La crisis autoinfligida de Argentina
Lluvia de inversiones, brotes verdes, segundo semestre, crecimiento invisible, luz al final del túnel, tormenta, pasaron cosas, pacto de caballeros, reperfilamiento, paraguas cambiario. Estas son algunas de las expresiones que forman parte del arsenal retórico de Cambiemos, la alianza que llevó a Mauricio Macri a la presidencia de la Argentina, a la hora de describir edulcoradamente sus ilusiones, obstáculos y políticas económicas. La realidad, en cambio, habla otro lenguaje, más llano: emergencia alimentaria, precarización laboral, inflación, pobreza, recesión, deuda y default (suspensión de pagos). El 11 de agosto, dos tercios del electorado le dijo no a Macri en las elecciones PASO (primarias abiertas, simultáneas y obligatorias).
El lunes 12, el día después de las elecciones, el peso argentino perdió un 30% de su valor. Esa tarde, el presidente casi sin dormir (según él mismo dijo días después) explicó que “hoy, ante el resultado favorable para el kirchnerismo, el dólar volvió a subir”. En su mensaje, afirmaba también que la estampida de capitales que se fugaban del país se explicaba por la amenaza de que Cristina Fernández (la ex presidenta que va de candidata como vicepresidenta con Alberto mismo apellido) reaparezca en escena con sus políticas intervencionistas y antimercado.
Parte de los analistas coincide en que los mercados temen que en octubre vuelva al poder el gobierno que impuso controles de capitales, restricciones a la compra de dólares, retenciones a exportaciones o derechos de importación. Este énfasis en calmar a los mercados, el ente abstracto que dicta sus designios desde el más allá, es otro juego retórico para distraer la atención de los errores propios del gobierno. El país está camino a su tercer año de recesión, con la actividad industrial frenada, sin generar empleo, con salarios golpeados por la inflación y con una mayor brecha entre ricos y pobres. A pesar de haber puesto “Pobreza cero” como eje y promesa de campaña en 2015, Macri llegará al fin de su mandato con más de 34% de pobres.
Esta situación, además, se da en el marco de un endeudamiento feroz, que representa casi un PBI (más del 88% del PBI con datos del primer trimestre), y con un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional de por medio. Argentina recibió el préstamo más grande de la historia del organismo. Christine Lagarde y Nicolás Dujovne fueron los artífices, entre brindis, sonrisas, vinos y equipos “cortos de mujeres”, como señaló la Directora del organismo. Cuando se firmó, se postulaba como peor escenario posible un crecimiento económico nulo e inflación de 20% anual. Hoy esa proyección fallida sería vista como un paraíso. Dujovne dejó su cargo después de las PASO, Lagarde tampoco está al frente del FMI.
Tampoco es la primera vez que el autoproclamado “mejor equipo de los últimos 50 años” provoca una estampida que devalúa la moneda local. Hubo dos hitos en 2018 y fueron simultáneos. En marzo se presentó en el Congreso de la Nación el proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo, que se discutió por primera vez en la historia. En ese momento, el dólar valía 20 pesos. El mismo día en que se obtuvo la media sanción para el aborto legal, 14 de junio, y mientras la marea verde se retiraba del Congreso, el presidente del Banco Central de la República Argentina (BCRA), Federico Sturzenegger, dejaba su cargo sin poder “calmar a los mercados”. En agosto, cuando el proyecto fue rechazado por la cámara de senadores, el dólar ya estaba en torno a 40 pesos. En menos de 6 meses la moneda argentina valía prácticamente la mitad. No había elección de por medio, ni fantasma kirchnerista. El FMI ya estaba sentado a la mesa de negociaciones. Fue una crisis autoinfligida.
En 2015, al inicio de su gestión, Sturzenegger diagnosticó que el problema de la inflación, que acompaña a la Argentina desde el 2007, era estrictamente monetario y que se atendía desde el BCRA. Propuso un programa de metas de inflación que no se cumplió nunca. En su horizonte de fantasías, se comprometía a obtener una tasa de inflación decreciente y que culminaría en 2019 con un 5% anual. Las proyecciones actuales no bajan del 55% de inflación acumulada solo en este año. En su camino, Sturzenegger creó distintos instrumentos financieros que hicieron al país más sensible a los humores del mercado. Para alimentar a sus inversiones especulativas, usó tasas de interés que asfixiaron al crédito para las productivas. El fracaso del BCRA es absoluto y explica también parte de la recesión por los efectos que tuvo en la economía real.
Traumas económicos
Argentina, país con récord de psicólogos por habitante, tiene dos traumas económicos importantes en la historia reciente: la hiperinflación de fines de los 80s y el “corralito” a los depósitos en el sistema financiero de 2001. Esos dos sucesos explican por qué tanto nerviosismo, filas extensas en los bancos para retirar ahorros, dolarización y compras anticipadas de productos para almacenar. Es que quienes vivieron o recuerdan esos episodios expresan el síntoma: compulsión por comprar dólares. Los grandes jugadores fugan sus depósitos al exterior. Los más pobres, cuando pueden, stockean alimentos. Estos comportamientos, forzaron a Macri a implementar políticas que van en contra de la ideología de su programa. “Este es el único camino”, decía Dujovne mientras llevaba adelante planes de austeridad. Pero después de las PASO, el GPS lo hizo recalcular: se ofrecieron bonos a trabajadores para moderar el impacto de la inflación sobre el poder adquisitivo de los salarios, planes sociales y pensiones, así como se realizó una quita de impuesto al valor agregado a bienes específicos de la canasta alimentaria. El ministro amigo del FMI y del ajuste fue reemplazado por Hernán Lacunza, quien además también defaulteó deuda y aplicó los temidos controles de cambios.
Mientras “los mercados” especulan con bonos, tasas, dólares y reperfilamientos de deuda, en las calles las organizaciones sociales reclaman sus propios futuros. Uno de los pedidos es la declaración de la Emergencia Alimentaria, una medida que garantizaría la alimentación de la población más vulnerable, menor de 16 años, que se amontona en comedores comunitarios. Según las últimas estadísticas oficiales casi uno de cada dos niños, niñas y adolescentes vive en un hogar pobre. La pobreza, además, se refuerza para aquellos hogares en los que una mujer es la única fuente de sustento.
La pregunta que sobrevuela es si las medidas desesperadas de las últimas semanas alcanzan para contener la situación frente a la fragilidad de un modelo económico que ya entró en transición (aunque no se sepa bien hacia qué). Marchas y contramarchas, un horizonte incierto y poco poder de negociación del gobierno no contribuyen a la calma. Además, es difícil confiar en la capacidad de gestión de la crisis de un gobierno en retirada, que no ha sabido gestionar tampoco en la abundancia. Hay pocas certezas sobre qué sucederá en los próximos meses, la situación se dirime día a día, pero lo que todos comprenden es que el próximo equipo económico que asuma tendrá grandes responsabilidades. La más importante, sin duda, será remover escombros y levantar caídos. Eso implica generar mecanismos y políticas que contengan y alivien los efectos sociales que se esconden detrás del torbellino financiero.