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“Nosotros, quienes deseamos otro planeta, uno mejor, estamos orgullosos de mantener vivas las alternativas en una época que castiga los pensamientos de cambio. Necesitamos utopías. Esto es algo dado en el activismo. Si la alternativa a este mundo fuera inconcebible, ¿cómo podríamos cambiarlo?” – China Miéville.

“El futuro es feminista” afirman remeras que desfilan tanto en la pasarela de la semana de la moda en New York como en las calles de México, Argentina, Uruguay, Polonia o Alemania. Mujeres de todas las edades y de más de 50 países marcharon el 8 de marzo de 2017 en un paro internacional que marcó todo un hito. Unas lo hicieron bajo la consigna Ni Una Menos, otras reclamaron por derechos reproductivos, o por igualdad salarial, en contra de la discriminación. Las activistas polacas, vestidas de negro, en contra de una legislación que pretendía quitarles el derecho a un aborto legal, fueron a fines de 2016 la pretemporada de este paro. A principios de 2017, en enero, una marea rosa de pussy hats había inundado Washington. Fueron las mujeres quienes le dieron la bienvenida al nuevo presidente, manifestándole su repudio a las declaraciones sexistas que hizo durante su campaña presidencial y dejando en claro que allí estarían para resistir a políticas conservadoras. Puños alzados con uñas pintadas en colores vibrantes, tetas al descubierto, banderas arcoíris… En el último tiempo, estas postales fueron transformando el paisaje público e interviniendo la rutina de millones de personas, son la nueva iconografía de una revolución que conquistó las calles y puso en la agenda pública un debate que venía adormecido.

Este fenómeno que a veces pareciera recién estar empezando, en realidad tiene muchas facetas y largas discusiones que vienen de siglos. Toda una historia en la que las mujeres han tenido que manifestarse y pelear por su derecho a votar, a ser votadas, a trabajar, a ganar dinero, tener una cuenta bancaria, divorciarse o casarse con otra mujer. Pero a pesar de las grandes conquistas y los avances, aún vivimos en un mundo desigual y machista. Las estadísticas mundiales muestran, crudamente, que las mujeres ganan menos que los varones en todo el planeta, que hacen más trabajo doméstico no remunerado que ellos (cocinan, limpian, cuidan a los niños, atienden a los adultos mayores y enfermos del hogar), enfrentan tasas de desempleo más altas, tienen empleos más precarios y son más pobres. Cuando se jubilan ganan menos dinero, son dueñas de menos propiedades y poseen menos riqueza. Aunque cuentan con mayores niveles de estudios que los hombres, enfrentan grandes obstáculos para llegar a lugares de poder o jerarquías en casi todos los ámbitos (ciencia, política, parlamentos, empresas privadas). La violencia machista provoca una nueva víctima todos los días. Pero algo cambió. Aumentó el deseo de encontrar soluciones que vayan más allá del presente, apareció la necesidad de que se consoliden las demandas de igualdad encarnadas por una nueva generación feminista que se expresa en las calles y ocupa cada vez más espacios.

El paro del 8 de marzo tuvo una particularidad, se convocó aludiendo al rol de las mujeres en la estructura productiva. El llamado a parar de producir trascendió, en muchos casos, las puertas del hogar y significó también una llamada a parar de producir los trabajos domésticos y de cuidado. Esta fue una modalidad inspirada en las islandesas que en 1975 hicieron una manifestación a modo de “día libre de las mujeres” y una huelga en la que participó el 90 por ciento de las mujeres del país: ninguna de ellas hizo tareas domésticas ese día.

La desigualdad, que año a año amplía la diferencia entre ricos y pobre, se refuerza por los roles de género que entrelazan el funcionamiento de nuestro sistema productivo. La forma en que mujeres y varones forman parte del aparato productivo hacen que esta creciente desigualdad no sea algo lineal, sino que atraviesa a las clases sociales, complejiza el análisis, añade información, transforma sentidos y reclama alternativas. Además, es un elemento olvidado en gran parte del análisis económica y en el diseño de la mayoría de las políticas públicas. “Hacer hincapié en la unidad entre el lugar de trabajo y el hogar es clave, y un principio organizador central para el paro del 8 de marzo. Una política que tome en serio el trabajo de la mujer debe incluir no sólo las huelgas en el lugar de trabajo sino también las huelgas del trabajo reproductivo no remunerado, las huelgas a tiempo parcial, la reducción de las jornadas y otras formas de protesta que reconocen la naturaleza de género de las relaciones sociales”, proponía días antes del 8 de marzo Cinzia Arruza, una de las organizadoras en la ciudad de Nueva York.

Ante una desigualdad creciente, el feminismo propone la construcción de un futuro igualitario, justo, de solidaridad. De ese modo, se propone una profunda transformación social, porque conseguir la igualdad implica una inversión completa del mundo en el que vivimos. Pero como movimiento político contiene diversas manifestaciones y expresiones en su interior, y no todas caminan hacia una resolución. Desde mi perspectiva, ese mundo que muchxs anhelamos, tiene como condición de posibilidad que los movimientos de mujeres se establezcan como un sujeto político. Y para eso, hay que apropiarse del espacio y del discurso públicos. Las mujeres tenemos el desafío de abrirnos camino allí donde siempre fuimos relegadas. Además, ese camino, como dice Claudia Korol, “necesita crecer desde las mujeres del pueblo, desde los movimientos populares, las disidencias sexuales, los colectivos rebeldes. Desafiar las lógicas posmodernas que exacerban el individualismo, la fragmentación, los acontecimientos sin historia, los sujetos sin memoria colectiva” y, podemos agregar, ese camino se nutre de la teoría y las discusiones que nos preceden. Implica, en sí mismo, una transformación de nuestras prácticas económicas y políticas. Finalmente, es necesario entender que hay una cuestión de clase difícil de soslayar y que, tarde o temprano, pone límites muy claros a los intentos de hacer del feminismo un movimiento único y homogéneo.

¿Qué mundo queremos? ¿Hacia donde vamos? ¿Cuáles son los obstáculos que tenemos enfrente? ¿Cuál es el sujeto político del feminismo? ¿El futuro es feminista? Algunas de estas preguntas subyacen estas páginas aunque las respuestas las construiremos fuera de ellas. Me propongo aportar a esta construcción con una exposición de la situación actual de las mujeres desde la perspectiva económica, para luego discutir algunas de las alternativas y respuestas que se ofrecen en el presente. Me permito, hacia el final, fantasear con las posibilidades de una utopía feminista que nos sirva de inspiración para construir ese lugar en el que queremos vivir.

