Sin pacto político, será lento el avance contra la pobreza

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De acuerdo al Cedlas, respetado instituto de la Universidad de La Plata, la tasa de pobreza en el país ha caído desde 30,5 % a fin de 2015 a 27,7 % en el primer trimestre de este año. Este avance, auspicioso, de todos modos sirve para subrayar todo lo que falta para llegar a un escenario en el que ésta sea apenas una preocupación en el margen. El problema está en que, para ir más rápido, sería necesario crecer a un ritmo mayor y, al mismo tiempo, lograr una distribución del ingreso más equitativa (en las antípodas del clientelismo) pero, para hacerlo, no hay suficientes incentivos ni se dispone de todas las herramientas. En un país de organización federal como la Argentina, las reformas son responsabilidad del gobierno nacional, de las provincias y del Parlamento.

La actual gestión presidencial tiene por mandato la lucha contra la pobreza, pero este objetivo ha sido impuesto por la fuerza de los hechos, más allá de los slogans de campaña. El país no será viable sin avances sustanciales en esta dimensión.

En períodos presidenciales anteriores, caso de Carlos Menem y Néstor Kirchner, el momento inicial también estuvo dominado por temas urgentes e importantes. Pero, al mismo tiempo que los hechos imponían un mandato, las circunstancias externas y locales facilitaban los instrumentos para dar las respuestas. 

Cuando Menem asumió, la Argentina estaba todavía sumergida en la hiperinflación. Lograr la estabilidad tenía que ser el objetivo principal, y avanzar en esa dirección tendría reconocimiento en términos políticos. Cuando se lanzó la convertibilidad, la economía estaba absolutamente desmonetizada (la población había huido del Austral), por lo que la confianza en el nuevo régimen hizo que quienes habían logrado ahorrar en dólares pasaran a entregarle las divisas al Banco Central a cambio de pesos. El BCRA pudo entonces emitir moneda y engrosar las reservas, la inyección de liquidez ayudó a reactivar la economía, pero con inflación en caída porque esos pesos eran genuinamente demandados por la gente. En paralelo, luego de una “década perdida” en América latina, con una buena cantidad de países de la región en default, se ponía en marcha una iniciativa, auspiciada por el propio Estados Unidos (el “plan Brady”) que permitiría, con el tiempo, recuperar el crédito externo. Hubo mérito en el diseño de aquellas políticas, pero la clave es que dieron respuestas al problema principal de la etapa y tuvieron plafón para ser ejecutadas.

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Algo análogo ocurrió diez años después, pero con una preocupación inversa. Luego de la hiper-recesión y altísimo desempleo, lo urgente e importante fue la creación de puestos de trabajo, aun aceptando muy bajos salarios en dólares en la etapa que arrancó en 2003. Hubo instrumentos para aplicar una política de impulso a la demanda, ya que se contaba inicialmente con un fuerte superávit fiscal y externo, había una enorme capacidad ociosa en las empresas y la infraestructura había sido modernizada en años recientes. Por si faltara algo, China motorizó el boom de las commodities, con efecto inédito sobre los términos de intercambio de la Argentina, que llegaron al nivel más elevado en un siglo. A esa etapa no le faltaron instrumentos, precisamente. 

Tres quinquenios después, el mandato es también incontrovertible, ya que con el 30 % de tasa de pobreza que dejó el gobierno anterior, la Argentina no tiene destino. El problema está en que, esta vez, los instrumentos brillan por su ausencia. Más bien, la actual gestión ha heredado un racimo de “círculos viciosos”, de compleja resolución.

Se necesita bajar impuestos para dinamizar inversiones, pero esa vía puede alimentar el temor por la falta de sustentabilidad fiscal. Se requiere abrir más la economía, para incorporar tecnología de última generación y acceder a mercados que hoy nos discriminan por falta de acuerdos comerciales, pero hay un buen número de sectores con escasa capacidad de competir. El gasto público es poco eficiente, pero hay alta resistencia a reformar el estado. Y así sucesivamente.

En realidad, varios de los cambios que se necesitan podrían hacerse de modo gradual, con cronogramas detallados de aplicación, como por ejemplo una eventual rebaja de impuestos en Nación y Provincias; la eliminación de superposiciones de gasto entre estas jurisdicciones, o la integración del Mercosur a la Unión Europea/Alianza del Pacífico. Pero ese “paso a paso” requiere certezas, para que las inversiones ocurran pese a los costos y trabas del presente. Sin credibilidad, el gradualismo no sirve para adelantar el futuro.

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Los gobernadores, el presidente, los legisladores, son los que tienen la responsabilidad de forjar las certezas que habrán de permitir la lucha a fondo contra la pobreza. Un acuerdo político, factible después de las legislativas, junto con una agenda activa de mejora continua de las prestaciones del estado en sus distintas jurisdicciones, son los instrumentos que permitirían salir del círculo vicioso de baja inversión, poco empleo y lenta reducción de la pobreza.

Pero para llegar a ese punto las propuestas deben pasar a ser seleccionadas con una regla estricta de costo-beneficio, en la que el empleo privado formal de calidad, en un plazo de 1 a 5 años, debería ser la vara. Más allá de lo que digan las urnas, el populismo recién habrá de ser superado cuando se reconozca y pase a ser usual que, para resolver los problemas que enfrenta la sociedad, la clave está en asignar prioridades. Si todo vale igual, todo seguirá pendiente.

 

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