Innovaciones para un futuro retrograda

Escribe Camilo Furlan

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Alcanzar la cúspide de la eficiencia es, sin duda, un desafío perpetuo. Hace ya más de un siglo, venimos buscando mejorar la manera en la que la electricidad forma parte indispensable de nuestras vidas, al punto tal de que ya perdimos de vista lo que realmente perseguíamos a largo plazo.

La tecnología, esa fascinación biológica por las luces de colores, la inagotable necesidad de tocar, de probarlo, de saber hacer. Pilares fundamentales de una industria de explotación extractivista, una ciencia de adiciones y una sociedad de trastornos normalizados. Décadas atrás, la mágica revolución de las computadoras cambiaría el mundo para siempre y nos llevaría a colocarnos el “medallón de oro” a la especie más inteligente.

En torno a esto, un día creamos una maquina capaz de resolver problemas matemáticos en cuestión de algunos minutos, ésta ocuparía el espacio equivalente a una habitación grande completa. Insatisfechos, creamos el transistor, una manera más eficiente de realizar estos cálculos con menor volumen físico implicado que revolucionaria el mundo de lo que pasaría a llamarse “computación”. Mas tarde, tuvimos computadoras en nuestra oficina y un día en nuestros hogares. Como si no bastara, creamos internet y luego supercomputadoras que cabrían en nuestros bolsillos y estarían al tanto de las últimas novedades para con la situación sentimental de una pareja de famosos en el otro extremo del continente.

Uno de los mayores desafíos actuales es eficientizar la conductividad de los materiales, así como los cableados de oro son más eficientes que los de cobre, ciertas “maquinas” contemporáneas, como las de resonancia magnética o computación cuántica, necesitan de un estado de la materia conocido como “Superconductividad”. Un estado en el que la energía fluye a través de un material prácticamente sin fricción, esto se logra con cableados aislados del oxígeno y enfriados a temperaturas cercanas al cero absoluto, es decir, -273° Celsius. En estos casos, normalmente se habla del “Condensado de Excitones” o “El quinto estado de la materia”, un material teorizado por primera vez en la década del 20 y que trascendería como “Condensado de Bose-Einstein”.

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Recientemente David Mazziotti, un profesor de la universidad de Chicago descubriría algo que haría temblar a los más audaces y avanzados científicos del mundo. Observaría que la luz proveniente del sol, al llegar a las hojas de las plantas, se dispersaría sintetizando azucares esenciales (fotosíntesis). Pero no de cualquier manera, sino que la carga de los fotones de luz solar recorrería la hoja, sin perder absolutamente nada de energía e el camino. Un fenómeno solamente visto en el condensado de excitones a muy bajas temperaturas, la analogía que uso Mazziotti es “Cubos de hielo formándose en una taza de café caliente. De poder replicar este mecanismo natural, podríamos duplicar la eficiencia de la actual maquinaria en torno a la superconductividad, permitiendo llevarla a cabo a temperatura ambiente y eliminando al menos el 95% de la maquinaria implícita.

Como si todo eso no fuera suficientemente fascinante cabe mencionar que, hace al menos 45 millones de años en el bosque del paleoceno, los mamuts convivían con una versión de internet 25 veces más avanzada que la nuestra. Esta red no abarcaría solo la electricidad, sino compuestos orgánicos volátiles, variaciones electromagnéticas, intercambios iónicos y catiónicos e incluso un sistema que trasciende la teoría de la relatividad especial de A. Einstein, implicando inconmensurables cantidades de datos viajando de cualquier célula viva a otra diferente, de manera instantánea.

Con la codicia, siempre presente en las calles de nuestras inmaculadas ciudades, nos fuimos dando cuenta de que siempre necesitábamos algo, algo que llene mi vacío interno, algo que me de felicidad y algo para poder finalmente estar en paz. La industria, como siempre, no tardaría en encontrar la solución perfecta a esta necesidad colectiva de saciar lo insaciable. Así convertimos la felicidad en un producto con obsolescencia programada, y por el que lucharíamos incansablemente el resto de nuestras vidas, porque así debe ser, porque así me enseñaron en la escuela.

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Mi pregunta es simple, ¿Haremos de este modelo, la “revolución del transistor” del siglo XXI? ¿Seremos capaces, una vez más, de convertir la naturaleza en el producto perfecto? ¿O alzaremos la mirada a la magnificencia del planeta en el que vivimos, y la inteligencia omnipresente que ignoramos? Tal vez la respuesta este codificada en nuestro ADN, al fin y al cabo, somos máquinas de consumo ¿O no?

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