El trabajo doméstico no remunerado como fuente de desigualdad

La crisis financiera internacional de 2008, que dejó a la economía de Estados Unidos en una situación que solo se puede comparar con la Gran Depresión de los años 30, y que hundió a casi todas las economías del mundo, reabrió un largo debate en el seno de la economía política: ¿la distribución de la riqueza tiende a ser cada vez más desigual a medida que el capitalismo avanza? O, por el contrario, podemos decir que las fuerzas del mercado, la libre competencia, el progreso tecnológico llevarán naturalmente a que el mundo funcione de manera armoniosa y menos desigual. El puntapié inicial para desempolvar discusiones que van más allá de la coyuntura y se meten en las profundidades de las ideas filosóficas de la economía lo dio Thomas Piketty con la publicación de El Capital en el siglo XXI. Piketty entra en escena con un tema clásico y con una conclusión en la que muchos podríamos coincidir rápidamente: el capitalismo salvaje y sin control nos lleva a un mundo en el que la riqueza social se acumula en un polo y la miseria en el otro. Las recomendaciones de política que presenta el autor también las hemos escuchado repetidas veces: más educación, sistemas tributarios progresivos, un Estado que interviene.

Sin embargo, este libro nos pone una vez más frente al gran vacío teórico instalado en el corazón de la economía política. No por el trabajo de Piketty en sí mismo, que tiene la virtud de aportar al debate con digresiones teóricas, metodológicas e incluso históricas expuestas en toda su extensión y sustentadas con muchos datos, sino más bien porque hace años que la economía política está empantanada en discusiones estériles. El fracaso en ofrecer una versión sólida acerca de la última crisis financiera marcó otro límite tanto para el mainstream como para la autoproclamada heterodoxia. El resultado: una economía política cada vez más fragmentada, elementos dispersos de teorías o problemas coyunturales que se abordan con una ensalada de números, conceptos, historia e ideología. “Pensadores” sin mucha esperanza de darles un marco conceptual general a sus ideas. Piketty, incluso, se reivindica como un pensador libre, fuera de cualquier escuela de pensamiento, como si pertenecer a alguna le significara renunciar a algo. Quizás en cierto modo tiene razón: las escuelas de pensamiento, cada una aferrada a su ideal teórico, se pelean con la realidad cada vez que ésta les muestra alguna inconsistencia. O bien recurren a un eclecticismo en que todo pareciera dar lo mismo, como si las teorías fueran modelos neutrales e intercambiables.

En toda esta ensalada, además, las mujeres solo aparecen cada tanto encabezando la columna de algún gráfico que dice que ellas tienen más o menos niveles de empleo o desocupación; o incluso, las amas de casa son consideradas como personas inactivas, que no aportan a la estructura productiva.  En toda esa gran discusión que se reinaugura post crisis 2008, se omite una y otra vez un trabajo que es fundamental y que es un gran generador de desigualdad: el trabajo reproductivo, que permanece bajo la órbita de los hogares, sin ninguna remuneración y sin presencia en los grandes debates económicos. Las relaciones de género, que son construcciones sociales, han quedado al margen en la mayor parte de la literatura económica.

Un trabajo que se realiza por amor

Adam Smith, a fines de 1700, se encuentra con un fenómeno bastante novedoso: las cosas tienen un precio. Si bien para nosotros usar billetes, tarjetas de crédito, comprar, vender, hacer transacciones todos los días es lo más natural del mundo, todo esto no sucedía (al menos no de manera universal) en las sociedades antiguas o en el mundo feudal, en donde los productos del trabajo pertenecían al rey o al dueño de los medios de producción, donde esclavos, siervos o campesinos tenían la obligación de producir y ya. El comercio y el trueque era para los excedentes. Sin embargo, en la naciente sociedad capitalista que contempla Smith las cosas se intercambian en función de un precio y eso es algo que crecerá hasta convertirse en la relación social general que nos enlaza alrededor el globo. Por tanto, su primer problema, y lo que lo hace padre de la economía, es explicar los precios. ¿Cómo es que se establece la relación en la que se intercambian las cosas entre sí? ¿Por qué dos panes equivalen a una jarra de cerveza? ¿Cómo es que panes, cervezas, camisas y relojes pueden expresarse en una unidad común?  “No es la benevolencia del carnicero, ni del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo”, asegura Smith.

Una de las respuestas que encuentra es que el valor de cada una de las cosas que se intercambian está determinado por el trabajo necesario para producirlas. Es decir, el tiempo de trabajo dedicado a producir algo es lo que regula los intercambios o, mejor dicho, es lo que se expresa como precio. El mercado, a su vez, es el lugar en donde productores y consumidores se encuentran y en virtud de los poderes de la oferta y la demanda, deciden los precios de equilibrio (que son a los que intercambiarán sus productos por dinero). Pero esa explicación no lo deja conforme ni a él ni a los muchos economistas que lo critican, y funciona –sobre todo- como un momento inaugural de lo que luego será una de las preguntas centrales de la teoría económica: “qué es lo que determina los precios” . En paralelo, la historia del capitalismo se puede pensar también como una historia de lo que hacemos por disminuir las horas que le dedicamos a trabajar, por sustituirlas mediante la incorporación de tecnología, de procesos mecánicos, de máquinas.

“En la época en la que Adam Smith escribió sus teorías, para que el carnicero, el panadero y el cervecero pudieran ir a trabajar, era condición sine qua non que sus esposas, madres o hermanas dedicaran hora tras hora y día tras día al cuidado de los niños, la limpieza del hogar, preparar la comida, lavar la ropa, servir de paño de lágrimas y discutir con los vecinos. Se mire por donde se mire, el mercado se basa siempre en otro tipo de economía. Una economía que rara vez tenemos en cuenta”, dice Katrine Marcal. Es que en las lecturas tradicionales de la economía el tiempo de trabajo que tiene sentido medir y calcular es el que, tal como hace Smith, se refleja en un precio (en dinero) y es aquí donde nos aparece un problema económico fundamental: el tiempo que se dedica a las tareas del hogar, el cuidado de los niños y los ancianos de la familia, desaparece de la órbita del sistema de precios y, por ende, de nuestra forma de entender el sistema económico en general.  La oferta y la demanda, leyes fundamentales del mercado, exigen que se especifiquen cantidades y precios. Es así como uno de los grandes aportes de la economía feminista ha sido hacer notar que, para que una sociedad funcione, hay una serie de actividades que se realizan cotidianamente que ni la teoría económica ni las estadísticas de los países consideran entre lo que se denomina trabajo productivo; o bien, entre lo que tiene un valor económico. El trabajo doméstico no remunerado se consolida como uno de los conceptos fundamentales de la economía feminista, a partir del cual podemos explicar una serie de desigualdades que se observan en el mercado laboral, los salarios, el acceso a puestos de trabajo calificados o lugares jerárquicos, entre otras.

Usualmente, cuando se habla de trabajo productivo se alude a las “actividades humanas que producen bienes o servicios y que tienen un valor de cambio, por lo tanto que generan ingresos tanto bajo la forma de salario o bien mediante actividades agrícolas, comerciales y de servicios desarrolladas por cuenta propia”, tal como lo define CEPAL. “El trabajo reproductivo constituye un conjunto de tareas necesarias para garantizar el cuidado, bienestar y supervivencia de las personas que componen el hogar. Este trabajo reproductivo se entiende en dos niveles fundamentales: a) La reproducción biológica: la gestación, el parto y la lactancia del niño. b) La reproducción social: mantenimiento del hogar y la reproducción de hábitos, normas que, incluye la crianza, la educación, la alimentación, atención y cuidado de los miembros y organización y, leyes, costumbres y valores de un grupo social determinado”, se lee en la siguiente definición. Como podemos ver, el trabajo reproductivo es fundamental tanto desde la perspectiva biológica como en términos de la reproducción social de la existencia. Además, este trabajo sirve de base al trabajo productivo. Es imposible pensar en uno sin la existencia del otro.

