Un aplauso para el asado

Escribe Camilo Furlan

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Unos meses atrás, en las fiestas de fin de año, participé de una cena familiar en la que nos deleitamos con el típico asado acompañado de múltiples ensaladas instaladas en una mesa grande propiciando una conversación variada.

En un momento dado, alguien hace mención a el porque no había ningún corte de carne en su plato, cenando una conjunción de las ensaladas allí distribuidas. Matías, ya hace un tiempo, habría decidido volverse vegetariano debido a una razón curiosamente popular, tras encontrarse entre miradas cruzadas, dudas y murmullos, decide explicar el porqué. “…Un día, por pura curiosidad, decidí investigar cómo es que llega un producto cualquiera a nuestra mesa y particularmente me incliné por averiguar cómo eran sacrificados los animales para luego ser convertidos en cortes comerciales, conocidos por todos particularmente por su protagonismo en la dieta cotidiana del consumidor promedio”, comentaba, “Me dejó indescriptiblemente espantado la manera en la que le quitaban la vida a las vacas, las gallinas y demás. Sin piedad, sin consideración, como simple materia prima…”.

Gastronómicamente hablando, un filete obtenido de una vaca sacrificada de manera convencional o industrial es al paladar extraordinariamente inferior al de uno obtenido de un animal sacrificado por un pequeño productor de manera tradicional, o bien, como le enseñó su padre y a su vez el padre de su padre. Paso a explicar, cuando un animal crece en un criadero masivo, su alimentación estará sistematizada en función de abaratar costos y suplir los requisitos nutricionales del animal. Por este motivo, la composición de la carne será notablemente diferente a la de la carne de la vaca que, tranquila y feliz, pasta durante toda su vida en la libertad del campo. Mas allá de eso, al momento del sacrificio, el campesino o bien el productor que mantenga un mínimo vínculo con el animal, primero le tranquiliza, previo al momento dado. Esto con el fin de que en la carne no queden residuos de “Adrenalina”, la hormona de la alerta natural, desagradable al gusto y habitualmente dañino en los consumidores.

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No voy a detallar la manera en la que se sacrifica a la vaca en el matadero, pero hay algo que puedo ratificar sin el menor rincón a la duda, no son tranquilizadas ni mucho menos. Este simple detalle, no solamente nos significará una nota diferente en el asado del 25 de diciembre, el problema es mucho más profundo y abarcativo que esto. Para averiguar el porqué, debemos remontaros a los años 60, donde el estereotipo de científico loco estaba personalizado en un profesor con orejas de duende y un galvanómetro conectado a una planta de interiores. Cleve Backster, fue el creador del convencionalmente conocido “detector de mentiras” o polígrafo. Justo detrás de este revolucionario invento, hay una historia poco contada, donde este mismo hombre lograría demostrarle al mundo la fascinante capacidad de las plantas de sentir cosas que, incluso hoy en día, se empujan hacia el rubro de la parafísica y “Esa gente rara que cree en telepatía y fenómenos extrasensoriales”.

Sin la intención de Juzgar a Matías, ser vegetariano no le permitiría evadir, por ejemplo, la razón por la que ya no come carne. Backster no solo lograría demostrar, mediante una minuciosa implementación del método científico, que las plantas podían intuir quien y de qué manera podría llegar a hacerle daño o a influir en ella de alguna manera. Sino que más tarde, accidentalmente, logra probar la aparente diferencia entre una planta o fruta que “Desea ser comida” y un trato más bien desaprensivo o mecanizado. Es decir, las células aún vivas en una manzana del super, preferirían ser comidas “Con amor”, “Algo así como lo ocurrido en el rito de la comunión cristiana” especifica Backster.

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“Puede ocurrir – aventura el Científico – Que una hortaliza aprecie más convertirse en otra forma de vida, antes que pudrirse en la tierra, como el ser humano puede experimentar al morir cierto alivio al encontrarse en un nivel más elevado”.

Acercándonos al final de este recorrido por las profundidades de la neurobiología vegetal, quiero dejar en claro que hay veces en las que, incluso sin desearlo, subestimamos la inteligencia de una simple espinaca en nuestra huerta. Donde quizás diremos, si son tan perceptivas las plantas, quizás al cortarlas cree un cambio bioquímico que altere el vínculo con la misma, es decir, “se enoje conmigo”. Esa planta, creció hasta su punto culmine sabiendo perfectamente quien la mantuvo con vida y se encargó de que estuviera bien hidratada y a salvo de las plagas que le asechaban. El propósito de su vida, para ella, es ser comida por este ser. “Su planta quiere que se la almuerce” porque ve en usted una diferencia a quien quizás envasó el atún en su alacena, a quien arranco de su árbol la manzana en su mesa y al que cortó los árboles que conforman sus muebles. No habrá un final más satisfactorio para tu espinaca, que transformarse en una parte tuya, antes que quizás ser dejada ahí hasta pudrirse. Un sabio ejemplo a seguir por parte de todas las formas de vida, excepto nosotros, donde a veces no le tememos a la muerte, pero si a lo desconocido, a lo que hay después.

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