
Las manos llenas de grasa, la cabeza llena de ideas: Walter Rosner, el fabricante de montañas rusas
¿Cómo se llega a fabricar una montaña rusa? ¿Cómo se lleva el ingenio a recorrer el mundo? La historia de Walter Rosner es inusual. Nació en Oberá, se formó en una escuela industrial -de las de antes- y para generar ingresos, por las noches lavaba colectivos en la empresa Capital del Monte, donde comenzó a fortalecer esa pasión por “los fierros”. Con las manos llenas de grasa y la cabeza llena de ideas. Su historia no sigue el libreto clásico del éxito; es más bien una marcha propia, hecha de curiosidad, audacia y terquedad. Una historia donde los sueños no se narran: se sueldan, se ensamblan, se ponen a prueba.
Por esas vueltas de la vida que sólo entienden los que se atreven, Walter Rosner terminó diseñando montañas rusas. Pero no es la típica historia de superación con moraleja al pie. Es la historia de un espíritu indomable, movedizo, curioso, de esos que no entienden el mundo si no es con las manos llenas de grasa, el cerebro encendido y un sueño nuevo por alcanzar.
“¿Dónde aprendiste a soldar?”, la pregunta es inevitable, ante la montaña de hierro forjado con sus manos y sus ideas. Respondió con la precisión de quien no necesita el título para saber lo que hace: “En la técnica, sí. Pero sobre todo lavando colectivos de noche y escuchando a los viejos”. Porque eso le enseñó su abuelo: que la sabiduría no estaba en los libros sino en la paciencia de los que ya vivieron. Así fue. Así arrancó. Así va.

Dejó huella en las grandes industrias de Misiones: yerbateras, embotelladoras, metalmecánicas. Pero lo suyo no es quedarse mucho tiempo quieto. Cuando las empresas del té no pudieron pagarle los trabajos, aceptó canjes. Té por máquinas. Y así, casi sin querer, nació su primera exportadora.
Se cayó. Se levantó. Volvió a la metalurgia. Emigró a Dos de Mayo, trabajó con Valmitran -una tealera- inventó, diseñó.
Hasta que un día, en plena crisis de biomasa, se le ocurrió convertir plástico en combustible. Una planta de pirólisis. Volver el plástico a su origen: petróleo. Gasoil, querosén, nafta. “El proceso sucio, lo hace la máquina”, explica.
Instaló una en San Luis. Otra en la selva peruana, en Iquitos, transportada por el río Amazonas. Una tercera, en El Salvador, montada por videollamada y planos de ida y vuelta. Todo construido en Misiones, por misioneros. “¿Quién diría que nosotros, acá, seríamos pioneros en plantas pirolíticas en Sudamérica?”, se entusiasma con asombro.


También es piloto. Porque claro, alguien como Rosner no se conforma con estar a ras del suelo. En un viaje a Alemania, sus parientes lo llevaron a Europa Park, en Rust, una ciudad diminuta en Alemania. Y allí, con la mirada del chico que nunca se apaga, entendió que todo es posible: aquel parque gigante había nacido con una calesita. ¿Por qué no en Misiones?
“Busqué, pregunté, investigué. Nadie fabricaba montañas rusas en Argentina. Todos importaban de China. Dije: ¿por qué no lo hacemos nosotros?”, cuenta. Y lo hizo. Con su equipo, recorrió parques, sacó fotos, desarmó engranajes ajenos con la mente y armó los propios. La primera montaña rusa hecha en Misiones está en el complejo La Roca, y no es un capricho: es una declaración de principios.
Ahora viaja a Buenos Aires con el INTI, para participar del primer congreso de certificación de parques de diversiones. Va como representante misionero. Como fabricante nacional. Como inventor, sí, pero también como visionario que cree que los sueños se planifican.




Rosner repite una y otra vez: Misiones. Lo dice con orgullo. Lo dice con firmeza. No por marketing ni por compromiso. “Misiones es un paraíso. Pero no sabemos vendernos. Tenemos naturaleza, clima, tierra fértil. Nos falta mostrarnos”. En sus años de exportador, con el té a cuestas, conoció el mundo. Y volvió más convencido que nunca: “Tenemos todo. Y muchos misioneros triunfan afuera. Es hora de que lo sepan adentro”.
Le preguntan por la economía y no duda: “Con la inflación era imposible planificar. Ahora veo una ventana. Podemos presupuestar una montaña rusa a dos años. Porque un sistema como ese, lleva meses de planificación antes de colocar el primer tornillo. Antes no sabías si ibas a poder comprar un tornillo al mes siguiente”.
Defiende las rutas misioneras, el trabajo del Gobierno provincial, y clama por más articulación, más integración entre lo público y lo privado. “Hay ideas brillantes que quedan por la mitad. Eso no puede pasar más”.
Walter tiene 46 años. Está casado con Lorena Adriana Runge, pionera también (y empresaria misionera 2025): ella creó la primera planta de té frío de Misiones. Con ella empujan juntos, cada uno en su carril, pero con la misma energía. Tienen tres hijos: Mateo (15), Adriana (13) y Moisés (11). “Mi señora me apoya en todas. Y eso no es poco. Porque soy un loco inventor que a veces se despierta a las 3 de la mañana con una idea rara”, se ríe.
También se emociona cuando cuenta que su esposa trabaja con mujeres solteras, dándoles un lugar en la planta, apostando por el empleo con impacto social. “Ella es muy innovadora, como yo, pero desde otro lado. Y eso es hermoso”.
A Walter Rosner lo guía algo más que la técnica o el negocio. Lo guía el impulso de hacer lo que nadie hizo. El hambre de construir donde no hay nada. De dejarse llevar por la idea loca que nadie se anima a pronunciar. “Si algo me llama la atención, voy. Indago. Pruebo. Me equivoco. Pero voy”. Y así, desde el corazón del monte misionero, un chico que lavaba colectivos en Oberá terminó montando plantas industriales en el Amazonas y diseñando juegos mecánicos con destino nacional. Rosner no espera que el futuro lo alcance. Él lo suelda. Lo dobla. Lo pinta. Y lo lanza a andar, montaña arriba.