En nuestra sociedad solemos observar una división sexual del trabajo que asigna roles de género: a las mujeres les toca el trabajo reproductivo mientras que el trabajo productivo (que está vinculado al que se realiza en el mercado y es remunerado), lo hacen los varones. Esto se ve no solamente en la organización de un hogar, en el que la mujer tiene a cargo mayoritariamente las tareas domésticas y de cuidado (aun cuando trabaje full time fuera de la casa); sino que también se refleja en las tareas que realizan las personas en la sociedad. Las mujeres trabajan principalmente como empleadas domésticas, enfermeras y maestras -limpian y cuidan-; los varones construyen, emprenden, invierten.

Durante mucho tiempo este arreglo económico, sobre todo el que se daba al interior de una familia, fue más o menos funcional, operaba sin tantos cuestionamientos. El varón a la calle, a la producción, a los asuntos públicos, la mujer al hogar, a los cuidados, a lo privado. Desde Adam Smith a esta parte, pocos prestaron atención a esta cuestión. Sin embargo, la distribución profundamente asimétrica del trabajo doméstico no remunerado se constituye como un obstáculo en la vida económica de las mujeres. Si bien algunas personas tienen la suerte de trabajar realizando tareas que les gustan, la realidad es que la decisión entre trabajar o no hacerlo no está motivada por el placer sino por una necesidad. “Tener un salario significa ser parte de un contrato social, y no hay duda alguna acerca de su sentido: no trabajas porque te guste, o porque te venga dado de un modo natural, sino porque es la única condición bajo la que se te permite vivir“, dice la filósofa marxista Silvia Federici. En el sistema capitalista, los productos de nuestro trabajo se intercambian por dinero, y es a través de él que conseguimos aquellas cosas que necesitamos para satisfacer nuestras necesidades. La cuestión con el trabajo doméstico es que, además de ser no pago –no permitirnos obtener dinero a cambio de él-, se le impuso como una obligación a la mujer y se fue transformando en un atributo de la personalidad femenina: ser una buena ama de casa se convirtió en algún momento en algo deseable o característico de las chicas. Planchar, limpiar, preparar la comida, llevar a los niños a la escuela o acompañar a la abuela al médico, forman parte de una rutina completa. Todas esas tareas eran y son percibidas por la familia, por la sociedad y por la contabilidad nacional como actos de entrega y de amor y no como un trabajo (mientras se reproducen como roles de género). Federici lo expone claramente cuando denuncia que “eso que llaman amor es trabajo no pago”. Disfrazar el trabajo no pago como un acto de amor –y de mujeres- esconde que estas tareas son trabajo propiamente dicho y de este modo, se realiza una actividad indispensable para el funcionamiento de toda sociedad de manera gratuita en un mundo en que el consumo de todas las cosas tiene un precio.

A lo largo de todo el planeta, el tiempo que destinan mujeres y varones a las labores domésticas está desbalanceado: ellos dedican más tiempo a los trabajos pagos mientras que ellas son quienes hacen el trabajo no pago del hogar. Aunque estas labores domésticas son imprescindibles e ineludibles para que la sociedad funcione, suelen ser menos valoradas social y económicamente que el trabajo pago. Vale pensar qué respondería uno mismo a la pregunta ¿cuánto tiempo trabaja usted por día? En general, nadie contabilizan dentro de las horas de trabajo el tiempo que se dedica en elegir el tomate en la verdulería, planificar la comida de la semana o armar la logística de las actividades de los niños para compatibilizarlas con el cronograma laboral. Ese trabajo doméstico cae en una especie de limbo tanto para la teoría económica, las políticas públicas y las estadísticas como para nuestras propias ideas de qué es y qué no es el trabajo. Nadie dirá ‘estuve trabajando’ después de lavar los platos. Sin embargo, el precio aparece (y aprieta los bolsillos) cuando estas tareas son tercerizadas, sea en centros de cuidados (guarderías, jardines maternales, geriátricos, colonias de vacaciones) o en un servicio particular mercantilizado (empleadas domésticas, cocineras, enfermeras, niñeras o delivery de comida). Ahí podemos ver claramente que al tiempo consumido en estas tareas se le puede asignar un valor, y que el liberarse de ellas implica también la posibilidad de disponer de esas horas para trabajar fuera de casa (o descansar).

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Esta diferente relación con el trabajo doméstico es una de las mayores fuentes de la desigualdad entre varones y mujeres. Al ser ellas quienes más tiempo dedican al trabajo no pago disponen de menos tiempo para estudiar, formarse, trabajar fuera del hogar; o tienen que aceptar trabajos más flexibles (muchas veces precarizados y peor pagos) y, en general, terminan enfrentando una doble jornada laboral: trabajan dentro y fuera de la casa.  Esta división sexual del trabajo agrava las circunstancias de las mujeres de bajos recursos y las que no tienen independencia económica, que ante situaciones de violencia se ven limitadas para reaccionar.

No es solo económica la cuestión que está en juego sino que, como describe Federici, se trata de desmitificar y subvertir el rol que han tenido las mujeres en la sociedad, de rechazar la idea de que el trabajo doméstico no remunerado es una extensión de la naturaleza femenina. Es también una reivindicación del lugar de las mujeres en una sociedad que las limita al terreno de lo doméstico y las expulsa de lo público. Por eso una de las grandes consignas del movimiento feminista ha sido ‘lo personal es político‘ y por eso también en el Paro Internacional de Mujeres se alzó la voz con la frase “si mi vida no vale, produzcan sin mi“.

La falsa emancipación de la doble jornada laboral

Las mujeres no siempre ocuparon el mismo lugar en el sistema productivo. En los años 60, solo 2 de cada 10 mujeres trabajaba fuera del hogar, hoy son casi 7 de cada 10. La cuestión es que mientras las mujeres entraron masivamente al mercado de trabajo, no aumentó en la misma proporción la participación de los varones en las tareas del hogar y los cuidados. Por otra parte, la familia tipo que aparece en las películas de mamá y papá en donde papá es el que paga las cuentas y mamá quien hornea los pasteles mientras cuida a los niños en la casa, fue mutando. En la Argentina, 4 de cada 10 hogares tiene una jefa de hogar mujer, es decir, ellas son quienes tienen el principal ingreso. Muchas son madres solteras, separadas, divorciadas, están a cargo del hogar solas. No tienen con quien repartir tareas; ellas hacen todo y lo hacen a costa de su propia sobreexplotación o de distintas formas de empobrecimiento de su vida y su salud.

