Argentina tiene cuatro veces más pobreza que Chile y Uruguay

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El INDEC informó que la tasa de pobreza urbana aumentó al 32% de la población en el segundo semestre del 2018. En el mismo período del año anterior se ubicaba en el entorno del 26%. Es fácil asociar este deterioro en la situación social con la gran devaluación del 2018 y su correlato inflacionario. A finales del 2017, una familia tipo necesitaba ingresos superiores a los $16 mil mensuales para no ser pobre. A finales del 2018 este monto subió a $25 mil, es decir, aumentó el 55%. Como los ingresos de la población crecieron menos, muchas familias cuyos ingresos estaban cerca de este valor –que es la Canasta Básica Total– cayeron en la pobreza.
Ante esta situación se naturalizan los diagnósticos centrados en la coyuntura, como la devaluación y el ajuste fiscal. Sin embargo, es necesario tener una visión más integral y profunda para identificar los orígenes del problema. Así se podrán diseñar estrategias más consistentes para reducir de manera sustancial y perdurable la pobreza.
Planteado de esta manera resulta pertinente comparar la dinámica social de la Argentina con sus países vecinos. Esto es relevante por las cercanías geográficas y culturales, más allá de las diferencias políticas entre ellos. En este sentido, según datos oficiales de los tres países, entre los años 2006 y 2018 la pobreza tuvo el siguiente comportamiento:

  • En Argentina pasó de 29,2% a 32,0% de la población.
  • En Chile pasó de 29,1% a 8,6% de la población.
  • En Uruguay pasó de 32,5% a 8,1% de la población.

Estos datos muestran la enorme dimensión del fracaso social que sufre la Argentina. Partiendo de situaciones parecidas en el año 2006 –los tres países con 1 de cada 3 personas en la pobreza–, Chile y Uruguay bajaron la pobreza al 8% de la población en poco más de una década. En el mismo período, Argentina en el 2006 empezó a distorsionar las estadísticas del INDEC para encubrir la pobreza y luego dejó de medirla en el 2013. Con el nuevo gobierno, en el 2016 se volvió a medirla y seguía en el orden de 1 de cada 3 personas en la pobreza, nivel que salvo vaivenes se mantiene. La consecuencia es que en la actualidad la Argentina tiene 4 veces más pobreza que Chile y Uruguay.
Semejante involución excede la crisis económica actual y lleva a poner el énfasis en temas más estructurales. Entre los años 2006 y el 2018 los ingresos del Estado en sus tres niveles (nacional, provincial y municipal) pasaron de 28% a 35% del PBI y el gasto público del 27% a 41% del PBI. Es decir, se generó un sector público mucho más grande y deficitario, profundizando una tendencia de más de medio siglo. La principal consecuencia fue la emisión monetaria espuria y el endeudamiento, de lo que se deriva la alta inflación que multiplica la pobreza. Los países vecinos con una administración del Estado más responsable y profesional (el gasto público en Chile es 25% y en Uruguay 33% del PBI) han logrado evitar la inflación y reducir sustancialmente la pobreza.
El problema central es la gestión del Estado argentino que está plagada de irresponsabilidad, oportunismo y mediocridad. Los cientos de programas asistenciales que se ejecutan desde los tres niveles de gobierno sirven para justificar burocracia, corrupción y “hacer política”, pero han demostrado que no sirven para bajar la pobreza. Esto a pesar de que sumando lo que gastan nación, provincias y municipios en asistencia social alcanza para eliminar la pobreza y mucho más la indigencia. Algo parecido ocurre por el lado del sistema tributario. Mientras las declamaciones en favor de la equidad llegan a niveles empalagosos, de manera sistemática se toman decisiones para que los ricos paguen menos impuestos. Un ejemplo reciente es la decisión de la Corte de eximir y devolver el impuesto a las ganancias a una jubilada de privilegio.
Asignarle responsabilidad al actual gobierno o al FMI  por el aumento de la pobreza es una manera simple y políticamente atractiva de explicar el fracaso. Pero, como lo demuestra la experiencia de Chile y Uruguay, lo que se necesita es menos hipocresía y más profesionalismo en la gestión pública en todos los estamentos del Estado.

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