Después del temblor: vivir en la sombra de esta crisis (y de las que vendrán)
Todavía vivimos en la onda expansiva del COVID-19, aunque muchos hagan de cuenta que fue un mal sueño que terminó en 2022. Creer lo contrario —que la pandemia quedó atrás sin reconfigurar nuestras rutinas, nuestros bolsillos y hasta la forma en que los chicos aprenden— es, como mínimo, ingenuo.
Cuando cerraron las escuelas, el 90 % de los estudiantes del planeta quedó varado frente a pantallas que, en demasiados casos, ni siquiera existían. Resultado: en 2021 los docentes volvieron al aula y se toparon con chicos de segundo año que no podían resolver problemas de fracciones ni redactar un párrafo coherente, porque jamás había habido “clase” de verdad. Estudios comparativos muestran que el tiempo efectivo de aprendizaje cayó a la mitad en países ricos y se desplomó todavía más en los de ingresos medios y bajos; la proporción de niños incapaces de leer un texto simple al final de la primaria saltó del 51 % al 62 %. Esta brecha no se cierra con “más deberes”. Es una herida abierta que, si no se atiende con tutorías intensivas y tecnología universalizada, nos va a acompañar por décadas.
La economía tampoco salió indemne. En 2020 se evaporaron el 8,8 % de las horas laborales del mundo, equivalentes a 255 millones de empleos de tiempo completo. Ese shock dejó entre 100 y 150 millones de nuevos pobres extremos, mientras el 0,001 % más rico engordó sus carteras casi 14 %. No es una cifra abstracta: significa comer peor, abandonar estudios, posponer consultas médicas. Y significa, también, que la desigualdad no es un subproducto colateral sino un mecanismo que se activa cada vez que la máquina económica se sacude.
La salud mental pagó su propio precio, aunque las cifras no se movieron todas al mismo tiempo. En el primer año de pandemia (2020) el suicidio general cayó alrededor de 5 % en comparación con 2018-2019, pero la tregua duró poco: en 2021 la tasa volvió a subir 4 % y en 2022 regresó a su pico histórico en países como Estados Unidos. Lo más preocupante es el repunte entre los más chicos: un estudio encontró un 31 % de aumento de suicidios en niños de 5-12 años de ciertos grupos demográficos, y la CDC recuerda que en 2021 el suicidio fue la tercera causa de muerte de los adolescentes de 14-18 años, con 1 952 fallecimientos. En otras palabras, el virus no sólo vació aulas: también desbordó los consultorios de salud mental y dejó cicatrices invisibles que hoy se traducen en más crisis y más urgencias pediátricas.
El confinamiento bajó la persiana del planeta industrial y nos mostró algo que suele quedar oculto por el ruido: nuestra adicción a los combustibles fósiles. El consumo global de crudo se hundió cerca de 9 % en 2020 —una caída inédita desde 1945— y, por primera vez, un barril de referencia llegó a cotizar en negativo. La demanda eléctrica mundial retrocedió 5 %, aunque en casa gastábamos más luz que nunca.
La fragilidad del sistema era tan evidente que bastó pisar el freno un par de meses para que las curvas de demanda se desplomaran. La enseñanza es clara: si queremos una transición energética seria, no alcanza con plantar paneles solares; hay que rediseñar usos, desplazamientos y lógica productiva.
Mientras las avenidas quedaban mudas, un puma paseaba por Santiago de Chile, cabras montesas dominaban un pueblo de Gales y lobos marinos se echaban a dormir en las veredas de Mar del Plata.
Aquellas postales virales no fueron meros memes de cuarentena: expusieron que, en ausencia de nuestra actividad frenética, los ecosistemas recuperan terreno en cuestión de días. Si pretendemos ciudades resilientes, tal vez convenga aprender de ese experimento forzado y repensar cómo repercute nuestro sistema de sociedad en la naturaleza en vez de esperar al próximo encierro para ver fauna en la plaza.
La pandemia no fue una “tormenta perfecta” que ya escampó; fue un parteaguas que redefinió dónde estamos parados. Afectó el modo en que los chicos leen, la forma en que trabajamos, el precio de lo que consumimos y hasta quién tiene derecho a circular por la calle: nosotros o un puma curioso. Hacer de cuenta que todo volvió a la “normalidad” es regalarle el futuro a los mismos desequilibrios que llevamos años arrastrando.
Si algo dejó claro el confinamiento es que los sistemas —educativo, económico, energético y urbano— son más frágiles de lo que aceptamos en público. La pregunta ya no es cuándo pasará la próxima crisis, sino qué tan preparados queremos estar cuando pase.







