Pacto Social: ¿Civilización o Barbarie?

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         “Homo homini lupus”, versa la locución del latín “Lobo es el hombre para el hombre”. Cita  de algún poeta romano, alusivo al comportamiento humano y a la interacción característica entre las personas, dotado de un cierto egoísmo natural y compulsivo. Sobre la base de esta concepción de una moral viciada del hombre, nace una de las teorías de contrato social más antigua dentro de la ciencia política; propuesta por Thomas  Hobbes en su obra “El Leviatán”, quien caracteriza al estado de naturaleza como punto de partida,  que nace en la edad moderna y que sirvió para explicar el origen de la sociedad y justificar la existencia del Estado. 

 Este pensador parte de la idea de que la voluntad humana, así como su conducta, son movidas por el deseo y la pasión. Y en esta búsqueda incesante consiste el vivir. El problema surge, cuando son muchos los que desean la misma cosa. Es entonces cuando empieza la “Guerra de todos contra todos”, reconociendo en ello el primer estadío  denominado: “estado de naturaleza”, donde la condición humana es egoísta, hedonista y racional. Las leyes de la naturaleza tales como justicia, equidad y piedad, pueden ser respetadas y cumplidas siempre y cuando se constituya un poder como fruto de un pacto social entre individuos. 

De otra manera, sin el temor a un determinado poder que motive su observancia, son contrarias a las pasiones naturales del hombre que, como menciona, contrarrestan el raciocinio, la libertad y la igualdad.

         Curiosamente algún tiempo atrás, las plataformas de entretenimiento virtual, habían estampado entre tantas, una interesante y paradójica opción escrita por el gran novelista Stephen King, quien en tan ingeniosa imaginación, relata la vida de los habitantes de un pueblo llamado Chesters Mill, que, un día cualquiera se despiertan viviendo bajo una especie de “cúpula” que los envuelve y atrapa en una suerte de barrera invisible, transparente e impenetrable. 

          Insertos en esa nueva realidad se desata el caos y la confusión entre los habitantes, que al no contar con una autoridad que rija el nuevo orden, deciden tomar las riendas del pueblo. La desconexión, el aislamiento y la amenaza del desabastecimiento, los convierte poco a poco en seres irracionales, instintivos que luchan y compiten entre sí por satisfacer sus  necesidades más básicas. De cierto modo, la autoridad vigente es puesta bajo la lupa por actuar con cierto grado de incompetencia a fin de frenar el desborde social.

           De repente, desaparecen las reglas de juego tradicionales y se encuentran ante un nuevo escenario, donde la cotidianeidad se presenta ante sí como una realidad paralela. Cada  uno de estos ingredientes se funden en una carrera, que en la ficción resulta emocionante y da paso a una trama atrapante, reflejando la capacidad humana de hacer el bien y el mal. 

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           Esta alegoría literaria, que representa la psicosis social desatada a partir de cierto punto y la complejidad de las situaciones que de ellas se desprenden, intenta describir de manera apocalíptica e hipnótica en términos coyunturales, la delgada línea existente entre un argumento utópico y su materialización.  

         En este caso, la analogía  resulta más que propicia, para  revisar la función paternalista que ha recobrado el Estado recientemente, en materia de intervención sobre ciertos ámbitos.

         Quizás, por estos días, el centro de la reflexión no sólo redunde, sino que refuerce la rigurosidad de aquella noción de Estado y el poder de policía presentes en diversas corrientes de pensamiento del siglo pasado.  

         La antelación y previsión respecto a la  problemática de salud pública instalada  a nivel mundial y de la cual Argentina no está exenta, marcaron el ritmo en los procesos decisorios y la manera en que  estos temas son abordados por la mecánica del poder político.

         En términos conceptuales, la democracia sigue siendo el régimen más apto  para la consecución de los fines esenciales del ser humano. Y aunque hay países donde son más o menos avanzadas, siempre persigue el mismo objetivo: mejorar la calidad de vida del hombre y lograr el pleno desarrollo en todas sus dimensiones.