En los años setenta, había movimientos que reclamaban por un salario para el ama de casa con el fin de reconocer el trabajo que realizan silenciosamente estas mujeres en los hogares. En un mundo en el que la mayoría de las mujeres trabaja y además es ama de casa, los problemas centrales son diferentes. El problema del ama de casa tradicional o full time es que se convierte en una especie de desclasada, tanto para las teorías económicas mainstream como para las marxistas, está fuera de la órbita de los precios, del mercado, de lo productivo, son inactivas como las llaman algunas estadísticas. También les ha costado (y aún hoy cuesta) obtener el carnet para formar parte de la clase trabajadora, es que no son asalariadas. En términos más extremos, su función es servir física, emocional y sexualmente al varón que trae el pan al hogar y además hacerlo sonrientes y agradecidas.  “Los varones, desde que se es económicamente activo hasta el tiempo jubilatorio, están insertos en el sistema en una enorme proporción de algún modo, aunque estén desempleados. Porque el desempleo es un fenómeno dentro del mercado laboral. Las mujeres, no”, dice Dora Barrancos. Es que el trabajo doméstico no remunerado no aparece como un fenómeno laboral, no se mide, no se toma en cuenta, no se considera cuando se discute de economía o política. Queda en ese espacio del mundo privado y personal, cuando es una situación atravesada por lo político, económico,  cultural y social.

Como decíamos, uno de los grandes aportes de la economía feminista fue sacar a la luz el tiempo de trabajo oculto tras el telón en el escenario del mercado. Para Federici, además, es el punto cero para la práctica revolucionaria. Es donde tiene que estar el eje de la discusión, del cambio, es en donde encontramos la clave para transformar la estructura productiva. Una vez que reconocemos este aspecto de la producción social, aparecen varios problemas en torno a la valorización del trabajo doméstico no remunerado o la búsqueda de ‘librarse de él’. Por un lado, si pensamos en la opción de valorizar (ponerle un precio) a los trabajos reproductivos, estamos convirtiendo a la reproducción de la vida en mercancía, poniéndola bajo la órbita de los precios, transformándola en su opuesto. ¿Es eso lo que realmente queremos? ¿Queremos mercantilizar los cuidados? ¿Queremos que la lógica de la búsqueda de la ganancia entre a los hogares? O bien, ¿cómo sería una organización social de los cuidados que lograra escapar de esta contradicción?

Por otra parte, el salto hacia la “independencia” y salir del hogar (por propia voluntad o a fuerza de la necesidad) fue –hasta ahora al menos- cargarse dos trabajos encima. Es decir, las mujeres pasaron a tener una doble jornada laboral, porque una de ellas permanece asignada a su rol, a ‘lo femenino’, como si fuera algo que le corresponde por el solo hecho de ser mujer. Esta entrada a las filas de la fuerza de trabajo pago (productivo) ha hecho aflorar un sin número de contradicciones: se encuentran a sí mismas sobre exigidas con un trabajo afuera (productivo) pero con la responsabilidad de continuar sosteniendo las tareas del hogar (reproductivo). Aún con la posibilidad de trabajar, lo hacen con menores salarios que sus pares varones y en condiciones de precariedad.

Por otra parte, aquellas mujeres que logren algún éxito en su camino que les brinde la posibilidad de despegarse de esa segunda jornada laboral dentro del hogar, lo harán a costa de dejar un espacio vacío en la cocina y las escobas, que lo rellenará otra mujer. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo, solo en Latinoamérica, más de 18 millones de personas son trabajadores domésticos, de los cuales el 93% son mujeres que llevan adelante esta tarea en donde el 77% de los trabajadores lo hace en la informalidad y cobrando la mitad de los salarios medios de estas economías. Las cadenas de valor de mujeres profesionales que contratan servicios de mujeres pobres se extienden y amplifican las brechas entre ellas mismas, en donde las blancas de centros urbanos tienen mejores oportunidades y empleos que las campesinas, indígenas o migrantes, y que las mujeres negras. Esto significa que incluso la entrada a las filas del trabajo pago para muchas significa tan solo ser una mano de obra social y económicamente vulnerable, susceptible de dificultades adicionales derivadas de la discriminación y la violencia.

El trabajo doméstico, pago o no, full time o part time, sigue siendo un trabajo no valorado socialmente, gratuito o mal pago y realizado mayoritariamente por mujeres. ¿A qué mundo del trabajo llegan las mujeres que logran despegarse del grado cero? ¿Hay que pagar estas tareas domésticas y de cuidado? ¿Hay que sociabilizarlas? ¿Es un problema privado o una cuestión política a dirimir en el debate público? ¿Están estas cuestiones presentes en la agenda feminista?

¿Hacia una sociedad post-trabajo?

Hay un poster muy famoso que ilustra la vieja consigna de los socialistas utópicos, en él una mujer aparece ilustrando el tríptico que reza 8 horas de descanso, 8 horas de trabajo, 8 horas de recreación. “Hay algo perdido ahí, hay algo que falta. Yo lo llamo el socio oculto del capitalismo. Porque para que esta mujer pueda trabajar 8 horas, dormir 8 horas y pasear luego sus 8 horas en el bote, alguien tiene que ocuparse de hacerle el desayuno, limpiar sus ropas, sacar la basura, hacer el trabajo de la casa. Alguien tiene que estar cuidando a los niños o los ancianos. Alguien está ausente en esta situación. Hay un montón de trabajos que no se ven aquí, trabajos no pagos”, señala Heather Boushey en torno a las demandas de Orwell. El trabajo, decíamos antes, es uno de los conceptos centrales de la teoría económica y es también, por supuesto, la actividad ineludible para producir nuestra existencia. Desde 1810, la disputa por la reducción de la jornada laboral a 8 horas fue un elemento central en torno a las condiciones laborales, aunque pasaron varias décadas hasta consolidarse como un derecho. A más de 200 años de Orwell y estas ideas, no ha habido demandas para una nueva reducción. ¿Cuánto aumentó la productividad desde entonces? ¿Por qué con tantos avances científicos y tecnológicos seguimos con jornadas de 8 horas? ¡Y con dobles jornadas!

En los centros primer mundistas del pensamiento económico, el tema del momento es la robotización. Muchos advierten un punto de inflexión y proyecciones vertiginosas en el reemplazo de trabajadores por procesos automatizados. Los robots no solo son capaces de llevar adelante tareas rutinarias o que requieren fuerza, sino que también pueden aprender, conducir un auto o cocinar. Empresarios multimillonarios como Bill Gates o Elon Musk discuten incluso las consecuencias de los desarrollos que ellos mismos están llevando adelante y cómo enfrentarse a un escenario en que probablemente gran parte de la población se quede sin empleo. Es decir, si la productividad aumenta lo suficientemente rápido, la tecnología destruirá más trabajos humanos de los que creará y por tanto enfrentaremos un desempleo masivo. Este problema, desde el vamos, dinamita cientos de modelos económicos que se enseñan en universidades buscando el “pleno empleo” como una condición de equilibrio del sistema económico y como un objetivo de las políticas públicas. Además, pone en riesgo economías enteras que no están preparadas para solventar tanta mano de obra sobrante. Demanda acciones concretas y preparase para una posibilidad cada vez más cercana: cómo convivir con millones de personas desempleadas.

