La baja de la inflación ¿ayuda o perjudica a las cuentas fiscales?

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El cumplimiento de la meta de equilibrio primario será la condición central que permita o impida al gobierno recibir los fondos acordados con el FMI. Sin embargo, la principal preocupación en el corto plazo parece ser contener la escalada de precios. A pesar de la necesidad para la mejora del “humor social” de cortar la aceleración inflacionaria, estos objetivos -alcanzar el equilibrio de las cuentas públicas y disminuir bruscamente la inflación- no necesariamente van por el mismo camino. Los efectos de una desaceleración abrupta de la inflación sobre el resultado fiscal no son lineales, e incluso podrían deteriorarlo. En este sentido, un ritmo mayor de aumentos podría ayudar a alcanzar el déficit cero, dependiendo de cuáles sean los drivers que lo impulsen.
Para entender por qué, y los distintos escenarios posibles, realizaremos un pequeño ejercicio. En él, compararemos dos proyecciones: nuestro escenario más probable y uno alternativo en que la inflación promedio anual es 10 p.p. mayor, pasando de 40% a 50%. Realizamos la proyección con los precios promedio en lugar usar la variación i.a. que compara ambos diciembres, porque los ingresos y gastos se acumulan durante todo el año.
Los ingresos del sector público tienen una relación estrecha con la inflación: un tercio de la recaudación corresponde al cobro de IVA, que es un porcentaje sobre la facturación final de los bienes y servicios. Lo mismo ocurre con muchos otros impuestos, cuya percepción aumenta con incrementos nominales de la base imponible. Para el año próximo, estimamos que los ingresos totales alcancen 20,2% del PBI, de no introducirse nuevos tributos. Con un salto de la inflación de 10 p.p. en 2019, ascenderían 0,6 p.p. extra, hasta 20,8% del PBI.
Pero las erogaciones del Estado también dependen de la nominalidad de la economía. Las prestaciones sociales (jubilaciones, asignaciones sociales, pensiones, etc.) están indexadas por la Ley de Reforma Previsional al Índice de Movilidad Jubilatoria. Estas partidas representan más del 50% del gasto primario y se actualizan automáticamente con la inflación y los aumentos salariales pasados. El rezago temporal entre el aumento de estos y su reflejo en los beneficios sociales es de tres trimestres. Por esto, cuando la inflación se acelera, las jubilaciones y asignaciones pierden poder adquisitivo y el gasto en prestaciones sociales cede lugar como porcentaje del PBI. Por el contrario, cuando la inflación cae, estas partidas crecen en términos reales. Estimamos que el gasto primario alcanzaría 20,8% del PBI en nuestro escenario base -siguiendo la metodología utilizada por el FMI, incluimos los Programas de Inversión Prioritaria-, y que salte solamente 0,2 p.p. en caso de haber una mayor inflación (lo cual se explica tanto por las prestaciones sociales como por la adquisición de bienes y servicios).
Tal como explicamos, de aumentar considerablemente la inflación, el rojo fiscal primario se contraería en 0,4 p.p., logrando quedar contenido en la salvaguarda por gasto social del stand-by -en caso de aplicarse, permite un rojo primario de hasta 0,2% del PBI-. Así, una mayor inflación podría ayudar al gobierno en sus objetivos. A pesar de esto, la clave estará en cuál sea el motor de la inflación. El resultado obtenido no es el mismo dependiendo del origen del shock que impacte los costos e impulse los precios.
Si una inflación más alta se desatara por una nueva escalada del dólar, nos encontraríamos ante una situación adversa. En este caso habría, además de movimientos nominales más amplios, un golpe a la actividad económica. La profundización y prolongación de la crisis haría caer los ingresos tributarios del Estado, no sólo vía impuestos, sino también a través de una menor recaudación por aportes y contribuciones a la seguridad social (de aumentar el desempleo y/o deteriorarse los salarios formales). Por el diseño del nuevo esquema de derechos a las exportaciones, una depreciación tampoco incrementaría significativamente estos ingresos, que están definidos como un monto fijo de pesos por dólar exportado.
Un escenario diferente sería aquel en que la inflación sea traccionada por aumentos de tarifas. Si lo que pagan los consumidores por los servicios públicos subiera por encima de nuestras estimaciones, el efecto sería ambiguo: los subsidios a la generación, transporte y distribución de energía caerían, reduciendo el gasto, pero la caída de la actividad haría caer también a los ingresos. Sin embargo, descartamos esta posibilidad, que tiene poca dosis de realidad en un año electoral, dado que sería contraproducente para los objetivos políticos del gobierno.
Un último escenario sería que la inflación sea dinamizada por un aumento de salarios (privados) que dé un impulso adicional a los costos. De ocurrir, los ingresos fiscales subirían por mayores aportes y contribuciones a la seguridad social, mayores impuestos directos y, en general, una recuperación más rápida y sostenida del nivel de actividad. Este sería el caso ‘positivo’: el gasto crecería apenas ligeramente, por el rezago en la indexación de las prestaciones sociales, y los ingresos treparían tanto por los factores nominales explicados al inicio de esta nota como por las variaciones que ocurrirían en la economía real si subieran los salarios.
De cara al 2019, y frente a todas las posibilidades mencionadas, la última parece ser la más favorable. Aumentos salariales mayores, a pesar de postergar la lucha contra la inflación, contribuirían a descomprimir una economía real estancada y, al mismo tiempo, obtener mejores resultados fiscales. En este sentido, el objetivo presupuestario del gobierno podría complementarse con el político.

 

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