         Como principio organizador del desarrollo humano, es inherente mencionar entonces el carácter sustentable de las políticas de un gobierno y el modo en que ellas se relacionan con la democracia. La sustentabilidad, entendida  como la ordenación de las relaciones del hombre con su medio ambiente, y la consecución del equilibrio entre lo social y lo natural. En efecto no es únicamente un principio técnico y científico, sino antes y sobre todo, un principio de carácter normativo y político. 

Ciertos autores diferencian una sustentabilidad tecnocrática donde la racionalidad  técnica es dominante y las decisiones de interés general son producto de un conjunto de cálculos  y valoraciones científicas, que dejan fuera a la discusión política. Y por otro, una concepción más normativa y abierta, donde no se trata de prescindir del conocimiento experto, sino de subordinarlo a la política.

            Siguiendo esta línea teórica, las políticas de un Gobierno serán sustentables en la medida que las decisiones apunten a la consecución de los objetivos básicos: preservar y mejorar la calidad de vida, satisfacer las necesidades básicas de la población. Todo ello sin empobrecimiento ecológico, ni comprometer el bienestar de las futuras generaciones, en todas sus implicancias. 

            Históricamente, la experiencia demostró que la lógica de un Estado paternalista suele ser expansiva en detrimento y menoscabo de las libertades individuales. Si bien, aunque no es fácil definir sus límites, está claro que ante tales circunstancias de contingencia, un elemento clave a la hora de garantizar  la seguridad y protección a los ciudadanos, es la aplicación rigurosa en la observancia de las normas. 

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Esto a su vez, expresado en restricciones, al punto que implique revestir a un Estado policial por una “causa noble”, encuentra su justificación con base en fines más concretos; la salud pública por ejemplo. 

            Es allí donde la  política anuda ese proceso y se expresa en algún tipo de decisión que implica la movilización de ciertos recursos de poder.

A su vez, la justicia, las Fuerzas Armadas, la administración pública, y en resumen, todos los entes subordinados del Estado, deben funcionar como partes de un andamiaje articulado, en términos de eficacia, eficiencia y efectividad.

           Sin buscar caer en generalizaciones simplistas, el comportamiento y la adhesión social son el otro elemento fundamental a la hora de juzgar el grado gobernanza, como cualidad legitimante en la toma de decisiones políticas,  ya que determina en mayor o menor grado el alcance y expansión de los resultados, que se traducen en positivos o negativos. No obstante, como  hijos del rigor, la ciudadanía parece no ser  consciente de la responsabilidad civil que le compete, porque cuando desafía los límites, conoce las reglas, pero elige infringirlas

Al parecer la incorporación de la obligatoriedad de las normas (en este caso el aislamiento social preventivo y obligatorio) es un problema  estructural recurrente en todas las sociedades, no solo en Latinoamérica.

Pero, lo cierto es que como decía el escritor estadounidense Thomas Merton “Todos somos responsables uno de los otros y ningún hombre es una isla”.

            La imprudencia o falta de responsabilidad ciudadana respecto al cumplimiento de las normas, son tan determinantes como las medidas políticas adoptadas  a la hora de elegir el rumbo. 

Una vez mas, el séptimo arte, sigue siendo, sin dudas  aquel lienzo que logra proyectar un sinnúmero de relatos, sumergidos en la imaginación. Sin embargo, en circunstancias reales, esas escenas devastadoras tantas veces vistas en la ficción y que devienen en la amenaza de un quiebre social, son posibles y hasta pueden presentar un tinte dramático aún mayor. 

Inicialmente versaba el poeta romano sobre las grandes  similitudes del ser humano con  las bestias,  y que lo único que lo diferencia de ellas  es la capacidad de razonar, pero paradójicamente es una cualidad a la cual renuncia con demasiada asiduidad. 

En efecto, la cruda expresión de una realidad golpeada, pone de manifiesto dos cuestiones: por un lado, la caducidad de ciertos consensos, y por otro la  necesidad imperiosa de sentar las bases para un nuevo contrato social, de lo contrario siguiendo esta ruta, el único destino posible es el regreso a la barbarie.

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