La forma de abordar el desempleo tecnológico desde la visión mainstream de la economía es también bastante mainstream. La primera pregunta que aparece es, en una sociedad en la que la producción se orienta al mercado, ¿quién consumirá aquello que las máquinas produzcan si es que la gente no tiene trabajo y, por ende, no tiene dinero? Si lo pensamos así, para que todas esas máquinas no se aburran de producir toneladas de cosas tiene que haber consumidores. Para fabricar consumidores en un mundo sin empleo qué mejor que inventar un ingreso universal. No es casual que tanto Hayek como Friedman, reconocidos y  multi-premiados por sus ideas liberales, hayan pensado en esta opción como una especie de piso debajo del cual nadie pueda caer o un impuesto negativo, que ante el reporte de un nivel de ingresos menor a un valor dado implica un estipendio para llegar a ese piso. Hace poco, circulaba en una de esas típicas charlas TED de gente educada contando ideas revolucionarias un historiador que decía, básicamente, que la pobreza se solucionaba dándoles dinero a los pobres. ¿Cuántos posgrados se necesitarán para llegar a esa conclusión?

No es extraño que quienes están formados en una teoría económica que solo ve precios y dinero, vean como soluciones precios y dinero. Todo pareciera resolverse al mejor estilo Robin Hood, sacándoles monedas a los ricos para dárselas a los pobres. La estructura de desigualdad permanece intacta, los pobres están un poquito mejor, los ricos hacen una obra de bien, todos ganamos. Además, por ahí el pobre hasta tiene suerte y se convierte en un micro emprendedor que gracias a esos centavos extra puede entrar en la rueda meritocrática. Pero ¿qué pasa con esas personas que ya no tienen acceso al trabajo, y que reciben simplemente un pago mensual para subsistir? ¿correrán la misma suerte que las amas de casa, invisibilizadas y desclasadas? ¿pasarán todos a una misma categoría de mantenidxs por el sistema? ¿será un incentivo a no hacer nada? ¿es una solución o solo posterga el problema? En todos los casos, vale la pena pensar el trabajo como relación social. En estas discusiones, lo que suele omitirse es que el desarrollo de la ciencia y la técnica es la sangre que corre por las venas de nuestra sociedad y que, en todo caso, el problema es quién se beneficia de las bondades de producir más en menos tiempo. El despliegue de  ciencia y tecnología expresa esa dualidad: mientras liberan al trabajador de tiempo de trabajo, se libran de él. La cuestión, entonces, es cómo los trabajadores pueden apropiarse de lo que producen cada día en un sistema que tiende a concentrar riqueza en pocas manos y miseria en el resto. El ingreso universal, en tanto no ataca el corazón del problema, es un placebo para sueños progresistas que no quieren ver tanta pobreza a su alrededor y un certificado de supervivencia en los márgenes de la sociedad para quien lo recibe.

Como decíamos antes, el trabajo que se realiza en la sociedad capitalista se distingue del que podíamos observar en sociedades anteriores. Nuestro mundo –en términos teóricos- se trata de hombres y mujeres libres (sin lazos de dependencia, servidumbre o esclavitud como en sistemas anteriores) que venden su fuerza de trabajo por lo que dura una jornada laboral, a cambio de un salario. La producción no está regida por la voluntad de un rey o por la planificación a fines de la subsistencia de una comunidad, como fuera en otros estadios de la humanidad, sino que aquello que se produce y cuánto se produce, lo que se compra y vende, se regula por medio del mercado, ese cuasi Dios que organiza mágicamente los destinos individuales. El objetivo de quien produce es obtener ganancias, no que todos coman o tengan una cama donde dormir. Esa disociación entre lo que producimos y lo que necesitamos provoca una diferencia profunda en el modo en el que pensamos nuestras relaciones sociales. Y aquí reaparece esa dicotomía entre el trabajo productivo –mercantil- y el trabajo reproductivo –que no necesariamente cae en la lógica mercantil-. Para la economía feminista esto tiene –al menos- dos consecuencias. Por una parte, el trabajo que se realiza en el hogar queda fuera del marco de la relación social general mediada por el dinero. Por otra parte, también hace que todo ese sector productivo –no pago- quede fuera de muchas de las discusiones actuales en torno al futuro del empleo.

El trabajo es aquello que hacemos para transformar materiales en objetos que satisfacen nuestras necesidades (sean espirituales o de la panza); el trabajo asalariado, en cambio, es una relación social particular, que nace con la sociedad capitalista. Es necesario entender esto para comprender que la forma en que organizamos el trabajo socialmente es material de transformación. En un sistema cuyo único objetivo es la obtención de ganancia, el resultado de las mejoras en ciencia y técnica no son un mayor bienestar, gente feliz y descansando, sino extensión de la pobreza, el deterioro del trabajo humano, la precarización laboral que es la precarización de la vida. Lo que está en torno a esta relación fundamental problematiza un vínculo general, el desempleo no es un problema individual. Por el momento, esa panacea de un mundo automatizado, en que las máquinas nos liberan del lado oscuro de la explotación no parece llegar y, por el contrario, la precarización y empobrecimiento de los trabajadores avanza. Al mismo tiempo, el trabajo reproductivo permanece fuera de la escena que se discute. Es llamativo ver cómo incluso la opción de un ingreso universal parece tener más apoyo que los reclamos por un salario para el ama de casa.

“No hay nada tan asfixiante para la vida como ver transformadas en trabajo las actividades y las relaciones que satisfacen nuestros deseos. De igual modo, es a través de las actividades cotidianas por las que producimos nuestra existencia que podemos desarrollar nuestra capacidad de cooperar, y no solo resistir a la deshumanización sino aprender a reconstruir el mundo como un espacio de crianza, creatividad y cuidado”, dice Federici, y nos abre una nueva puerta. El concepto de reproducción social nos permite ampliar nuestra visión de esto que llamamos trabajo doméstico, sumando otras prácticas. “También hace que sea posible extender el análisis fuera de las paredes de la casa, ya que el trabajo de reproducción social no siempre se encuentra en las mismas formas: ¿qué parte de éste proviene del mercado, del estado de bienestar, y de las relaciones familiares?”, se pregunta Arruzza. “El concepto de reproducción social, por lo tanto, nos permite localizar con mayor precisión la calidad móvil y porosa de las paredes de la casa, es decir, la relación entre, por un lado, la vida doméstica en el hogar, y el fenómeno de la mercantilización , la sexualización de la división del trabajo y las políticas del estado del bienestar, por el otro”, completa.

¿Cuál es el futuro que queremos? ¿Cómo resolvemos la reproducción social? Quizás haya que pensar opciones por fuera de los límites en que nos venimos moviendo. Quizás el objetivo no sea producir más y más bienes, sino producir aquello que necesitamos. Quizás haya que cuestionar también esas viejas recetas que nos hablan de pleno empleo, de estimular la demanda o de consumir más para que no se detenga el crecimiento económico. Quizás sea hora de cuestionar la idea de crecimiento económico, de consumo, la forma en que producimos. Quizás haya que entender que producción y reproducción están vinculadas intrínsecamente. Si coincidimos en que el sistema capitalista en su dinámica es inherentemente creador de desigualdad, ¿pueden el Estado y su tecnocracia detener esa dinámica? ¿Es que solo hace falta una reforma impositiva para cambiar el mundo? ¿Por qué se nos aparece como más realista “domar” al capitalismo que transformarlo?

