SAN SALVADOR, EL SALVADOR - JUNE 1: An assistant raises an image of the President Nayib Bukele of El Salvador during a message to the citizens for the 6 years of Bukele's government at the Teatro Nacional in the Historic Center on June 1, 2025 in San Salvador, El Salvador. (Photo by Alex Peña/Getty Images)
Puede la democracia liberal adaptarse antes de que se desmorone
|
Getting your Trinity Audio player ready...
|
Escribe Andrés Malamud / Americas Quarterly – La aceptación global de los demócratas antiliberales revela no solo una desilusión generalizada, sino también el fracaso de las élites.
La semana pasada, los legisladores de la Asamblea Legislativa de El Salvador aprobaron cambios constitucionales que permiten la reelección presidencial indefinida y extienden el mandato presidencial a seis años. Estos cambios afianzarán aún más al presidente Nayib Bukele en el poder. Los salvadoreños, sin embargo, parecen estar lejos de oponerse. Bukele ha mantenido un índice de aprobación de más del 80% desde que asumió el cargo en 2019, atribuido en gran medida a la reducción de la violencia de las pandillas.
El Salvador es solo otro ejemplo de cómo los votantes están recompensando cada vez más a los líderes que intercambian salvaguardas institucionales por resultados rápidos. La tendencia es global: la captura judicial de Hungría, la marginación de los líderes de la oposición por parte de India y las purgas posteriores al golpe de Estado de Turquía obtuvieron el apoyo de la mayoría, lo que revela una crisis de fe en la democracia liberal.
En su libro de 2018 The People vs. Democracy, el politólogo Yascha Mounk diagnosticó el problema como el desacoplamiento lento pero constante del liberalismo y la democracia. Su idea clave fue que el liberalismo (definido por los derechos individuales y un sistema de controles y equilibrios) y la democracia (arraigada en el gobierno de la mayoría) ahora están en guerra. La separación de dos ideas que alguna vez se consideraron que se reforzaban mutuamente es un desafío definitorio de nuestro tiempo.
La amenaza no es solo una teoría académica. A medida que el mundo digiere una segunda presidencia de Trump y muchos países latinoamericanos lidian con el retroceso democrático, la decadencia del partido y el renacimiento populista, la idea de Mounk se vuelve cada vez más apremiante. Las democracias iliberales utilizan las elecciones para desmantelar los controles y equilibrios, mientras que el liberalismo tecnocrático gobierna sin el consentimiento popular. Ambos erosionan la confianza, como dice el economista argentino Eduardo Levy Yeyati: “el primero silenciando la disidencia, la segunda descuidándola”.
Ecos familiares, nuevas variantes
El antiliberalismo de América Latina no tiene que ver con la ideología, sino con la supervivencia. Cuando las democracias no logran detener la violencia de las pandillas o la corrupción, los votantes ven los derechos básicos como lujos, como en El Salvador, y las instituciones se convierten en pasivos en el mejor de los casos, cómplices en el peor. Incluso Chile, considerado durante mucho tiempo un modelo de reforma democrática gradual, rechazó primero una constitución progresista y luego una conservadora, y los analistas atribuyeron la reacción violenta a la extralimitación de la élite.
En países como Perú y Guatemala, la fragmentación política ha permitido lo que Paolo Sosa-Villagarcía y Moisés Arce llaman “autoritarismo legislativo“, donde el legislativo, en lugar del ejecutivo, gobierna a través de negociaciones de élite y captura del Estado en lugar de la voluntad del pueblo. Estos regímenes mantienen una fachada liberal; La extralimitación ejecutiva no se materializa, pero la legitimidad democrática sufre de todos modos.
Por otro lado, los líderes reformistas ambiciosos han adoptado tácticas populistas utilizando la legitimidad popular para anular los controles institucionales. La reforma del poder judicial en México, por ejemplo, fue controvertida por amenazar con reducir la independencia judicial, pero se enmarcó como democratizadora. Si bien son retóricamente progresistas, estos movimientos corren el riesgo de vaciar las salvaguardias liberales en nombre de la urgencia democrática.
