
Anestesia doble: cómo la ficción de normalidad y la fragilidad aprendida frenan la acción frente al colapso
En pleno invierno austral, mientras las lluvias intensas afectan diversas regiones del país y los cortes de energía vuelven a ser parte del paisaje cotidiano, la percepción colectiva sobre la crisis climática permanece extrañamente distante. Aunque fenómenos extremos como las inundaciones en Bahía Blanca, que dejaron 16 muertos y miles de evacuados en marzo, ocuparon titulares durante días, la reacción política fue fugaz y la respuesta social, marginal. Esta brecha entre el reconocimiento del problema y la acción concreta no es simple desinterés: responde a una doble anestesia que atraviesa el presente. Una, institucional, que simula normalidad incluso ante el colapso evidente; y otra, cultural, que desactiva cualquier emoción intensa antes de que pueda traducirse en una respuesta colectiva.
En la primera capa, la hipernormalización funciona como una estrategia narrativa que sostiene la ilusión de que todo sigue bajo control. La idea, desarrollada por el antropólogo Alexei Yurchak y retomada por Gil-Manuel Hernández en el contexto actual, se manifiesta en discursos públicos donde las crisis estructurales —energética, ambiental, social— se encubren tras promesas técnicas y gestos de gestión superficial. El ejemplo más visible está en los partes meteorológicos: mientras el Servicio Meteorológico Nacional anticipa un invierno más cálido de lo habitual en gran parte del país, con lluvias intensas en el litoral y eventos extremos cada vez más frecuentes, ninguna autoridad articula ese dato con políticas de adaptación concretas. La disociación entre información y acción se vuelve norma.
La segunda capa es más silenciosa pero igual de eficaz: la fragilidad aprendida. El diagnóstico sobre la “generación de cristal” se volvió lugar común para descalificar a jóvenes sensibles, pero el problema es más complejo. No se trata de una debilidad espontánea, sino de una cultura que privilegia la comodidad emocional y reprime la angustia colectiva. En este modelo, todo lo que incomoda —miedo, culpa, duelo— es rápidamente estetizado, medicalizado o descartado como disfuncional. Se entrena a las personas para gestionar su ansiedad de forma individual, en lugar de canalizarla hacia la organización o la protesta. El resultado es un sujeto adaptado a la frustración permanente, pero privado de herramientas para convertirla en acción.
Ambas formas de anestesia se complementan. La hipernormalización impide nombrar el colapso, y la cultura de la fragilidad impide soportar lo que implicaría asumirlo. Así, aunque la mayoría de los argentinos reconoce ya los efectos del cambio climático en su vida cotidiana, la proporción de quienes modifican su comportamiento es mínima. Según datos de la Universidad de San Martín, solo el 21 % de los encuestados dijo haber reducido el uso del automóvil en los últimos seis meses, a pesar del aumento sostenido de temperaturas y del colapso energético registrado en varias provincias durante el último verano.
Frente a esta parálisis, algunos gestos comunitarios muestran caminos posibles. En los barrios periféricos de Posadas y Oberá, colectivos vecinales organizan jornadas de formación en cocina solar, compostaje urbano y conservación de alimentos sin refrigeración, como forma de recuperar saberes adaptativos ante la inestabilidad energética. Son respuestas locales, sin subsidios ni épica, pero que rompen el pacto de anestesia: nombran el problema, sostienen el malestar y lo transforman en conocimiento compartido. No pretenden resolver el colapso, pero sí anclar la vida en medio de él.
Salir del entumecimiento generalizado no requiere héroes ni soluciones mágicas, sino prácticas que restauren la sensibilidad frente a lo que ya está ocurriendo. Eso implica, también, rehabilitar la incomodidad como parte legítima del pensamiento. Porque solo cuando se recupera el derecho a sentir miedo, enojo o tristeza frente al derrumbe, puede emerger una voluntad colectiva de cambiar las cosas. No se trata de dramatizar más, sino de dejar de fingir que nada duele. La salida —si existe— empieza por apagar la anestesia.