Construir un feminismo del 99%

La desigualdad, lejos de ser una excepción o un error en el sistema, es la forma en la que funciona el capitalismo; luchar contra la desigualdad, entonces, es luchar contra el capitalismo. Decir esto a veces suena mal, como anacrónico o en desuso. Produce todo tipo de rechazo y prejuicios. Sin embargo, desde la crisis de 2008, cada vez más intelectuales, medios y activistas de todo el mundo se animan a poner en duda la legitimidad de un sistema que hace agua por todos lados y que muestra un agotamiento cada vez más evidente. Dice al respecto el siempre polémico Slavoj Zizek, “es fácil burlarse de la noción de Fukuyama sobre el Fin de la Historia, pero la mayoría hoy es Fukuyamista: el capitalismo liberal-democrático es aceptado como la fórmula finalmente encontrada de la mejor sociedad posible, todo lo que uno puede hacer es volverlo más justo, tolerante, etc. La única verdadera pregunta de hoy es: ¿endorsamos esta ‘naturalización’ del capitalismo, o el capitalismo global de hoy en día contiene antagonismos suficientemente fuertes que impedirán su reproducción indefinida?”. Parece más fácil pensar que hay un capitalismo malo y neoliberal, y hay otro bueno, una especie de capitalismo edulcorado con derechos humanos.

Aún cuando muchos pueden acordar en que es hay algo que está funcionando muy mal, las alternativas que emergen frente al capitalismo no parecen condensarse en un programa político que seduzca a las masas. Proliferan así distintas formas de enfrentarse a aquello que cada uno o cada grupo percibe como injusto, y la idea del socialismo suena a nostalgia más que a futuro. En este paisaje de inquietudes sociales diversas, es donde planta su bandera el feminismo y, como movimiento, es atravesado por todas las contradicciones ya existentes. Incorporar la perspectiva de género es abrir la puerta a la interacción de otros aspectos que son necesarios poner a consideración. En el caso de la economía, género y clase social interactúan entre sí dando lugar a nuevas configuraciones. Puesto de otra manera, la desigualdad de género atraviesa las clases sociales: podemos observar desigualdad entre varones y mujeres ricas, menor cantidad de mujeres en puestos jerárquicos, obstáculos para que ellas avancen en las grandes empresas o en el liderazgo político. En el otro extremo, las mujeres son las más pobres en el reino de los pobres,  sufren más el desempleo, la precarización laboral y la sobrecarga de trabajo doméstico las perjudica en varias dimensiones. Además, las mujeres negras, latinas, indígenas ganan menos que las blancas de centros urbanos y están expuestas a mayores dosis de discriminación y desigualdad. Las mujeres trans y las travestis chocan con todo tipo de obstáculos para tener una vida laboral digna, desde el acceso a la educación a la salud, pasando por el tipo de trabajos a los que pueden aspirar. Entonces, ¿cuál es el sujeto político del feminismo? ¿Da lo mismo el feminismo de las elites o el feminismo popular? ¿Enfrentan todas las mujeres los mismos problemas? ¿Es que acaso las mujeres de un extremo no explotan a las del otro?

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Nancy Fraser, filósofa y escritora feminista estadounidense, escribe un artículo en 1995 (que no ha perdido vigencia), titulado “¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era «postsocialista»”. Allí se pregunta cómo abordar una realidad en la que las discusiones en torno a la explotación se han reemplazado por otras sobre dominación cultural, o la pertenencia a un movimiento no se basa en la pertenencia a una clase social; e incluso, qué sucede cuando no hay una demanda por redistribución socioeconómica en el conjunto de objetivos políticos de las organizaciones.  De este modo, Fraser expone que el feminismo contiene (o debería contener en su versión más completa) las dos dimensiones. Por un lado, “para acabar con la homofobia y el heterosexismo hace falta transformar valoraciones culturales (así como las expresiones legales y prácticas que las acompañan) que privilegian la heterosexualidad, niegan el mismo respeto a gays y lesbianas y rechazan el reconocimiento de la homosexualidad como una manera legítima de ser. Se trata de revalorizar una sexualidad despreciada, otorgando reconocimiento positivo a la especificidad sexual de gays y lesbianas”. Al mismo tiempo, señala que el género “estructura la división fundamental entre trabajo «productivo» asalariado y trabajo «reproductivo» y doméstico no pago, asignando a las mujeres la responsabilidad principal sobre este último. Por otro, el género estructura además la división en el seno del trabajo pagado entre las ocupaciones industriales y profesionales mejor pagadas y ocupadas predominantemente por hombres y las ocupaciones de «cuello rosa» y de servicio doméstico, mal pagadas y ocupadas predominantemente por mujeres. El resultado es una estructura económico-política que genera modos de explotación, marginación y privación según el género (…) En suma, el género es un modo de comunidad bivalente. Tiene una vertiente económico-política que lo introduce en el ámbito de la redistribución. Sin embargo, también tiene una vertiente de valoración cultural que lo introduce simultáneamente en el ámbito del reconocimiento”.

Desde este punto de vista, reconocimiento y redistribución están entrelazados en tanto las normas culturales, institucionales, las leyes, las definiciones políticas, las relaciones económicas son sexistas y androcéntricas, y el Estado las valida. Del mismo modo, se validan las desventajas económicas que enfrentan las mujeres a través de restringir su voz en la arena de lo público, limitando su participación igualitaria en todas las esferas de la producción cultural. “El resultado es un círculo vicioso de subordinación cultural y económica. Por tanto, para combatir la injusticia de género hace falta cambiar tanto la economía política como la cultura”, concluye Fraser. A este aspecto, se le suman las consideraciones políticas en términos de cuál es el proyecto que se expresa en el marco del feminismo. A Fraser también le preocupa que sectores sociales que nutren el proyecto político neoliberal se apropien de los horizontes y las luchas feministas y las pongan al servicio de una sociedad egoísta, meritocrática e individualista en donde se promueve el bienestar y crecimiento de la mujer como un fin en sí mismo y no como parte de un proyecto político igualitario.

El avance de las mujeres en el mercado de trabajo en las últimas décadas obligó a pensar y reformular estructuras sociales que no habían sido diseñadas para una sociedad en que ellas tengan un rol productivo o protagónico en el espacio público. A veces sentimos que estamos en pie de igualdad con nuestros pares varones, pero basta revisar la lista de mujeres presidentas en Latinoamérica para encontrar que alcanzan los dedos de las dos manos para contarlas. ¿Cómo es que las mujeres aún ocupan lugares tan rezagados en las jerarquías de todos los ámbitos del saber y el poder económico? Y más aún, ¿alcanza con tener mujeres en la cumbre para mejorar la situación general? “Para mí, el feminismo no es simplemente una cuestión de conseguir que un puñado de mujeres ocupen posiciones de poder y privilegio dentro de las jerarquías sociales existentes. Se trata más bien de superar esas jerarquías. Esto requiere desafiar las fuentes estructurales de la dominación de género en la sociedad capitalista (…) Esta división jerárquica y de género entre ‘producción’ y ‘reproducción’ es una estructura que define a la sociedad capitalista y una fuente profunda de las asimetrías de género en ella. No puede haber ‘emancipación de las mujeres’ mientras esta estructura permanezca intacta”, es la respuesta de Fraser.

