectiva de que alcanzara la corona.
Nació en el seno de la Casa de Windsor, integrante de una dinastía que había sido conocida como Sajonia-Coburgo y Gotha hasta que se cambió el nombre en 1917, durante la Primera Guerra Mundial, para evitar las asociaciones con los enemigos alemanes de Gran Bretaña.
La familia se trasladó pronto a una casa elegante en una calle llamada Piccadilly, y la joven princesa vivía en una suite del último piso cuando la familia estaba en Londres. De pequeña, pasó mucho tiempo en los castillos escoceses de Glamis y Balmoral. Pero pronto se acostumbró a las tradiciones familiares (que más tarde se extenderían a su propio estilo de maternidad) cuando sus padres partieron en una gira oficial de seis meses a Panamá, Fiyi, Nueva Zelanda y Australia.
Desde los 7 años hasta justo antes de su matrimonio en 1947, la princesa Isabel y la princesa Margarita Rosa, estuvieron al cuidado de una institutriz, Marion Crawford, conocida como Crawfie, que llegó a ser considerada una traidora a la realeza cuando publicó sus memorias en 1950 en contra de los deseos de la familia.
La joven princesa Isabel era una entusiasta jinete de ponis. El público sabía muy poco más sobre ella. Y su joven vida, ya aislada, cambió significativamente tras la muerte del rey Jorge V, su abuelo, a principios de 1936, y cuando su tío abdicó ese mismo año, lo que elevó a su padre al trono. A partir de entonces, su vida fue la de la primera persona en la línea de sucesión al trono.
Mucho después, la princesa Margarita recordaría haberle preguntado si la coronación de su padre en 1937 —cuando Isabel tenía 11 años— significaba que la hermana mayor sería algún día reina. “Sí, supongo que sí”, respondió la joven Isabel.
Pero el mundo estaba a punto de cambiar de una manera mucho más grande. Con el estallido de la guerra en 1939, las princesas se trasladaron al castillo de Windsor para evitar los bombardeos alemanes en un momento en que muchos otros niños fueron evacuados de las ciudades a lugares más seguros. De hecho, Isabel hizo su primera emisión grabada en 1940, a los 14 años, que se transmitió para los niños británicos evacuados a Norteamérica y otros lugares.
Según Pimlott, su biógrafo, cazó su primer venado en las colinas escocesas cerca de Balmoral a los 16 años y cazó con perros en Gloucestershire un año después. Pero no asistió a la universidad, donde podría haber conocido a otros adolescentes. Más bien se dedicó a una vida real y en 1942 pasó revista a los soldados de los Guardias Granaderos en virtud de su título de coronela honoraria; fue su primer compromiso público. A los 18 años, ya desempeñaba funciones constitucionales en nombre de su padre, cuando éste viajó a Italia en 1944.
La única vez que se sabe que experimentó la educación en grupo fue a principios de 1945 —poco antes del final de la Segunda Guerra Mundial— cuando se inscribió brevemente en el Servicio Territorial Auxiliar como subalterna honoraria, y se capacitó en las habilidades de conducción y mantenimiento de vehículos militares. Las fotografías de ella con su uniforme militar se convirtieron en parte del esfuerzo propagandístico de la realeza para elevar los ánimos en tiempos de guerra, y para mostrar que la alta sociedad estaba haciendo su parte.
Para el público y para su familia, el principal problema que surgió con el fin de las hostilidades y el comienzo de una nueva era en el Reino Unido de la posguerra fue el asunto de con quién se casaría, algo que no se podía resolver por simple ensayo y error.
La princesa y sus cortesanos consideraron que el candidato más adecuado era el príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca, hijo del príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca y de la princesa Alicia de Battenberg. La genealogía real remonta las familias de Isabel y Felipe a la reina Victoria, una de las varias formas en que el príncipe y la princesa estaban emparentados dentro de un estrecho círculo de la realeza europea.
Se había conocido en la década de 1930. El príncipe Felipe, cinco años mayor que ella, se estaba forjando una reputación —que mantuvo durante muchos años— de un poco donjuán. Pero también tenía buenos antecedentes en la guerra con la flota británica en el Mediterráneo y el Pacífico.
En 1947, la princesa Isabel cumplió 21 años durante una gira real por Sudáfrica, que entonces formaba parte de la Commonwealth, y, en una emisión de radio dirigida al imperio y las antiguas colonias británicas, declaró a sus oyentes que “toda mi vida, sea larga o corta, estará dedicada a su servicio y al servicio de nuestra gran familia imperial a la que todos pertenecemos”.