Estos patrones resaltan la lucha perenne de la región para alinear la gobernanza liberal con la legitimidad democrática. Las democracias que han demostrado ser lo suficientemente resistentes como para resistir las crisis, como Argentina y Brasil, lo han hecho a través de barreras institucionales que salvaguardan los procesos electorales y restauran el equilibrio político. Estas barandillas, especialmente durante los períodos de polarización, son cruciales. Demuestran que la resiliencia institucional, aunque frágil, no es inútil.
Por qué los votantes siguen eligiendo a los demócratas iliberales
Los votantes apoyan a los líderes antiliberales por cuatro razones. Primero, eligen los resultados sobre los derechos. Cuando la democracia liberal no cumple, los votantes castigan a los titulares y favorecen soluciones que funcionan, independientemente de los costos. En segundo lugar, la gente tiende a preferir narrativas simplificadas. Los populistas nombran enemigos concretos en lugar de causas abstractas y prometen soluciones claras en lugar de compensaciones. En tercer lugar, la brecha entre la gente y las élites se ha ampliado. Algunas élites liberales han desarrollado una actitud moralista que el votante promedio ve como condescendiente o amenazante. En cuarto lugar, se ha producido una reacción cultural. La santurronería de la élite ha ido acompañada de la imposición de valores progresistas que la gente común ve como ajenos a la tradición.
Esta no es una historia exclusivamente estadounidense o latinoamericana. Es global. Y a menos que las democracias liberales se vuelvan más empáticas y receptivas, es decir, menos oligárquicas, los candidatos iliberales continuarán ganando elecciones a veces por goleada. Como advierte Mounk, cuando las personas sienten que sus votos no importan, es más probable que apoyen a los líderes que prometen hacer estallar el sistema. Esto hace que la reconstrucción de la legitimidad democrática no sea solo un imperativo moral sino una necesidad estratégica.

Un repintado democrático
Para sobrevivir, la democracia liberal debe cumplir, no solo predicar. Las lecciones de América Latina parecen claras: la estabilidad de Costa Rica se basa en tribunales anticorrupción que funcionen; Las herramientas digitales de Uruguay y los referendos activados popularmente permiten a los ciudadanos dar forma a la política, no solo protestar contra ella. Aún más crítico, las élites de ambos países, como el emblemático José “Pepe” Mujica, comparten el estilo de vida de las masas. La empatía y la proximidad no son conceptos demagógicos; son constructores de confianza.
Las reformas de América Latina deben abordar las necesidades materiales y simbólicas, combinando la justicia con la recuperación económica, en lugar de compromisos legalistas. Cuando la democracia se convierte en una provincia de las élites, derrota su naturaleza primordial: un gobierno del pueblo. Y cuando se convierte en un ritual de elecciones sin entrega, frustra su propósito final: un gobierno para el pueblo.
Los derechos y los resultados no son opuestos; son requisitos previos. Sin ellos, los votantes seguirán eligiendo caudillos que prometen seguridad sobre salvaguardas y que cambian los controles y equilibrios por la “eficiencia del hombre fuerte”. La lección es clara: la democracia sin liberalismo es peligrosa, pero el liberalismo sin democracia es insostenible.
Para preservar ambos, debemos reconstruir el puente que una vez los mantuvo unidos: la confianza, con los votantes en el centro. El equilibrio requerido no es solo institucional; es simbólico y material. Los ciudadanos deben creer tanto en sus derechos individuales como en su poder colectivo para dar forma a la gobernanza.
A su vez, los líderes deben servir a los ciudadanos mejorando sus condiciones de vida, tanto a través de la prosperidad compartida como de la dignidad social. El respeto es el primer mandato de la comunidad y la condición legitimadora de la autoridad. El segundo mandato es el pan de cada día. El liberalismo debe demostrar que puede reducir el crimen y la corrupción y reavivar el crecimiento económico, no solo proteger los procedimientos. De lo contrario, los votantes seguirán intercambiando derechos por resultados, y el experimento de la humanidad con la democracia seguirá pendiendo de un hilo.