Puesto así, el feminismo tiene un doble desafío: necesita buscar soluciones económicas y políticas que socaven la diferenciación de género y, además, necesita que esas soluciones revaloricen culturalmente el rol de las mujeres, aun hoy en un escalón inferior. Claudia Korol plantea que “el feminismo puede, y creo que debe aportar también, a discutir conceptos y prácticas propias de las dominaciones, como el de propiedad privada, que se extiende a todas las dimensiones: propiedad privada sobre los medios de producción, sobre las relaciones amorosas, sobre las personas. Y la mercantilización de la vida, de los cuerpos, de los vínculos, de la naturaleza. En ese sentido, el feminismo no es un apéndice que mejora o complica -según quien lo mire- las luchas socialistas o antimperialistas, ‘agregando’ derechos de las mujeres. Es una propuesta que interactúa con todas las luchas del pueblo, integrando la necesidad de avanzar hacia la descolonización efectiva de nuestros territorios y cuerpos, sueños y proyectos.”

Como repasamos a lo largo de estas páginas, el trabajo doméstico sigue siendo invisible para la mayor parte del sistema de mercado, el Estado y las instituciones. Así también para los debates económicos del pasado, presente y futuro. Mientras esto siga así, los resultados de las escasas políticas de género serán muy limitados (aunque siguen siendo indispensables). Los cambios que se ven y reflejan en los grandes organismos internacionales a los que alude solapadamente Fraser (ONU, FMI, Banco Mundial, G20, entre otros que han incorporado “la agenda de género“ a sus reuniones) apuntan a una porción reducida de mujeres y no son parte de un cambio o transformación general. En la reunión de primavera del Fondo Monetario Internacional, en 2017, Christine Lagarde, directora del organismo, exponía acerca de macroeconomía y género, se hablaba en su panel del empoderamiento de las mujeres y el techo de cristal. En el mismo evento estaba  Winnie Byanyima, directora ejecutiva de Oxfam, que reaccionó rápidamente: “El empoderamiento económico de las mujeres se logra cambiando un modelo económico que funciona en contra de ellas”. Esa idea sintetiza varios aspectos que entran en esta discusión. No se puede romper techos de cristal si no nos despegamos de los pisos pegajosos que retienen a la mayor parte de las mujeres en trabajos mal pagos, informales, sin posibilidades de crecimiento, en la pobreza. A su vez, romper el techo de cristal a costa de la tremenda explotación de las trabajadoras domésticas, que sobreviven con salarios míseros y sin derechos laborales no suma en el camino hacia la igualdad. Poder trabajar pero a costa de una mayor precarización tampoco es un sueño realizado. Entonces, ¿cuál es el programa político y económico del feminismo? ¿es posible un feminismo sin demandas económicas?

El sistema económico actual desconoce tanto en su análisis como en sus medidas las desventajas que enfrentan diariamente las mujeres, especialmente las mujeres de color, las trabajadoras, las pobres, o migrantes. Por el contrario, tiende a reforzar desigualdades. Recortes de presupuesto en los servicios públicos perjudican de manera asimétrica a quienes cuidan, no solo porque las mujeres son la mayoría de las enfermeras y maestras, sino porque además cuando no hay escuelas o turnos en los hospitales serán las cuidadoras las que destinen ese tiempo extra quitándoselo a ellas mismas. De este modo, las diferencias impuestas por una división del trabajo que reproduce roles de género y sigue relegando el papel de la mujer en la economía formal, no son parte de la transformación de fondo. El discurso del empoderamiento económico por ahora se queda en la promoción de la participación económica de las mujeres sin remover ninguno de los problemas que ellas enfrentan ni fuera ni dentro del mercado laboral. Entonces, ¿se puede transformar la situación de desigualdad de género dejando intacto el sistema de producción en que se basa nuestra sociedad? Mi respuesta, así como la de Fraser o Korol, entre tantas otras, es que no y es allí en donde el feminismo se convierte en una herramienta poderosa de acción y transformación política.

En la Argentina, los Encuentros Nacionales de Mujeres, las Asambleas Ni Una Menos a lo largo y ancho de todo el país, las diversas agrupaciones feministas, lésbicas, colectivos trans, las luchas de las travas, las frondosas discusiones en las redes, los medios que han surgido en estos años para contar las historias con perspectiva feminista, la educación colectiva que construimos y de las que nos nutrimos, han sabido expresarse transformando el debate y construyendo espacios propios en partidos políticos, sindicatos, universidades, lugares de trabajo, barrios. En 2015, con la primera gran manifestación de Ni Una Menos se ha generado un acontecimiento, en el sentido histórico de la palabra, que nos permite decir que el movimiento feminista retoma su lugar en el campo de batalla. Este acontecimiento fue espontáneo, inesperado, y como tal desafía a todo este amplio espectro de militantes a estar atentas. Pero como dice Badiou “sin Idea, la desorientación de las masas populares es ineluctable”. Podríamos decir, entonces, sin un programa feminista, nos desorientamos. Parte de la construcción y el desafío por delante pasa por entender la dimensión económica del sistema en que vivimos y darnos respuestas concretas.

Al menos en lo que va de este nuevo siglo, el feminismo es la alternativa política más contundente. ¿Podemos decir que es una alternativa al capitalismo? Yo diría, en todo caso, que podría serlo. Pero que solo un feminismo con perspectiva de clase, o como se postuló en el último paro de mujeres, un feminismo del 99%, puede presentarse como tal.

¿El futuro es feminista?

La utopía ha sido euclidiana, ha sido europea, y ha sido masculina. Úrsula K. Le Guin

Mujeres con túnicas rojas y sombreros blancos hacen compras en un supermercado en el que no hay etiquetas para los productos, ellas tienen prohibido leer. Caminan de a dos y sin levantar la vista. Las criadas, estas jóvenes uniformadas y serviles, son las únicas capaces de dar a luz en un mundo en donde unas radiaciones dejaron estériles a la mayor parte de la población; fueron secuestradas, domesticadas, puestas al servicio de parejas del régimen autoritario, patriarcal y religioso que, de un día para el otro tomó el control del país. Cada criada le pertenece a una familia. Ellas son violadas mensualmente por los maridos de mujeres infértiles en una ceremonia ritual que busca el fruto sagrado de la continuidad de la especie. Las criadas son meros recipientes, vasijas, no tienen más función social que procrear. Las que no sirven para ese fin harán trabajos forzados. Las lesbianas, traidoras al género, serán mutiladas.. Estas escenas son parte del futuro que se imaginó Margaret Atwood en los ochentas y que Hulu hizo serie en 2017. The Handmaid’s Tale es una fantasía distópica que a veces no parece tan lejana a nuestro presente. Por momentos, ficción y realidad se funden en una. Pocas semanas después del lanzamiento de la serie, la Casa Blanca fue rodeada de activistas caracterizadas como estas criadas que se manifestaban en contra del Trumpcare, una propuesta que lanzó el presidente para cambiar el sistema de obras sociales en los Estados Unidos. La medida, de haber sido aprobada, hubiese dejado sin cobertura a mujeres víctimas de violencia doméstica, o que simplemente habían pasado por una cesárea. Ellas también están resistiendo a la avanzada de quienes, en esta nueva ola conservadora, buscan penalizar el aborto, legal desde los años 70 en ese país. La fantasía de Atwood nos hace dudar acerca del dónde estamos paradas hoy.  ¿Es que acaso nuestras vidas no son reguladas por voluntades y deseos ajenos?