Prosiguió: “Pero no tendré fuerzas para llevar a cabo esta resolución sola a menos que ustedes se me unan, como ahora les invito a hacer”.
Fue un tema que se repetiría, como en su discurso de Navidad de 1957, cinco años después de convertirse en reina. “No puedo llevarlos a la batalla, no les doy leyes ni administro justicia, pero puedo hacer algo más”, dijo entonces. “Puedo darles mi corazón”.
En ambas ocasiones, Isabel pareció reconocer los frágiles límites de un monarca constitucional: una jefa de Estado ceremonial sin poder político real, descendiente de una dinastía arraigada en la Alemania del siglo XIX cuya vasta riqueza y privilegios palaciegos sobrevivieron, en última instancia, solo con el consentimiento del público.
Parte de ese consentimiento se deriva de la pompa, y poca gente es más hábil en la pompa que la realeza británica. El 20 de noviembre de 1947, la princesa Isabel se casó con el príncipe Felipe y, a pesar de la mala situación de la economía británica de posguerra, la boda ofreció un abanico de cabezas coronadas y una declaración de continuidad.
Reina a los 25 años
Isabel tenía 22 años cuando, al año siguiente, nació el príncipe Carlos. En sus primeros años, recibió un trato muy parecido al que había recibido su madre de bebé. Cuando su padre fue destinado a tareas navales en Malta, su madre voló para reunirse con él. Tras cinco semanas en Malta, regresó a Londres y pasó varios días atendiendo otros asuntos (incluido un día en las carreras de caballos, una pasión constante) antes de reunirse con Carlos en Sandringham, en Norfolk, donde también se encontraban los padres de ella.
En 1950, la princesa Isabel tuvo a la princesa Ana, pero el ritmo de su vida como representante de la familia real se aceleraba. En el otoño de 1951, la princesa Isabel y el príncipe Felipe realizaron una gira por Canadá y Estados Unidos antes de embarcarse en lo que se suponía iba a ser un largo viaje por Australia y Nueva Zelanda, que comenzaría con una parada en lo que entonces todavía era la colonia británica de Kenia.
Y fue allí, lejos de su tierra, donde se convirtió en reina. En casa, su padre, el rey Jorge VI, tenía cáncer, y en septiembre de 1951 le habían extirpado el pulmón izquierdo. Falleció mientras dormía y fue encontrado muerto en su cama el 6 de febrero de 1952, pero Isabel, heredera del trono, se encontraba en un remoto campamento keniano de observación de fauna llamado Treetops.
La princesa Isabel —ahora reina Isabel II, bajo la regla de la sucesión automática— regresó del campamento a un alojamiento, y durante cuatro horas, debido a las dificultades de comunicación, no supo que su padre había muerto y que ella era la nueva soberana del Reino Unido. Tenía 25 años.
La coronación sería más tarde, el 2 de junio de 1953, un momento que la princesa Margarita describió como el de un ave fénix que resurge de las cenizas, emblema de la recuperación de la posguerra. Para celebrar la ocasión, se dio a conocer la noticia de que dos alpinistas de una expedición dirigida por británicos habían sido los primeros en conquistar el Everest.
La coronación fue una extraordinaria mezcla de rituales antiguos y tecnologías contemporáneas. En todo el país, los británicos se apiñaron frente a los primeros televisores en blanco y negro en armarios chapados o lo celebraron con fiestas callejeras.
Con más de 8000 invitados en la Abadía de Westminster, la ceremonia culminó con la unción secreta de la nueva monarca bajo un dosel que la mantenía fuera de la vista de los fieles y de las cámaras. A continuación, la reina recién coronada volvió a su palacio, portando el cetro y el orbe, acompañada por casi 30.000 soldados, 29 bandas y 27 carruajes. Tres millones de personas se apostaron a lo largo del trayecto mientras pasaba su carruaje dorado tirado por caballos.
A los pocos meses de la coronación, la reina y su esposo volvieron a salir de gira, retomando y ampliando el itinerario abandonado tras la muerte del rey.
La maratónica gira, desde las Bermudas hasta Australia, supuso un punto de inflexión, tanto en la adulación que recibía la nueva reina como en la historia del imperio que habían gobernado sus antepasados. En 1957, mientras dicho imperio se deshacía, Ghana se independizó, como lo había hecho India 10 años antes.
La familia real también fue objeto de un mayor escrutinio: la princesa Margarita por sus intereses románticos, el príncipe Felipe por su creciente habilidad para las meteduras de pata diplomáticas.
