¿Por qué estalló Colombia?
Los jóvenes de Colombia hoy están en la primera línea de las protestas contra el Gobierno de Iván Duque. Son esos manifestantes los que han arrinconado al Ejecutivo, al punto de forzarlo a retirar la fallida propuesta de reforma tributaria que desencadenó las movilizaciones.
Las encuestas coinciden en que Duque ha perdido decididamente el apoyo de los jóvenes. El 74 % de los consultados entre 18 y 25 años tenía una imagen desfavorable del mandatario en una encuesta de Cifras y Conceptos.
A sus 44 años, Duque es el presidente más joven en la historia reciente de Colombia y, aunque llegó al poder con 42 años recién cumplidos, siempre ha exhibido, desde la propia campaña, sus credenciales conservadoras. Esa paradoja estuvo presente durante todo su mandato, y lo ha hecho, una vez más, durante la última semana de caos.
Aunque el Gobierno se abrió a un proceso de diálogo político en busca de una nueva reforma consensuada, la movilización no cede y los jóvenes son un componente central del cóctel de descontento que cerca al Ejecutivo del Centro Democrático, el partido de Gobierno fundado por Álvaro Uribe.

La estrategia del presidente colombiano Iván Duque durante los últimos días dista mucho de ser la adecuada para superar el impasse actual de conflictividad social. Mantiene un discurso beligerante, de categorías binarias y resuelto bajo el uso de la fuerza. Duque confía en que la mala prensa y la popularización de este tipo de lecturas pueden, per se, desescalar paulatinamente el conflicto.
Pero sucede todo lo contrario.
Desde hace tiempo, Colombia es una bomba que en cualquier momento puede explotar. Y no lo es solo por el nivel de pobreza, la exclusión social y el abandono que sufren millones de personas y buena parte de la geografía del país. Lo es porque, una vez finalizado formalmente el conflicto armado, la movilización social tiene ante sí una serie de carencias y necesidades en términos de precariedad laboral, vulnerabilidad y desposesión de derechos que, sin el soporte del conflicto armado, tienen todo a su disposición para visibilizar, problematizar y politizar numerosas necesidades maltrechas durante décadas.
Es decir, ahora más que nunca la conflictividad social juega con todo a su favor para hacer gravitar la agenda política por fuera del tradicional esquema paz/seguridad que durante décadas dominó las agendas de gobierno acontecidas en Colombia y que invisibilizó una marcada violencia estructural.
A estos jóvenes los une el desencanto, el rechazo a la clase política y un profundo malestar frente al Gobierno. En la oleada de protestas que ya habían sacudido al país a finales de 2019, los jóvenes de universidades públicas y privadas fueron destacados protagonistas.
Pero la actual oleada de movilizaciones marca diferencias. La pandemia y el confinamiento han contribuido al aumento de la desigualdad y han hecho más difícil acceder a la educación, la salud, e inclusive, el acceso a la vivienda -un problema que atraviesa a la generación millennial-, con protestas sociales muy difíciles de controlar.
La búsqueda de un modelo económico y una policía distintos tiene que ver con la idea de un país nuevo. La generación que lidera las protestas en las calles creció en un país en guerra, bajo los discursos completamente polarizantes de la Guerra Fría; y hoy su mayor anhelo es que la política supere esos traumas del conflicto y permita, incluso a través de la protesta pacífica, hablar de temas como educación, derechos sociales, inclusión de minorías y legalización de las drogas, entre otras cosas prohibidas en el debate en Colombia durante décadas.

Así que un cambio de ese modelo desigual y excluyente —que para muchos requeriría una mayor democratización de la salud y la educación— está en el corazón de este movimiento.
También exigen el retiro de un proyecto que busca privatizar la salud, un mejor manejo de la pandemia de coronavirus y un salario básico acorde a la canasta de alimentos para paliar a uno de los países más desiguales del continente. Actualmente el desempleo en Colombia es del 16,8 por ciento y la pobreza alcanza al 42,5 por ciento de la población.
Las protestas actuales comenzaron con una huelga general por una reforma fiscal impopular contra un gobierno profundamente polarizador, en defensa de los líderes de derechos humanos amenazados, por un aumento de la red de seguridad social durante la pandemia y por la reforma policial.
Y las calles ya lograron dos efectos inesperados en un país donde la movilización social, que fue tachada de “subversiva”, rara vez tuvo consecuencias políticas: las retirada de la reforma tributaria y la caída del ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, aun así, ninguna de las medidas ha sofocado el descontento social.
Lo que es difícil de pronosticar es si este movimiento sumamente heterogéneo, que en origen se mostró fresco y novedoso, terminará en una situación que sí tiene precedentes en Colombia: la de una violencia desbordada. Más de 24 muertes, 89 personas desaparecidas, 140 denuncias de violencia según la Defensoria del Pueblo de Colombia y según la ONG Temblores, se reportaron más de 200 intervenciones violentas hacia mujeres, entre ellas, 10 denuncian agresión sexual.
Desde la Oficina de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos expresaron el martes pasado su profunda preocupación por la reciente actuación de las fuerzas del orden en la ciudad de Cali que finalizaron con varios muertos y heridos.
La actual es una situación sin precedentes. Y que mucho se explica porque el proceso de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016 abrió una caja de pandora de demanda.
La reforma rural integral planteada en el acuerdo, suponía admitir la realidad de una violencia estructural de la cual el Estado fue corresponsable durante décadas. En Colombia, la reforma agraria resultó siempre una promesa incumplida por parte de las élites políticas, a lo que se sumaba una suerte de política territorial que siempre gravitó en torno a una “bogotanización” de la agenda pública.
Es decir, la reforma rural implicaba reconocer que la periferia olvidada de Colombia necesitaba de mayores recursos e inversiones si verdaderamente se quería abordar un proceso de construcción de paz estable y duradero.
Y este fue el punto de partida del comienzo del desastre.
Desde el partido del presidente Ivan Duque, nunca aceptaron que la paz debía llegar al país por medio de una solución negociada y que, entre otras cuestiones, ello obligaba a repensar los límites de la democracia colombiana y de su Estado de Derecho.
Durante sus primeros años en el gobierno, Duque se ha encargado de deslegitimar el Acuerdo de paz. Homologando el término “paz” al término FARC. Ha instrumentalizado el Poder Judicial, evitó aumentar el presupuesto del Plan Nacional de Desarrollo, ha obstaculizado el avance de la Jurisdicción Especial para la Paz y ha criminalizado, bajo la etiqueta de “guerrillera” o “terrorismo”, cualquier reivindicación o protesta social, por muy ajena que resulte a la cuestión del Acuerdo.
De nada sirve un Acuerdo de Paz si no se acompaña de medidas que transformen las condiciones de vulnerabilidad y exclusión social, y de intervenciones que resignifiquen un imaginario social colectivo, preparado para lo que supone, desde todos los extremos, un proceso de construcción de paz. Allí están los resultados a la vista: el quinto país más desigual del mundo, con unos niveles irresueltos en cuanto abandono territorial e institucional de las zonas con mayor presencia del conflicto armado, y en donde la necesaria presencia del Estado en aquellos lugares que abandonan las FARC para asumir el proceso de entrega de armas nunca se cumplió.
Muchos esperaban que ese acuerdo, junto con el fin formal de cinco décadas de guerra civil que mató a más de 250 mil personas y obligó a más de 7 millones a huir de sus casas, abriría un nuevo espacio para la izquierda en el espectro político de Colombia, pero la realidad dista de ser así y los resultados están a la vista: crisis de representación, desconfianza hacia el sistema político en aumento y alta desconexión entre la juventud y la política.