Pero ¿cómo sería una utopía futurista? ¿qué nos imaginamos cuando hablamos de igualdad? Como dice Úrsula Le Guin, la utopía por mucho tiempo fue un sueño masculino. Aunque varias escritoras desafiaron los futuros posibles, como ella misma cuando inventa un planeta en el que las personas no tienen un género definido, o relaciones en donde no hay un mío o tuyo, sin propiedad; el futurismo de ciencia ficción al que estamos acostumbrados es de hombre versus máquina, de explotación, con roles de género tradicionales, sin siquiera parejas de un mismo sexo o trans. Donna Haraway escribe en los ochentas el Manifiesto Cyborg, un tratado que se presenta a sí mismo como un mito político irónico, fiel al feminismo, al socialismo y al materialismo, “el sueño irónico de un lenguaje común para las mujeres en el circuito integrado“. Haraway cuestiona a la ciencia, la política, las ideas religiosas del génesis, el género. Ironiza sobre las dicotomías entre animal y humano, entre mente y cuerpo e incluso entre mente y cuerpos humanos diferenciados de las máquinas. “A finales del siglo XX -nuestra era, un tiempo mítico, todos somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo; en unas palabras, somos cyborgs. Ésta es nuestra ontología, nos otorga nuestra política. Es una imagen condensada de imaginación y realidad material, centros ambos que, unidos, estructuran cualquier posibilidad de transformación histórica”, reclama Haraway.  ¿Cuál es nuestra relación con los animales o con las máquinas en un mundo en que todos estamos más o menos ensamblados? Nuestra propia experiencia de dominación parece hacernos teorizar todo tipo de relaciones de dominación. ¿Es posible romper esas estructuras?

Aunque conozco muchos soñadores y soñadoras, siempre me llamó la atención que mi generación haya renunciado tan rápido a buscar un cambio en el sistema en que vivimos. Más allá de que haya que pedir disculpas cuando se habla de socialismo o comunismo, bien podríamos haber apostado a elegir nuestra propia aventura, imaginar algo nuevo, ponerle un nombre que nos guste (si tanto nos molestaban esos otros). Esa tarea quedó trunca. Muchos apostaron a cambiar el sistema “desde adentro”, es decir, buscar parches en el funcionamiento del capitalismo -dejándolo intacto-. Otros se convirtieron en cínicos que aún viendo la matrix y entendiendo sus contradicciones prefieren no hacerse cargo de ellas, o hacer como si lo hicieran. Muchos se orientaron a la meta individual, respirando profundo con meditación, yoga y comida orgánica. Y la gran mayoría sobrevive, como puede, con jornadas laborales extenuantes y sin muchas perspectivas de American dream. Nos resulta ajeno pensar formas de producción horizontales, pensar un poder que no sea personalista y verticalista, construir movimientos independientes, romper con una visión de partidos ajena a los problemas del presente que sigue en ese péndulo de ortodoxia y populismo hace tanto tiempo. Sin embargo, es urgente hacerlo, porque las distopías a la Antwood están a la vuelta de la esquina. Están en cada mujer que va presa por un aborto espontáneo, en cada travesti que no consigue trabajo, en cada joven que es asesinada ‘porque tenía la pollera muy corta’.

Necesitamos levantar la vista y mirar un poco más adelante, traspasar el diálogo de sordos de la coyuntura en el que nadie va a modificar nada. Ante ese debate sobre nuestro futuro acallado o adormecido, el feminismo aparece como una nueva opción. Pero, en vez de pensar cómo las mujeres nos sumamos a las filas del mercado para ser explotadas, alienadas, exprimidas para el beneficio de otros; me gusta la idea de preguntarnos, ¿cómo pasar de un modo de producción basado en la búsqueda de la ganancia hacia uno basado en la reproducción de la vida? En un sentido amplio. ¿Cómo integramos todas esas dicotomías que hemos separado una y otra vez de manera arbitraria? ¿Cómo sería un mundo sin propiedad privada, sin roles de género, cuidadoso de la naturaleza?

El capitalismo es una construcción social y por ende su transformación también es un proceso social. El feminismo necesita revolucionar de raíz el orden vigente, porque no se puede conseguir igualdad de género en un mundo que se nutre de la opresión, porque no hay igualdad en un mundo de pobreza, porque no hay igualdad en un mundo de explotación. Las mujeres hoy se constituyen como una actriz protagónica, son ellas quienes resisten a procesos políticos que no solo hacen retroceder sus derechos sino también los de los trabajadores en conjunto. Y lo hacen en solidaridad, cruzando fronteras locales e internacionales y encadenando experiencias. Entendiendo que muchas veces donde aparece una contradicción no es necesario resolverla, sino más bien consensuar, ejercer la sororidad como estrategia política.

En la Argentina, las mujeres se han movilizado por sus puestos de trabajo, en contra de la violencia machista, por el aborto legal, han reclamado espacios en listas partidarias, han reaccionado ante acontecimientos que antes se dejaban pasar. Las elecciones de 2017 han traído muchísimas mujeres en las listas, con perfil alto, con temas que hacen a la agenda de género de una manera abierta y novedosa. El activismo recobró fuerza y hay nuevas oportunidades. Ni Una Menos es un espacio que contiene en un abrazo colectivo a las víctimas cotidianas de un sistema violento que hay que derrocar. El gran desafío que tenemos enfrente es orientar las luchas, pensar las experiencias e, incluso, organizarse con un programa político. Y esa es una tarea que nos toca a nosotras porque en los órganos de poder o conocimiento no hay alguien que vaya a hacerlo. Si las teorías económicas ni siquiera contemplan las largas horas de trabajo cotidiano de millones de mujeres, ¿cómo podrían pensar un futuro que nos incluya? Parte de lo que entendemos por libertad, consiste en poder imaginarnos el mundo en que queremos vivir, y actuar en consecuencia. En ese camino entre la imaginación y la acción, la ciencia tiene mucho que hacer. La teoría no es un saber instrumental, la teoría es acción, y comprenderla  de ese modo nos llena de responsabilidad. Allí, la economía feminista nos presenta una clave (entre otras que vienen de otros saberes y experiencias) para comprender nuestra vida social y también para encontrar el camino hacia ese mañana.

El trabajo es la forma en la que organizamos socialmente nuestra vida productiva y reproductiva y es por eso que el trabajo doméstico no remunerado es ese grado cero de la revolución. Transformar nuestras relaciones económicas y de género depende de nosotras. No podemos quedarnos con la idea de que estamos cambiando algo sin cambiar nada. Quizás es hora de soñar con un proyecto más grande y construir nuestra propia utopía. El único futuro que nos va a incluir es un futuro feminista.

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