La televisión avanzaba: en 1957, por primera vez, la reina aceptó transmitir por televisión su mensaje anual del día de Navidad, que antes se emitía por radio.
El país también estaba cambiando, a medida que su imperio se reducía. Al otro lado del Canal de la Mancha, la Unión Europea comenzó a germinar a finales de la década de 1950, ofreciendo un nuevo conjunto de alianzas y rivalidades para desafiar al imperio en declive. En 1965, el régimen de la minoría blanca de Rodesia (actual Zimbabue) desafió a la reina y a su país al declarar unilateralmente la independencia.
En casa, los súbditos de la reina buscaban nuevos iconos e ídolos.
Una tormenta en ciernes
Los años sesenta pregonaban el Swinging London, una época de una nueva permisividad y una cultura construida en torno a grupos como los Beatles (homenajeados por la reina en 1965) y los Rolling Stones. Los programas de televisión satíricos rompieron tabúes y ridiculizaron a la monarquía, lo que llevó a los responsables de la imagen de la reina a cooperar con los realizadores de un extenso documental de la BBC que retrataba a la realeza bajo una luz más favorable.
En los años setenta, el péndulo volvió al malestar económico, con el invierno del descontento y la semana laboral de tres días.
La reina tuvo dos hijos más: el príncipe Andrés en 1960 y el príncipe Eduardo en 1964. Sus hijos fueron presentados a mundo diferente al que ella había conocido durante su infancia. El príncipe Carlos asistió al riguroso internado de Gordonstoun, en Escocia, y continuó en el Trinity College de Cambridge.
Pero algo en la percepción pública de la monarquía estaba cambiando. El tono de los reportajes sobre la realeza se volvía más agresivo, al tiempo que la familia real se mostraba vulnerable a las tensiones y el estrés que consumían a la gente común y corriente en un país en el que los valores morales tradicionales habían sido golpeados por la permisividad de los años sesenta.
La princesa Margarita y su esposo, lord Snowdon, se divorciaron en 1978, siendo el primer matrimonio real que fracasó en el entorno inmediato de la reina. En 1979, la familia real se vio sacudida por la muerte de lord Louis Mountbatten, que fue asesinado por una bomba del IRA cuando iba a bordo de su barco de pesca, un atentado que también dejó otros tres muertos. Conocido por la realeza como “tío Dickie”, Mountbatten era primo segundo de la reina, tío del príncipe Felipe y mentor del príncipe Carlos, que lo describió más tarde como “el abuelo que nunca tuve”.
Y tal vez la mayor tormenta que afectó a la reina comenzó a gestarse en el esplendoroso día de julio de 1981 cuando la familia acogió en sus filas, posiblemente con cierta reticencia, a una recién llegada que iba a traer la agitación al hogar real: lady Diana Spencer.
Como reportó R.W. Apple Jr. en The New York Times: “Los 2500 invitados que se encontraban en el interior de la obra maestra barroca de Christopher Wren, la catedral de San Pablo, los cientos de miles de personas que vieron a la comitiva nupcial pasar en magníficos coches de caballos desde el palacio de Buckingham hasta la catedral y volver, y los 700 millones de telespectadores de todo el mundo fueron testigos de un cuento de hadas hecho realidad: el apuesto príncipe Carlos con uniforme naval se casaba con la encantadora Diana Spencer, de 20 años, hija de un conde, en medio de un tipo de esplendor que el mundo moderno casi ha olvidado”.
El momento de cuento de hadas no perduró, y para cuando las complejidades emocionales de la pareja se desbordaron en una escabrosa cobertura sensacionalista de su distanciamiento y sus devaneos, la reina enfrentó un notable desafío. El centro de gravedad de la simpatía del público se había desplazado. La nación estaba cada vez más dividida entre los partidarios de su hijo y los de su nuera, una contienda que la infeliz pareja protagonizó a través de las filtraciones e indirectas que aparecieron en la prensa escrita y audiovisual.
“La familia real, llegó a decirse, no era un modelo de virtud doméstica y felicidad privada”, escribió Pimlott, “sino, en la jerga moderna, disfuncional”. La realeza ya no estaba protegida de lo que él llamaba “lascivia pública” ni de “una prensa que ahora no tenía casi ningún incentivo para brindar a la familia real la protección leal de la que había disfrutado desde el siglo XIX”.
Los obstáculos no se detuvieron ahí. En noviembre de 1992, se produjo un incendio en el querido castillo de Windsor de la reina, que causó daños por valor de millones de dólares. Isabel II enfrentó a las críticas por la exención al impuesto sobre la renta que sus súbditos pagaban. Y los matrimonios reales se separaban. A medida que el catálogo de problemas se ampliaba, la reina aseveró que “1992 no es un año que recordaré con placer absoluto”.
“En palabras de uno de mis corresponsales más comprensivos”, dijo, “ha resultado ser un ‘annus horribilis’”.
La reina respondió con una mezcla familiar de indiferencia y reconocimiento tardío de que el público le exigía cambios.
El espectáculo continúa
El “annus horribilis” llegó a un final apropiadamente caótico cuando el 9 de diciembre de 1992, Carlos y Diana anunciaron su separación tras 11 años en un matrimonio cada vez más infeliz. Quedaba trazado el camino a mucha más división y tragedia, la muerte de Diana en 1997, que remecería a la monarquía hasta la médula.
El hecho de que la reina no solo soportara el desafío público, sino que lo hiciera de forma que cimentó, en lugar de disminuir, el apoyo del a su posición y su forma de actuar, fue prueba de la determinación de la reina para proteger y promover su reinado.
A pesar de las secuelas de la muerte de Diana —incluida la posterior relación pública de Carlos con su amante desde hacía mucho tiempo, Camila Parker-Bowles, con quien se casó en 2005 y que ahora lleva el título de reina consorte—, la reina continuó con los rituales de su reinado con un compromiso inquebrantable.
Enormes fiestas de verano en el jardín llenaban los terrenos del Palacio de Buckingham con cientos de invitados. En esas reuniones, la reina era escoltada por sus ayudantes y se presentaba a invitados selectos que no conocía, muchos de los cuales se maravillaban de su diminuta estatura y sus amables modales. La reina y su familia siguieron honrando a los ciudadanos con premios, medallas y títulos.
Los dignatarios extranjeros fueron recibidos y agasajados con cenas de Estado y paseos regios en carruajes dorados por el Mall, que se extiende desde el Palacio de Buckingham hasta Trafalgar Square. Pero parecía que se habían aprendido otras lecciones. Si esta iba a ser una era de una monarquía más pública, sería la reina quien controlaría el ritmo del cambio, permitiendo un poco más de acceso de una manera más moderna, sin abandonar el distanciamiento que sustentaba la monarquía.
El alcance de su éxito quedó claro en 2002, cuando, a sus 76 años, celebró sus 50 años como reina con una fiesta nacional de cuatro días. Dio por concluida la ocasión con lo que Warren Hoge, del Times, llamó “el tradicional saludo desde el balcón del Palacio de Buckingham mientras los coros cantaban ‘Land of Hope and Glory’”.
“No había duda de que se había revalidado enfáticamente el control emocional e institucional de la nación que su presencia representa”, escribió Hoge.
El cambio con respecto a los primeros días cerrados de la monarquía quedó claro cuando un millón de personas se agolpó en los parques a las puertas del Palacio de Buckingham para ver un concierto de rock y pop en los terrenos del palacio que se proyectó en pantallas gigantes. Brian May, el guitarrista principal de la banda Queen, tocó en solitario el himno nacional, “God Save the Queen”, en una actuación en directo desde el techo del palacio.
“Los noticieros en blanco y negro de 1952 muestran un país muy diferente del que hoy habitamos”, dijo Blair, entonces primer ministro, al brindar por la reina en 2002 en un almuerzo formal en el Guildhall del siglo XVII. “Usted ha adaptado con éxito la monarquía al mundo moderno, y eso ha sido un desafío porque es un mundo que puede prestar poca atención a la tradición y a menudo valora las modas pasajeras por encima de la fe duradera”.
La reina respondió: “Han sido 50 años bastante notables, se mire por donde se mire”.
Parte de la simpatía del público por la reina en 2002 puede haberse derivado de sus pérdidas personales: su madre y su hermana, Margarita, murieron ese año. Y, aunque su papel impedía una intervención política directa, utilizó su posición con habilidad para ofrecer consuelo a quienes se enfrentaban a la pérdida.
Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, envió un mensaje a los neoyorquinos, diciéndoles: “El dolor es el precio que pagamos por el amor”. Y tras los atentados del 7 de julio de 2005 en su propia capital, en los que cuatro terroristas suicidas mataron a 52 personas, dijo a los londinenses: “Atrocidades como estas no hacen sino reforzar nuestro sentido de comunidad, nuestra humanidad y nuestra confianza en el Estado de derecho”.
Mark Landler y Mark A. Walsh colaboraron con la reportería.